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Desde la tarde del jueves 20 de marzo San Antonio de Los Altos, ciudad-dormitorio de capas medias ubicada a 15 kilómetros de Caracas, es una zona de guerra.

 

Su avenida principal y las vías secundarias y alternas están cerradas por basura, escombros pedazos de metal, alambre de púas y aceite de motor.

 

Desde la entrada, en la redoma que conecta con la carretera Panamericana, se multiplican las llamadas barricadas.

 

Los Castores, una lujosa urbanización construida hace casi 50 años mantiene hasta dos barreras improvisadas con las estructuras de cabillas (varillas de acero) tomadas de unos trabajos de reconstrucción de la isla divisoria de la avenida.

 

El jueves y el viernes hombres y mujeres esperaban en sus lujosas camionetas ciudad-campo un milagro que retirara los obstáculos y les permitiera llegar a sus residencias. 

 

Esta madrugada una mujer simplemente no sabía que hacer encerrada y asustada en su Ford Explorer. No se que hizo porque yo debí seguir a pie luego de que el conductor del periódico me dejó a sólo 50 metros de la redoma.

 

Ya habíamos intentado subir por la vía de Potrerito y a mitad de camino, en la zona de viveros antes de la fabrica de vidrio, encontramos una barrera de palos y basura que se consumía en fuego. Decidimos dar marcha atrás ante la posibilidad de conseguir nuevas barricadas más adelante y la mala expectativa del conductor para regresar sólo a Caracas.

 

Cuando llegamos a la redoma de San Antonio ya era poco más la 1 de la madrugada y no había nadie en la calle. Ni guarimberos ni militares de la Guardia Nacional. Al menos había luz del alumbrado público.

 

La noche anterior, es decir el jueves, sí había presencia de la GNB sólo en la redoma, y los efectivos de seguridad apenas contenían de vez en cuando a quienes lanzaban piedras y muchas bombas molotov desde Los Castores.

 

Luego de algún corto escarceo, se produjo una especie de tregua, y con otras 5 personas inicie el camino al casa, obligado a cruzarme con barricadas y guarimberos encapuchados.

 

Las capuchas y la oscuridad impedía distinguir los rostros, pero la voces eran de adolescentes. Pedían que apuráramos el paso para intentar un nuevo ataque.

 

Entre La Arboleda, luego de pasar Los Castores, y el comienzo del elevado, uno de los muchachos con voz de niño advirtió amablemente sobre el aceite y los alambres colocados en la acera,

 

Esa primera noche el avance fue lento, En cada extremo del elevado había barricadas y las tapas de las alcantarillas habían sido levantadas, Además los vidrios rotos y el aceite regado obligaba moverse con precaución.

 

En El Picacho y las calles aledañas una docena de adolescentes mantenían encendidas basura y tablas, Frente al restaurante Texas City, un muchacho más adulto usaba una llave para aflojar las tuercas de un poste de alumbrado. Mas tarde supe de apagones y lo relacioné con el derribo de esa pieza del sistema eléctrico.

 

En la vía frente a residencias OPS otro pequeño grupo mantenía las fogatas y las dificultades para pasar. La carretera que conduce a Santa Anita, casi frente al dispensario Rosario Milano, estaba bloqueada por una gigantesca llamarada, Uno o dos motorizados se movilizaban desde la redoma de Rosalito para asegurar que se mantuviera la candela.

 

Más allá, vía al casco del pueblo, había que cruzar las dos barreras montadas por residentes del conjunto Las Churutas. Una de estas requería subir por una baranda que separa la acera del precipicio adyacente.

 

Cuando llegué a casa ya eran las 12:30 de la madrugada y realmente era imposible contar una historia sobre semejante absurdo.

 

Al día siguiente la salida de casa fue igualmente a pie. El transporte y la transitabilidad era sólo posible saliendo a la carretera Panamericana.

 

Pero al menos era de día y se podía ver el camino y los destrozos. La zona de guerra se iniciaba otra vez en el sector de Las Churuatas, donde permanecían las barreras y desde los edificios se escuchaban gritos a los motorizados para que se abstuvieran de pasar. Ninguno pasaba ante la posibilidad de un disparo o como mínimo de recibir un botellazo. Los peatones cruzaban sin limitaciones.

 

Cuando me acercaba a OPS encontré a una anciana que a duras penas arrastraba una maleta, la saludé y ni me contestó por el cansancio y la rabia.

 

Desde la terraza del centro comercial de OPS unos 10 encapuchadas gritaban y parecían burlarse de las peripecias de los peatones. Tenían botellas con mechas colocadas en el borde de la baranda y abajo habían arrancado la cerca de la cancha de la escuela Miguel José Sanz.

 

Me detuve a descansar y un hombre que hacía lo mismo me explicó que eso era un mal necesario para salir del “régimen”. Pasaba los 50 años, se veía como una persona seria y estaba convencido que con la “guarimba” iba a caer el gobierno.

 

Unos metros más allá el poste que intentaban tumbar la noche anterior estaba en el suelo a lo ancho de la vía en sentido hacia la redoma, Un hombre en una camioneta Tahoe se detuvo, bajó y sin mayor temor lo retiró. Nadie le dijo nada.

 

Allí mismo, frente al kiosko de la señora Fina, que es la mamá del alcalde Josy Fernandez, se renovaba la barricada de la noche. A unos 20 metros vi venir a un hombre viejo y cansado que caminaba con mucha dificultad apoyado en un bastón y una muleta. Le tome fotos sin piedad, pasó a mi lado y apenas me miro.

 

En la redoma la sensación de normalidad era extremadamente agresiva, como si nadie entendiera el drama que se vive en San Antonio.

 

Lo de la madrugada del sábado fue extremo y sin duda ya no lo volveré a hacer. Simplemente me quedaré en casa hasta que el resto de la ciudad se percate de lo pernicioso de la propuesta de protesta que impulsan todos los líderes de la oposición.

 

Además del daño que le causan a la gente que debe movilizarse no se dan cuentan de que afectan básicamente a sus partidarios. Y para colmo no aceptan que “eso” no tendrá ningún efecto político. Como no lo ha tenido en Táchira, Mérida o Valencia.

 

Desde hace varios días mucha gente que trabaja por su cuenta no produce nada, el comercio está prácticamente cerrado y el transporte local paralizado.

 

Uno no sabe que espera el alcalde, un eterno concejal que ambicionó siempre se el jefe del municipio, para pronunciarse sobre este proceso sistemático de destrucción de la ciudad.

 

En una semana aquí no quedarán postes ni semáforos y tampoco paradas de transporte público. Y ni sueñe con pedir aportes extraordinarios a los comerciantes que van a quebrar con lo que parece una reedición del paro petrolero.

 

(latabla.com)