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Los 160 kilómetros lineales de frontera con Colombia del occidental estado venezolano del Táchira han sido durante años un canal abierto al delito y al crimen organizado, un lugar en el que los paramilitares gobiernan de modo omnipresente en la sombra.

 

«Los militares los llaman ‘Los urabeños’ y ‘Los rastrojos’ pero para nosotros todos son lo mismo, porque uno aquí no sabe quién es quién», dice Ernesto sentado frente su rancho, una casucha de lata en la que, si se para en el porche, puede ver parte del poblado venezolano de San Antonio, y desde el patio, las sabanas de los campos colombianos.

 

El campesino, que atribuye con admiración a los hermanos Castaño la creación de las «autodefensas» como grupos armados antisubversivos que defendían a los habitantes de las guerrillas, agrega: «Mire, ponga cuidao, los que están aquí se hacen llamar paramilitares, pero eso es armar una banda, ponerse nombre, agarrar un territorio y cobrar vacuna».

 

Ernesto se refiere a quienes operan en la zona como bandas paramilitares, grupos armados que desde hace muchos años controlan todas las actividades comerciales de la frontera colombo-venezolana, y que dictan su propio orden tributario en el territorio.

 

«Si tienes mucho, pagas mucho; si tienes poco, pagas poco. Nosotros pagamos 50 bolívares semanales», cuenta una vecina para referirse a ‘la vacuna’, el impuesto sagrado que entregan los habitantes de todos los poblados al borde del eje fronterizo.

 

Una cuota a cambio de la que, estas bandas, garantizan «seguridad y vigilancia».

 

«Ahora, los que tienen bodegas o ventas de hielo, cervezas o cualquier negocio pagan más que los demás (100 o 500 bolívares semanales)», explica esa vecina del barrio que, como todos, teme ser identificada.

 

En la frontera difícilmente se habla de los paramilitares en grupo. Si hay más de dos personas, nadie toma la iniciativa de referirse a ellos; no los cuestionan, son el secreto a voces, porque para los vecinos el niño que corre, el vecino o el motorizado que pasa, son los ojos y los oídos de los paramilitares.

 

«Aquí es así, uno no sabe para quien trabaja la gente, uno no sabe si pasan información y dicen que uno está hablando de ellos y vienen y le meten a uno un tiro por eso», cuenta otro hombre de la comunidad aprovechando el ruido del camión que recoge la basura del barrio, acumulada desde hace más de 15 días.

 

Este orden paralelo que gobierna varios poblados venezolanos que colindan con el colombiano Norte de Santander también se repite en otros territorios fronterizos en los que, dependiendo de la zona, los habitantes lo atribuyen a paramilitares o a guerrilleros.

 

En esta zona del Táchira, en la que hace 13 días el Gobierno de Venezuela ordenó un cierre parcial de la frontera y un régimen de estado de excepción, el contrabando de alimentos y combustible es el principal oficio, la más importante fuente de ingresos, y lo que llena las arcas de los grupos armados.

 

El propio Gobierno venezolano ha reconocido que la zona es un colador por el que se escapa el 40 por ciento de los alimentos y las medicinas destinadas al mercado venezolano, muchos sacados por trochas ilegales abiertas por campesinos de la zona y muchos otros por las alcabalas con la venia de militares venezolanos corrompidos por las enormes ganancias.

 

Los alimentos, principalmente los básicos subsidiados por el Gobierno chavista, son los productos más fáciles de hallar al otro lado, en La Parada, un poblado colombiano que más que un pueblo es un gran mercado a cielo abierto.

 

Allí las distorsiones económicas que genera el control de cambio que rige sobre la moneda venezolana y las excesivas regulaciones de los precios de los productos de la canasta básica, hacen que el contrabando sea el gran negocio.

 

Mientras en Venezuela un tubo de pasta de dientes es vendido a lo que el Gobierno venezolano llama «precio justo» de 39,27 bolívares, en La Parada puede ser vendido al valor del mercado internacional de 1.500 pesos colombianos, que equivale al cambio a 306 bolívares, es decir, casi diez veces su valor, con solo cruzar el río.

 

El rentable negocio se convirtió en el oficio de buena parte de la población fronteriza, la mayoría de ellos colombianos que viven en el territorio limítrofe y que los propios pobladores llaman «maleteros», en alusión a las grandes cargas de mercancías que llevan al hombro en las madrugadas a través del río.

 

El paso de mercancías es regulado también por los grupos paramilitares que, según los habitantes de la zona, controlan los pasos por las trochas y establecen los horarios para el tráfico.

 

El propio Gobierno de Nicolás Maduro reconoció que estas bandas habían penetrado por medio del dinero y el terror en varios ámbitos del Estado, lo que justificó hace más de una semana el cierre de la frontera y una incursión militar en la zona.

 

Centenares de militares tomaron el control, principalmente en el populoso barrio de La Invasión, en un operativo que incluyó la expulsión de cientos de colombianos en una madrugada que los habitantes todavía recuerdan con terror y alivio.

 

Aunque han pasado varios días desde el operativo, los ciudadanos aún temen, se sienten observados, afirman que grupos informantes de los paramilitares todavía permanecen en la zona.

 

Todos les temen, ellos han sido durante años la ley y el orden, los villanos de la película, los innombrables. En la frontera nadie les llama en voz alta paramilitares, todos hablan de ellos como «los hombres que usted ya sabe».

 

(EFE)