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En Jackson Heights, Queens, unos días después de las elecciones presidenciales, un joyero indio-estadounidense se quedó con un pedido de dos argollas de oro para caballero hechas a la medida con un valor de 3000 dólares. El cliente le dijo que no podía pagar, pues tenía que regresar a su país de origen antes de que lo deportaran.

 

En la tienda de muebles Casa Dominicana, que se encuentra sobre la avenida St. Nicholas en Manhattan, los sofás de piel blanca y juegos de recámara no logran venderse, según la gerente, Wendy Calderon. “La mayoría de las personas están temerosas de salir a comprar cosas”, explicó. “Están ahorrando su dinero por si pasa algo disparatado”.

 

En Elmhurst, Queens, en el consultorio de Ismael Bastida, un dentista nacido en México que estudió en la Universidad de Nueva York, los pacientes evitan los paquetes para blanquear los dientes y los planes de tratamiento a largo plazo. Por esto, la semana pasada Bastida hizo un pedido por menos jeringas y amalgamas a Benco Dental, una empresa familiar establecida en el condado Luzerne de Pensilvania, donde el 58 por ciento de la población votó por el republicano Donald Trump.

En la ciudad de Nueva York, donde los inmigrantes impulsan una proporción significativa de la economía, ya comienzan a sentirse los efectos de la elección de Trump, pues ante un futuro incierto los residentes de los barrios latinos y demás minorías han decidido recortar sus gastos. Los inmigrantes representan el 47 por ciento de la fuerza laboral de la ciudad, de acuerdo con la organización Center for an Urban Future, un grupo sin afiliación partidista que estudia las finanzas de la ciudad.

Los más preocupados son los inmigrantes sin permisos, pues durante la campaña Trump aseguró que los deportaría. Unos 574.000 residentes de la ciudad son trabajadores sin documentos que pagan 793 millones de dólares al año en impuestos estatales y locales, según un estudio que encargó la vocera del concejo de la ciudad, Melissa Mark-Viverito, quien es demócrata y de raíces latinas.

 

Cerca del diez por ciento de los empleados de la ciudad son trabajadores no autorizados, según cifras del censo de Estados Unidos, aunque es difícil determinar un número preciso.

 

También es imposible separar la economía informal de la economía de Nueva York en general, pues en la ciudad habitan inmigrantes de todo tipo de situación legal, como jornaleros, taxistas, empleados de cocina que trabajan en cocinas de personas sin documentos que pagan impuestos y empresarios con estudios universitarios que cuentan con protección temporal contra la deportación.

 

Si todos abandonaran la ciudad, ya fuera por su cuenta para ir a sus países de origen o porque el gobierno diera la orden de sacarlos, “podría producirse una reacción en cadena masiva”, señaló Jonathan Bowles, director ejecutivo de la organización Center for an Urban Future.

 

“Significaría perder a más de medio millón de inmigrantes sin permisos”, enfatizó Bowles, “que pagan impuestos, gastan dinero en sus comunidades y que en algunos casos dan empleo a otros neoyorquinos. Bien podríamos ver a otros abandonar el país”.

Bastida, el dentista, hizo una predicción audaz: “Será un tsunami económico”.

 

Elizabeth Vilchis, empresaria del sector tecnología que vino a Nueva York desde México cuando era niña, opinó: “Como siempre estamos tras bambalinas, la gente no se da cuenta del impacto que tenemos”.

 

Elizabeth trabaja legalmente gracias al programa Acción Diferida para Llegados en la Infancia, que creó el presidente Obama mediante una orden ejecutiva. Trump prometió eliminar este programa, lo cual podría afectar a unos 30.000 jóvenes de la ciudad de Nueva York y a 750.000 en todo el país.

 

La principal prioridad de Trump, según sus declaraciones, será deportar a los criminales que viven en Estados Unidos como inmigrantes sin permisos, de los que calculó hay más de dos millones. Todavía no ha dicho cómo piensa obligar a que abandonen el país a los 11,2 millones de inmigrantes que no tienen antecedentes penales ni documentos.

 

El senador del estado José Peralta, cuyo distrito de Queens incluye Jackson Heights, Elmhurst y Corona, el centro de crecimiento comercial de Nueva York en la última década, dijo que la incertidumbre ha provocado que el temor guíe las decisiones, ya sea sobre regresar a casa o reducir el gasto en artículos de lujo.

Esa mentalidad es común no solo entre los trabajadores de bajos ingresos. Cris Mercado, fundador de dos empresas emergentes, hace lo mismo. Mercado vino a Estados Unidos de Filipinas cuando era niño.

