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El policía asesino merece justicia. El policía asesinado, también.- Ha sido ejemplar la respuesta del Estado venezolano ante el lamentable asesinato de un niño de catorce años en San Cristóbal, hecho cometido, según múltiples pruebas y testigos, por un policía nacional bolivariano. El presunto autor del crimen fue detenido en cuestión de minutos e imputado en pocas horas por delitos sumamente graves (homicidio intencional, entre otros) que seguramente le acarrearán una larga condena.  

 

Es una actitud que merece el reconocimiento general, aunque, claro, nadie de la oposición partidista ni de los medios antichavistas rabiosos va a hacerlo. Prefieren vaticinar que es un teatro, que el funcionario será liberado más adelante, cuando se calmen las aguas; o afirmar, sin prueba alguna, que al policía (un joven de 23 años, por cierto) le dieron instrucciones expresas de matar y ahora lo están dejando solo. En fin, que esa gente no tiene compón, como decían antes las doñitas. Ahora bien, la celeridad y firmeza demostrada en este caso resulta, tristemente, como escarbar y meter sal en las heridas abiertas de otros, entre ellos varios de los relacionados con las 43 muertes que dejó el año pasado el necio empeño del ala pirómana de la oposición de asaltar el poder a punta de guarimbeo.

 

Mencionaré uno solo de esos casos, uno que me ha impresionado desde que se produjo el hecho criminal, a principios de mayo de 2014, en Los Palos Grandes, una urbanización caraqueña de clase media. Unos manifestantes molestos porque el gobierno había desmantelado el camping de los estudiantes sifrinos en la avenida Francisco de Miranda, pusieron unas barricadas de basura y escombros en una de las avenidas de la urbanización. Varios policías estaban tratando de quitar los obstáculos para restablecer el tránsito de vehículos cuando les dispararon. Un francotirador, oculto en uno de los edificios residenciales de la zona, hirió a tres de los funcionarios. Uno de ellos, Jorge Colina Tovar, de 24 años de edad, murió a causa de los disparos. Fue un “trabajo profesional”, como dicen en las películas sobre asesinos expertos. Las balas iban dirigidas justo a las zonas no protegidas por el chaleco y el casco que usan los policías en estas circunstancias. A Colina Tovar le dieron en la región supraescapular derecha, vale decir, entre el hombro y el cuello.

 

Esa noche, el presidente Maduro estaba hablando a través de Venezolana de Televisión y dio la información que le había pasado el entonces ministro de Interior, Justicia y Paz, Miguel Rodríguez Torres. Aseguró que los autores de este homicidio serían castigados. “Los vamos a capturar y se los vamos a mostrar al país”, juró.

 

Las primeras acciones de la Policía Científica y el Ministerio Público parecían encaminadas a que se cumpliera la promesa presidencial. Los investigadores, basándose en estudios de balística y planimetría llegaron hasta uno de los edificios donde pudo haberse atrincherado el asesino. La oposición hizo una alharaca porque una de las residentes de ese inmueble es la diputada Delsa Solórzano. Nadie dijo que fuera ella la autora de los disparos, o que el francotirador estuviese en su apartamento, pero el solo hecho de que el Cicpc haya investigado ese edificio fue presentado públicamente como un acto de persecución política.

 

Los organismos de defensa de derechos humanos no exigieron que se capturara al asesino del policía y se le aplicara una severa pena, sino que criminalizaron el hecho de que la policía estuviese revisando apartamentos en una urbanización de gente decente y pacífica.

 

Luego no se supo más nada.

 

Esta semana, a raíz de la forma ejemplar como fue tratado el caso del policía nacional asesino, quise averiguar qué ha pasado con el del policía nacional asesinado. Me pareció un gesto de justicia periodística, que es la única justicia que podemos administrar los comunicadores. Un amigo del Ministerio Público me confió que el caso está “en investigaciones”, sin privados de libertad y sin imputados. En otras palabras, casi en cero absoluto. Para completar la injuria, el amigo me dijo que cuando el funcionario fue asesinado, su esposa tenía siete meses de embarazo, de modo que se fue de este mundo sin conocer a su niña y sin que ella pudiera conocerlo.

 

Mientras tanto, el asesino (o quien le haya prestado su apartamento para usarlo como mampara, es decir, su encubridor) está libre y seguramente es un vecino de esta bella zona de la ciudad, donde la gente se reúne todas las noches para hacer yoga en la plaza, correr o rodar en bicicleta cuesta arriba, hacia la falda del Waraira Repano, o para pasear sus hermosos y costosos perros.

 

En fin (perdonen los lectores que hayan resistido tan larga divagación), podríamos decir que si el asesino del niño de Táchira merece una larga pena de cárcel, el asesino de Los Palos Grandes, también. Si al asesino de Táchira se le identificó públicamente, mostrando las fotografías de su Facebook, y ya todo el país lo conoce, pues el francotirador de Los Palos Grandes (y sus encubridores) también deberían ser identificados y mostrados al país, tal como lo prometió el presidente Maduro. El policía asesino merece justicia; el policía asesinado, también. 

 

(Clodovaldo Hernández / [email protected])