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Podrían parecer un cardumen de salmones a punto de desovar, esos que dan saltos aguas arriba contra una corriente avasallante. Son ellos, los que se quedan en Venezuela.

 

La crisis, tan omnipresente como el calor o las guacamayas en Caracas, también ha infundido un credo que reza algo así como «vete pronto, cuanto antes y ni se te ocurra hacer negocios». Pero, quién sabe si por pena o fortuna, no todos repiten la letanía y han decidido hacer caso omiso a las advertencias para invertir en el país: ¿qué los motiva?, ¿quiénes son?, ¿por qué lo hacen?

 

El alma del juguete

Periodista, escritora, cocinera y muñequera. Es María Lucrecia Rengifo, a quien todos llaman «Malú», la que decidió convertir en vocación su pasión por las telas y los juguetes con un proyecto llamado «Monstruoschicos».

 

Malú trabaja desde Caracas, pero sus muñecos ya han cruzado más fronteras que ella: Dinamarca, Argentina, México y EE.UU. son solo algunos de los destinos de esos seres de tela y relleno que bien pueden encarnar a Simón Bolívar, a Michael Jackson, al Pequeño Príncipe de Antoine de Saint-Exupéry o al joven manos de tijera de Tim Burton. 

 

Su idea, que comenzó dañando telas con la máquina de coser que se trajo a Caracas cuando empezó la universidad, es ahora un modo de sustento, aunque reconoce que por estos días «no es fácil» mantener la producción. En Venezuela los presupuestos pueden cambiar el mismo día: el precio que ves en la mañana aumenta por la tarde; los inventarios tampoco son constantes; y la capacidad de ahorro para los emprendedores se diluye en la galopante inflación que, según estimaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), puede cerrar en 13.000% este año.

 

«Por eso es tan difícil para mí fijar precios accesibles para mis clientes, que yo pueda sostener en el tiempo sin aumentar para llevarle el ritmo a la subida constante de insumos y materiales». Conseguir un local fue un problema que resolvió rápido, ya lo tiene: «Ahora falta acondicionarlo y eso es muy caro, inaccesible».

 

Pero si alguien piensa que con la situación económica en Venezuela nadie compra juguetes, se equivoca. Malú, de hecho, rebate la tesis de que esos objetos no sean artículos prioritarios: «Lo lúdico es de primera necesidad. Es más: jugar es instintivo, es algo más que una necesidad porque si no jugamos, no aprendemos, por ejemplo. Es más probable que un niño se interese en aprender sobre Bolívar jugando con un «monstruochico» que obligándole a memorizar lo que en la escuela le dicen del Libertador, entonces es muy lógico que aun en las circunstancias más adversas la gente siga invirtiendo en cosas que quizá no alimenten el cuerpo, pero sí alimentan el alma».

 

Lector de biblioteca

Es probable que Roger Michelena quisiera ser librero antes de tener conciencia de ello. En 1978 empezó a trabajar en la Biblioteca Nacional de Venezuela y desde entonces no se separó de la página: «¡He paseado por todas las áreas! He sido bibliotecario, he sido vendedor de puerta en puerta, he tenido puestos en la calle de venta de libros, he comprado y leído, he hecho cursos internacionales como librero, he sido asesor de editoriales nacionales e internacionales, he estado al frente de dos o tres librerías importantes, he importado para bibliotecas universitarias». Y, quizá después de sembrar el árbol y tener un hijo, lo que le faltaba era escribir un libro.

 

«Pero como soy absolutamente ágrafo, pues preferí editar», confiesa. Así nació su sello Ficción Breve (FB Libros) hace unos nueve años, una empresa editorial que también ha capoteado la crisis para sobrevivir. El año pasado, por ejemplo, tenía el proyecto de imprimir diez publicaciones por su cuenta, pero solo logró hacer dos, «que fue lo que dio la cantidad de dinero recibido por los otros libros». La escasez de papel, el constante incremento de los insumos y el aumento de los tiempos de rotación de una obra juegan en contra.

 

«Si antes decíamos que en un año se podía vender una edición de 1.000 ejemplares, ahora no. Puede pasar un año o año y medio, y 200 ejemplares todavía no salen, y eso tiene que ver también con que hay muchas librerías cerradas y algunas no pagan a tiempo, entonces el retorno de la inversión es muy difícil o no resiste la inflación».

