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Una de las consecuencias de las batallas digitales que se están escenificando ahora y que tienen a las redes sociales como su escenario principal es que los no-periodistas deben estar entendiendo lo difícil que es hacer periodismo. Claro, me refiero a periodismo serio, porque hacer periodismo irresponsable es igual de simple que traficar chismes o poner a circular inventos.

 

Como experiencia de observación antropológica estoy en varios grupos de WhatsApp (o guasó, como castellaniza la gente) y, en estos días de convulsiones severas en el organismo nacional he podido observar cómo las personas que practican eso que se ha dado en llamar “el periodismo ciudadano” se enredan, cual torpes arañas, en sus propias urdimbres de rumores, semiverdades, semimentiras, mentiras y una que otra verdad.

 

Por supuesto que buena parte de la responsabilidad de este fenómeno es de los periodistas. Debo decirlo como mea culpa, por ser parte de este gremio desde mis tiempos juveniles. Lo digo para adelantarme a quienes seguramente ya habían comenzado a decir algo así como: “¡Sí, claro, porque seguro que los periodistas profesionales lo han hecho de maravilla todos estos años!”. Pues no, y la falta de ética que ha caracterizado a buena parte de los eminentes graduados de esta noble profesión, incluyendo algunas de sus figuras más destacadas, ha traído como consecuencia que la gente no-periodista crea que esto de transmitir noticias es algo que puede hacer cualquiera, sin preparación, sin reflexión, sin un juramento previo a favor de la verdad.

 

Lo cierto es que el “periodismo ciudadano”, como lo dijo una vez el genial comunicador colombiano Daniel Samper, resulta ser algo parecido a la “medicina ciudadana”, que no es otra cosa que la peligrosa práctica de la automedicación. Y en ciertos momentos esto queda más que demostrado.

 

La histeria colectiva que se ha generado en este tórrido mes de abril ha corrido por cuenta de esas nuevas formas de comunicación, pero ha tenido unas características muy similares a las que en años como 2002, 2004, 2007, 2013 y 2014 protagonizaron unos medios de comunicación tradicionales cuyos dueños y periodistas participaron en las grandes operaciones de manipulación y desestabilización.

 

Las escenas, tal como uno puede imaginárselas al seguir los intercambios de estos comunicadores aficionados, son propias de una comedia de equivocaciones, solo que el asunto tiene poco de comedia porque alimenta una hoguera en la que hay mucha muerte, mucho odio, mucha mala leche. Es, entonces, más bien, una tragedia de equivocaciones.

 

Tal vez el momento cumbre de este desenfreno comunicacional de la sociedad civil fue la que deberíamos bautizar como la “Noche de las luces antiaéreas”. En esas horas, los reporteros amateur transmitieron tal cantidad de “información” que, de haber sido cierta, el amanecer nos hubiese encontrado: a) en guerra civil; b) con un Napoleón Bravo diciendo: “¡Buenos días, Venezuela, tenemos nuevo presidente!”; c) con un estado de sitio y suspensión de garantías decretado por la dictadura; d)  con todas las anteriores.

 

En esa madrugada de terror ciego, el palacio de Miraflores fue bombardeado, pese a los inútiles esfuerzos de los artilleros que debían defenderlo; el presidente, los ministros, sus familiares y muchas otras personas del rrrrégimen huyeron en nuevas versiones de la Vaca Sagrada, aviones que despegaron subrepticiamente de La Carlota, o se piraron en sus modernos yates, rumbo a  Cuba (¿adónde más?). Por supuesto que también hubo plomazones en Fuerte Tiuna, bazucazos en Maracay, convoyes de tanques avanzando por la Regional del Centro y operaciones envolventes contra “los colectivos chavistas asesinos” que dejaron en pañales a las OLP, con o sin H intercalada.

 

En el frenesí pseudonoticioso se reciclaron rumores que ya tienen cuatro y más años rodando en las redes sociales: que si los 500 coroneles, que si los ciento y pico de generales, que si los soldados que metieron presos a los oficiales…

 

Al día siguiente, los comunicadores improvisados habrían de comprobar que todo aquello no había sido más que una gran fantasía colectiva, algo como La guerra de los mundos, de Orson Wells, en tiempos 2.0.

 

Como ya está dicho arriba, todo esto sería una buena razón para reír, de  no ser porque queda en evidencia que buena parte de estas comidillas salen de laboratorios especializados en guerra de cuarta generación, con objetivos muy bien establecidos y que apuntan hacia una confrontación fratricida que haga viables los grandes planes imperiales de intervención y saqueo.

 

Sería gracioso si no fuera porque estas oleadas autopropulsadas de rumores logran crispar los ánimos de un sector importante de la población, al punto de que la famosa noche de las luces antiaéreas había gente poniendo a hervir pailas de agua o calentando sartenes de aceite para arrojarlos sobre unas hordas que supuestamente estaban ya asediando las rejas de sus edificios.

 

Sería para desternillarse, si no fuera porque ya algunos disociados estaban preparándose para poner en práctica su desquite contra el vecino, contra el compañero de trabajo, incluso contra el pariente que milita en filas revolucionarias. Eso también quedó claro en los mensajes que se transmitían en esas horas febriles.

 

Ese día siguiente, los aprendices de periodistas estaban con una especie de ratón, tras una noche loca de embriaguez informativa. Uno de ellos, en medio de esa resaca, dijo una frase lapidaria: “¡Cuánto hemos progresado: antes nos manipulaba Ravell. Ahora nos manipulamos por cuenta propia!”.

 

(Clodovaldo Hernández / [email protected])