 

Después de perder un paquete de beca para la Universidad de Nueva York por no contar con documentos, se graduó de la City College of New York y más tarde creó Grant Answers, una empresa que ayuda a estadounidenses de primera generación a conseguir becas para la universidad. Ahora está desarrollando KeyJargon, una aplicación que conecta a quienes buscan trabajo con asociaciones profesionales.

 

Sin embargo, a su reloj financiero se le agota el tiempo. “Tengo dos meses para reforzar de verdad la siguiente versión de mi aplicación y garantizar muchas oportunidades de contratos independientes”, expresó Mercado. “Estoy haciendo un esfuerzo por acumular recursos y efectivo, porque no sé qué va a pasar más adelante”.

 

Ernesto Cury, contador dominicano que vive en Jackson Heights, informó que desde las elecciones muchos clientes le han preguntado cuáles son las consecuencias fiscales de retirar sus utilidades de restaurantes, servicios de limpieza y empresas constructoras. Incluso sin ser residentes permanentes legales, razonó Cury, los inmigrantes pueden ser trabajadores independientes, constituir sociedades y pagar impuestos con una clave de identificación fiscal individual, pues no tienen derecho a la seguridad social.

En Queens, la tasa de empleados independientes entre los extranjeros es del 12 por ciento, según estadísticas del Center for an Urban Future, en comparación con el 6,4 por ciento entre los nacionales.

 

Juan Ospina, ciudadano naturalizado de Colombia, tiene dos negocios: Mama Empanada y Algo Más en la calle 82 en Jackson Heights, y una empresa constructora que hace poco concluyó la construcción de un salón de belleza en los alrededores. Comenta que contrata a jornaleros sin permisos, por lo que no se imagina qué pasaría si no estuvieran disponibles.

 

“No creo que Trump patee la máquina”, dijo Ospina.

 

No obstante, muchos indocumentados se preguntan si lo hará. En una tienda del vecindario de Bushwick, Brooklyn, siguen colgados unos jeans colombianos que moldean la figura. Clientes de Ecuador han conversado con la propietaria de origen mexicano, María de los Santos, y le han confesado que quizá necesiten todo el dinero adicional que reciban el próximo año para mudar a sus familias.

 

En la tienda de ropa y mercancías generales de Patricia Salazar ubicada en la avenida Roosevelt, cerca de la calle 82 en Jackson Heights, dos clientes le dijeron la semana pasada que iban a abandonar el país. También su peinadora de muchos años, quien trabajaba en un salón también en esa calle, le avisó que regresaba a Colombia al día siguiente.

 

Salazar, una inmigrante que llegó de Bolivia hace 30 años, explicó que había apoyado a Trump porque creyó que sería bueno para su negocio. Sin embargo, ahora, aunque sus hijos y nietos son ciudadanos de Estados Unidos, está considerando regresar a casa.

 

“No quiero vivir con esta pesadez en el corazón porque tengo miedo”, afirmó.

 

A la vuelta de su tienda, el dentista Bastida y su hija, Araceli Thornton, quien se encarga de administrar el consultorio, se preguntaban si sería buena idea compartir consultorio con otros dentistas de la calle 82, pues todos atienden a la población inmigrante del vecindario.

 

Para ellos es evidente la conexión que existe entre los negocios del área. “Es un círculo”, indicó Bastida. “Alguien que compra aquí, más tarde come allá enfrente”.

 

Quizá el símbolo más representativo de la economía basada en los inmigrantes de Nueva York sea el ciclista repartidor de comida.

 

Poco tiempo después de graduarse de la City College of New York con un título en ingeniería mecánica, Vilchis, la empresaria del mundo de la tecnología, ayudó a crear una empresa cuyo objetivo era optimizar la entrega de comida en los vecindarios de Hell’s Kitchen y Chelsea en Manhattan.

 

Contrató a inmigrantes sin permisos para repartir comida por 15 dólares la hora, un trabajo que, según explicó, por lo regular se pagaba a 7,50 dólares. Los pedidos más frecuentes eran de profesionales del sector financiero que no tenían tiempo de salir de la oficina, lo que llevó a Vilchis a otra conclusión: el tiempo es otra moneda que impulsa la economía de la ciudad y los trabajadores de menores ingresos, que muchas veces no tienen documentos, realizan tareas por las que los profesionales de mejores ingresos están dispuestos a pagar, incluida la entrega de pad Thai a su escritorio.

 

“Mucha gente exitosa de la ciudad ha alcanzado ese éxito porque hay inmigrantes dispuestos a realizar distintas tareas y dejarles tiempo a ellos para progresar en su carrera”, concluyó Vilchis. “Si quitamos ese elemento de la ecuación, todo se desmorona”.

 

(nytimes.com)