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El suicidio es consecuencia del deseo. Los placeres definen la existencia, finalmente, como una sed sin agua; poner término, finitud a la vida que nos embarga es uno de los temas que más escozor nos causan en el pensamiento, en la mención y en el acto. El desear y tomar acción ante lo que nos golpea, desde Homero, Shakespeare, Thomas Mann, Kant, Foucault, Jeanne Hébuterne y Vincent van Gogh, se hacen presentes como la afirmación más “schopenhaueriana” del mundo; afirmar fuertemente la voluntad toma forma en la decisión de cometer suicidio y despedirse de este plano.

 

El suicida quiere la vida, sí, pero también reconoce que hallarse descontento con las condiciones que le rodean no es una opción. Renuncia a las trabas del cuerpo, efectivamente, mas se da a sí mismo el exceso de voluntad en un efímero fenómeno propio. No daña a nadie –ni siquiera a su persona– y los demás no deberían sentirse lastimados; tristes quizá, pero no devastados. El suicida renuncia a ser quien es, a la mierda que le está cubriendo hasta la nariz, y se cubre en su mismidad sabiendo que los horizontes (queridos) no son específicamente para él; en la herencia filosófica de Philipp Mainländer, el mundo mismo, el universo, es el cadáver resultante del suicidio de Dios. En la línea nietzscheana de este otro alemán, Dios ha muerto no porque los hombres le hayamos matado, sino porque él decidió autoaniquilarse dada la insoportable condición del ser y la preferencia natural del no-ser y la nada ante algo que ya no es correspondiente.

 

No hay que llorar; el suicida vive intensa y plenamente, es entonces cuando advierte que la vida es una secuencia de pasos y es él quien debe actuar cual alfa y omega en la legitimación de lo que es. La vida no es para ellos el bien supremo, arrojarse a los brazos de la muerte es un sentido autónomo y la segunda se convierte inmediatamente en la primera cuando se revela que en el origen fue una viceversa. Lo que queda es siempre convertir esa ausencia en presencia, transformar la negación en una suerte de aceptación para forjar los recuerdos que aceptarán la decisión tomada.

 

Así, podemos hablar entonces de algunos artistas que reconocieron su existencia en otro lugar pero perpetuaron una parte de ellos en la obra.

 

Por ejemplo, este pintor que en el verano de 1930 realizó “Zebra and the Parachute”, su última producción visual que abre paso a la reflexión surrealista y mortuoria gracias a los personajes que le protagonizan. Wood consumía opio y, en un episodio de paranoia, se lanzó a las vías del tren.

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De estilo en extremo clásico para el momento de modernismo que vivió, Godward dejó una carta en 1922 que daba testimonio de que el mundo no era lo suficientemente grande para él y Picasso, entonces se despedía hasta siempre de esta tierra. Su última creación fue “Nu Sur la Plage” de ese mismo año.

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En 1955, este artista francés completó la que sería su última pintura: “Le Concert”, su obra más ambiciosa dadas las medidas y el esfuerzo emocional que representó su realización; la fuerza que esta producción evoca, si le escuchamos atentamente, nos sigue hablando de su emoción por la vida y el despido de ésta.

 

 

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Pintura no finalizada en 1957; Minton nunca terminó “The Death of James Dean” gracias a la compenetración absoluta de su sentir con la representación en sí del cuadro, el cual, según él mismo, dirige visualmente las relaciones del sufrimiento juvenil con la figura de la estrella desgraciada.

 

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Emociones. En los rectángulos rohtkoianos no hay nada más que emoción y, particularmente en estos, sólo existe el adiós a lo existente. En “Untitled”, bellamente se halla la búsqueda del artista por un reconocimiento más allá de los colores y su declaración de muerte. 1970 fue el año de su suicidio y el de su nacimiento con este lienzo de oscuridad.

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“Une Famille Dans la Desolation”, de 1821, no es una pintura incompleta a pesar de que su suicidio se dio en el momento justo de su ejecución; en realidad podemos pensar la composición de lamento en el cuadro como una catarsis que ayudó en la aceptación de lo otro.

 

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El speedball –una mezcla de heroína y cocaína– cobró demasiadas vidas a finales de los años 80 y principios de los 90; entre ellas, las de ese hombre que mezcló el grafiti, la pintura y el mundo del arte: Basquiat. “Riding with Death” es una visión de 1988 que oscila entre los deseos de la sensación y la creencia vudú de la posesión mortuoria. Jean cabalgó en ese dominio.

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Noviembre de 1908 y Gerstl se quitaba una nueva vida por el abandono de su amante; a los 25 años, él se pintó con trazos agitados de exaltación y renuncia antes de intentar autoapuñalarse para decir adiós. Finalmente, con una doble herida en el pecho, se colgó en su estudio frente a un espejo, para admirar esa silueta delgada y azul que le terminaron por caracterizar.

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Era 1947 y Gorky pintaba “Agony”, un llamado de atención para el sufrimiento y destrucción que ocurría en su interior. Una pintura que sirvió tanto de anuncio como de transporte para su decisión final, la cual se presidió por un trágico accidente automovilístico que le rompió el cuello e inmovilizó su brazo de trabajo.

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En la mañana del 27 de julio de 1890, van Gogh salió al jardín para pintar un poco, tomó una pistola e intentó darse un tiro en el pecho para poner fin a sus tormentos. Logró herirse, mas no matarse de inmediato; dos días después murió en el hospital. Por cartas y testimonios del artista o de la gente que le frecuentaba, hay tres obras en disputa por tener el título de “última obra”; ellas son “Trigal con cuervos”, “El jardín de Daubigny” y “Tres raíces y troncos”.

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(culturacolectiva.com)