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Cipriano Castro fue tal vez el primer líder latinoamericano en sufrir una guerra mediática. La campaña contra él en la gran prensa mundial fue feroz. Se basó en lo peor: motivos raciales, su fenotipo, su estatura, su origen campesino. Le dijeron mono, macaco, loco.… Lo pintaron en centenares de caricaturas denigrantes. Y, para colmo, se burlaron de su enfermedad, difundiendo toda clase de versiones vergonzosas. Si algo de esto le suena conocido, no es por pura casualidad, sino porque los enemigos son los mismos y los motivos siguen vigentes.

 

Los poderes hegemónicos del planeta en ese tiempo no lo querían porque no podían manejarlo a su antojo. Era díscolo este gocho nacido en 1858 y que se vino desde Cúcuta hasta Caracas, llevándose por el medio todo lo que encontró a su paso, en una significativa emulación de la Campaña Admirable. Llegó con un hatajo de andinos cerreros y liquidó al Liberalismo Amarillo, el partido que se había extraviado en el ejercicio del poder. La decadencia se hizo patente con el último gobierno, el del merideño Ignacio Andrade, un mandatario débil e irresoluto que había ascendido mediante un descarado fraude.

 

Castro comenzó a gobernar en 1899, bajo el lema de “Nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos” y en verdad aplicó la frase: expulsó del gobierno a los principales liberales amarillos, planteó un novedoso proyecto nacional (con un gobierno central fuerte y un ejército único) y puso en vigor un estilo de gobernar irreverente y desafiante ante los poderosos locales y —muy especialmente— ante los amos del planeta.

 

El petróleo ya comenzaba a despuntar como la gran mercancía mundial y las avispadas naciones industrializadas sabían que Venezuela había sido tocada por la providencia. No es casual que una de las confrontaciones de Castro con los intereses extranjeros haya sido con la New York & Bermúdez Company, empresa estadounidense que explotaba el asfalto natural de Guanoco (estado Sucre). Los gestos de soberanía en relación a ese tema y su política de pago de la deuda, convirtieron a Castro en un peligro para los viejos y los nuevos imperios. La personalidad de “el Cabito” ayudó a sus difamadores. Era locuaz, mujeriego y parrandero. Durante la etapa conocida como la Aclamación, se organizaron homenajes para él en todo el país y allí aprovechó para darse unas juergas de antología.

 

En 1902, las naciones con las cuales Venezuela tenía las mayores deudas llegaron a cobrar por las malas. La diplomacia de las cañoneras, la llamaron entonces (hoy a eso mismo lo llaman “torcer el brazo”) y consistió en bloquear y bombardear puertos. Castro se lo tomó a su manera: se negó a ceder y convocó al país entero a rechazar el brutal procedimiento de cobranza. Pronunció el gran discurso de su vida (“la planta insolente del extranjero ha hollado el suelo sagrado de la patria”) y hasta sus adversarios más enconados se sumaron a la defensa de la nación (¡eran otros tiempos!).

 

Luego de ganar ese round, arreció la enfermedad. Se resolvió que fuera a Europa a ser tratado. Venció a la dolencia y terminó viviendo hasta 1924, pero jamás pudo volver al país. Traicionado por su compadre, Juan Vicente Gómez, el viaje de salud se convirtió en un cruel destierro de por vida. Los europeos y estadounidenses aprovecharon para desquitarse, mientras Gómez se encargó de mantenerlo vigilado. Murió en Puerto Rico y por eso su cuerpo estuvo sepultado en el cementerio de Santurce hasta 1975, cuando fue trasladado a su natal Capacho Viejo. En 2003, otro presidente de entresiglos, otro mono, otro loco, otro nacionalista lo llevó al Panteón Nacional, el lugar donde siempre debió estar por ser, como dice el historiador Luis Enrique García, profesor de la Universidad Bolivariana de Venezuela, “un patriota de pura cepa”.

 

(Por Clodovaldo Hernández / Ciudad Ccs)