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Tenía varios años que no pasaba el 31 con toda la familia, y especialmente con los viejos, los hermanos, y aquella sobrinera, los hijos, nietos, etcétera. Le llegué de sorpresa a mi hermano Adán a su casa y estaban, como siempre, jugando dominó. Desde hace quince o veinte años es la partida de dominó en la tarde. Yo juego un estilo de dominó que bautizaron allá como “suicida”. Tenía varios años que no jugaba. Me conseguí un viejo amigo, hicimos una buena partida, un match, y lo ganamos aplicando el “suicidismo”. Mis hermanos juegan mucho dominó. Yo no sé jugar. Pero uno de mis hermanos, cuando la mano ya lleva tres o cuatro vueltas, sabe qué piedras tiene este, qué tiene el otro y el otro. Él cuenta cuántas pintas han salido y cuántas no han salido.

 

Luego estuvimos brindando en la noche del 31, por lo que pudo haber sido y no fue; y el brindis del futuro, el brindis de lo que va a ser Venezuela y será. El día primero me fui, con los muchachos también, a visitar una pequeña finquita que tiene mi padre desde hace más de veinte años. Allí echamos una partida de bolas criollas. El gobernador de Lara, mi amigo, nuestro amigo Reyes Reyes y yo, contra dos de mis hermanos, y también les ganamos en bolas criollas. A paso de vencedores les metimos el primer zapatero del siglo, quedó escrito allá. Tenía como cinco años que no jugaba una partida de bolas criollas en ese sitio tan querido. Yo le decía a Rosa Virginia: “¡Mira, mi vida, cómo pasa el tiempo! Yo te vi así, como la nieta, cuando tú aprendías a caminar y andabas por este mismo patio queriendo agarrar el mingo”. Tú sabes, los niños se meten. “¡Epa!, quiten los muchachos, apártenlos”.

 

Jugué unas partidas de chapita también. ¡Fíjate que ahí también ganamos! Tuvimos suerte ese día, ¡pregúntale a Adán! Es más, Adán era el pícher contrario. Éramos tres equipos. Hicimos un tú pides allí, tú pides acá. A mí me tocó jugar con mi hermano Argenis, mi hermano Adelis y mi sobrino Aníbal, un muchacho de quince años que acaba de ir a la selección nacional de beisbol. Claro, teníamos tanto tiempo sin jugar. No había chapitas, mi hijo Hugo y mi sobrino Ernesto las fueron a buscar al pueblo de Camiri. Agarramos el palo de la escoba de la casa. “No me vayan a partir la escoba”, decía mi mamá, como siempre. Por fin, apareció otro palito por allá y empezó la partida. Pregúntale a Adán, para que tú veas. Tres en base y me pongo yo, ¡paf!, triple. Triple era si la chapita caía sobre el techo, si pasaba más allá era jonrón. No hubo jonrones ese día. Ganamos en chapita, ganamos en bolas criollas. Pero perdimos una partida de dominó la noche del 31. En el día fue que ganamos.

Y fuimos a la orilla del río. Esa orilla de río es un bosque muy tupido. Nos fuimos a explorarlo por un caminito, unos topochales, y llegamos al río.

 

Ese ya no es el Santo Domingo ni el Boconó. Estamos hablando del Pagüey, ya en la vía hacia San Cristóbal, pero muy cerca de la ciudad de Barinas. Claro que yo andaba tratando de pasar como desapercibido. Había muchos niños bañándose, alguno me vio y empezaron: “¡Chávez! ¡Chávez!”. Bueno, tuve que bajar a saludarlos con la familia. Porque ahí hay una islita muy bella, en el río Pagüey, que desde hace muchos años la gente llama “La Isla de la Fantasía”. Ahí van muchos niños, familias enteras se van en caravanas de camiones, de carros. La gente lleva chinchorros y pasan todo el Año Nuevo a la orilla del río, bañándose en un agua muy fresca, en las aguas del río Pagüey.

 

Tenía varios años que no me sentía, ¿cómo puedo decirlo?, sí, lejos del mundanal ruido, a la orilla de un río, caminando por un bosque de la mano de mis hijos, de mi nieta, de mis viejos, de mis hermanos, de amigos y de amigas. Como una magia. Yo me olvidé de presidente, me olvidé de todo eso y volví a ser el niño aquel, el muchacho aquel que anda por dentro.

 

(Ciudad CCS)