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Si traicionar es un derecho, denunciar y criticar la traición lo es por partida doble.

 

Lo digo así porque en estos días se ha apreciado un fenómeno un poco extraño: gente que da un “cambiazo” ideológico, político o algo por el estilo, y –encima– se declara indignada y ofendida por las críticas de quienes se mantienen en la postura que esas personas tenían anteriormente.

 

El ejemplo más prominente es, desde luego, el de la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, pero hay varios más por allí, no tan estridentes. La funcionaria en cuestión ha dado el giro del año en su posición política, pero la maquinaria transmediática intenta hacer ver que la inconsistencia, la inconsecuencia, la incoherencia no es de ella, sino de los militantes y simpatizantes de la Revolución Bolivariana porque “antes la querían y ahora la odian”.

 

Tal vez sea uno de esos giros insólitos de la manipulación de las masas, ahora llamada posverdad: una parte de la población es dejada a su suerte (para no abusar del verbo traicionar) por uno de sus líderes o representantes,  tras lo cual se busca la manera de descalificar a la masa que se queja por ello. Es una forma bastante astuta de darle la vuelta completa a algo. Bajo esa óptica, no es quien reniega el que debe dar explicaciones, sentir vergüenza o pedir perdón, sino los que se mantienen firmes en sus posturas. Si usted le echa en cara sus propias contradicciones al renegado, es usted quien actúa de una manera políticamente incorrecta. Es usted el cuestionado.

 

En mi opinión (y no es nada más que eso, una opinión), si cambiar de postura es un derecho inalienable de cada persona, criticar al que lo hace también lo es, en caso de que su postura se refiera a una cuestión de interés colectivo, claro está. Y las posiciones ideológicas y políticas lo son, especialmente en coyunturas críticas, como la actual de Venezuela.

 

El derecho de las personas comunes y de otros líderes a fustigar (verbalmente, faltaría más) a la figura relevante que se ha cambiado la camiseta en pleno juego es proporcional a la representatividad que la persona ha alcanzado. Si usted ha sido de izquierda radical, pero solo para sus adentros (conozco a varios así), si nunca ha persuadido a nadie más de que lo siga en sus andanzas políticas, puede cambiarse a la derecha o a la ultraderecha sin que pase nada. Es como el árbol que se desploma en lo profundo de la selva y que, según algunos filósofos, no hace ruido al caer porque no había un ser humano para oírlo, en treinta kilómetros a la redonda. Pero si usted ha sido líder, si ha arrastrado tras de su estela a otros individuos, si ha representado el sentir de una porción del pueblo, sigue teniendo su derecho particular a cambiar, pero esas personas que han sido sus seguidoras, esos que se han sentido representados por usted, tienen también derecho a recriminárselo. ¡Caramba, vaya que lo tienen!

 

Y aquí llegamos un punto importante que se refiere al caso de la fiscal. Porque la representatividad no es algo que solo tengan las personas que entran en la liza política y reciben el voto popular. También lo adquieren (tal vez con mayor mérito) quienes son designados para ejercer cargos y, a través de sus ejecutorias, se ganan la confianza de importantes sectores de la sociedad. La doctora Luisa Ortega Díaz es uno de estos casos. Ella salió del equipo de fiscales del Ministerio Público en los tiempos de Isaías Rodríguez y pronto comenzó a perfilarse como una figura destacada de la Revolución en una institución plagada de opositores, tal como quedó demostrado el 11 y 12 de abril de 2002.

 

La gente conoció a Ortega Díaz, la vio defender sin complejos un proceso político, asumiendo que toda decisión judicial proviene de un enfoque político, de una manera de estar en el mundo. Y es esa gente la que ahora reacciona contra ella, desconcertada, defraudada. Es la gente que se siente traicionada, por más que sus acciones hayan sido tomadas en nombre del comandante Chávez y de su visión de lo que debe ser la defensa de la Constitución bolivariana.

 

Esa gente tal vez hubiese podido digerir la diferencia de opinión de la fiscal general en torno a diversos asuntos del campo judicial e, incluso, de la política dura. Lo que resulta intragable para el chavismo común es que ella defienda ahora las posturas diametralmente opuestas, las de la derecha más destructiva, las del Departamento de Estado.

 

Muchas de esas personas podrían tolerar que la doctora Ortega Díaz hiciese críticas sobre puntos novedosos en la agenda nacional, como la ANC. Lo que resulta pesado de entender es que ahora opine distinto respecto a hechos repetitivos, como las olas de violencia iniciadas con premeditación y alevosía por la oposición.

 

El militante o simpatizante revolucionario podría asimilar las discrepancias de la alta funcionaria si ella se mantuviera dentro de ciertos espacios públicos bien delimitados. Pero lo que es ciertamente imposible de engullir es ver a la elegante dama interactuando con la dirigencia contrarrevolucionaria, alineada con los objetivos reales de ese sector político, que –ella lo sabe- son incompatibles con la visión de un Estado de derecho y de justicia.

 

 El chavista silvestre, usuario crítico de los medios de comunicación, podría entender que la fiscal buscara exponer sus puntos de vista por diversas vías ante el país, en medio de esta circunstancia tan controversial. Pero es realmente indignante verla recibiendo todos los honores en las páginas de la prensa canalla que la pisoteó antes a ella, y que sigue humillando a los que no han cambiado de riel. Es imposible no sentir esa sensación de arcada al verla “de paños y manteles” con los operadores de las peores campañas mediáticas, los mismos que intentaron disparar la violencia a punta de tuits, los mismos que “se gozaron” la enfermedad del comandante Hugo Chávez y el dolor que ese trance, y su terrible desenlace, causaron al pueblo.

 

(Clodovaldo Hernández / [email protected])