 

Por eso decidió reformular su negocio y enfocarlo hacia las ediciones digitales que se comercializan en Amazon, aunque mantenga abierta la posibilidad de publicar en papel por demanda en Venezuela: «Es un trabajo duro, es un trabajo muchísimo más complicado porque la edición es diferente, el diseño es diferente y la manera de calar en el marcado también es distinta».

 

Los contactos con otros libreros y autores también han sido fundamentales para llevar las ediciones fuera del país, especialmente en Colombia, Chile, México y Argentina. La crisis, argumenta Michelena, ha servido no solo para reinventar el negocio, sino «para publicar con más selección de calidad».

 

El librero, quien no está de acuerdo con la política del Gobierno del presidente Nicolás Maduro, lamenta que la mayoría de sus clientes estén actualmente fuera de Venezuela porque que en el mercado nacional siempre ha habido lectores. Él, con nostalgia, recuerda «que las primeras traducciones de Emile Ciorán, de Clarice Lispector, de Gaston Bachelard eran de Monte Ávila y de la Biblioteca Ayacucho, las dos venezolanas. En cualquier lugar del mundo se quitaban el sombrero ante esas ediciones y yo creo que se ha desmantelado ese prestigio».

 

Caracas al ojo

En el medio de la calle, montado en la isla de concreto que separa dos lengüetas de asfalto, se ve la silueta nocturna de la ciudad tragada por el punto de fuga. La foto retrata una de las avenidas más peligrosas de la ciudad y es de Marcelo Volpe.

 

Este diseñador gráfico venezolano, cuyo trabajo aparece ya en publicaciones nacionales, también hace fotografía documental en su ciudad: Caracas. Ofertas para irse no le faltan, pero los motivos para quedarse tampoco y no se cansa de retratarlos aunque el miedo, en ocasiones, le dicte otra cosa: «Aquí nunca sabes lo que puedes encontrarte, pero hay que arriesgarse, atreverse y esperar una foto que comunique, que lo diga todo. Lo más difícil es lidiar con la inseguridad, con la duda de si es conveniente o no sacar la cámara, porque ya me he llevado unos cuantos sustos. Además muchas personas, por la misma crisis, andan por la calle molestos, predispuestos o a la defensiva». Pero la apuesta, dice, es casi siempre a favor: «Aún nos caracteriza la alegría».

 

Volpe, quien siempre ha trabajado por su cuenta, complementa su labor de diseñador con la fotografía porque «siempre hay un público allí esperando toparse con algo bello y compartirlo» y en Venezuela tiene «la libertad de hacer las cosas a pesar de los problemas».

 

«Este país es muy fotografiable, hay mucha diversidad y por eso me gusta documentar de una manera positiva, con crítica y contenido social; ver lo ‘raro’ para algunos, lo poco visible, la otra cara de la moneda, la que ríe, el que llora, los que chambean, el venezolano, nosotros mismos, los de a pie». Si tuviera que hacer una lista de lecciones aprendidas en la crisis, él empezaría por la autogestión, el trabajo en equipo y la reinvención de su propio oficio.

 

Considera que la situación de Venezuela si bien complica las cosas, también ha abierto puertas en el ámbito cultural: «Hay quienes han decidido quedarse porque sienten que pueden aportar desde su saber y les ha ido bien».

 

Irse o quedarse

Aunque la escasez de medicinas y alimentos en Venezuela han vuelto más rentables los negocios en esas áreas, estos emprendedores han decidido crear para suplir otras necesidades en el país como la lúdica, la intelectual y la estética.

 

Malú admite que se queda por lo obvio, por permanecer en el lugar que siente suyo, al que pertenece; Marcelo por el placer de sentirse en comunidad y vivir de hacer lo que le gusta; Roger, por un apego al barro fecundo de la memoria: «Yo no me quiero ir. Es mi país, yo me formé acá y no hay nada más sabroso que recordar mi infancia bajando de Monte Piedad hasta la Biblioteca Nacional: mis primeras lecturas fueron allí, es un lugar que para mí fue mágico».

 

Ese empeño, que parece quijotesco, no es nuevo y parece incorporado al espíritu de ciertos habitantes. Ya en 1981, cuando los vientos de un colapso inminente derrumbaban las más incipientes esperanzas en Caracas, el escritor venezolano Adriano González León escribía: «Los cataclismos no afligen el corazón y la voluntad de los hombres que eligen la vida (…) Esta es nuestra ciudad. Loca, arbitraria, llena de ruidos, injusta a veces, agresiva, injuriosa, desabrida y horrenda. Pero es nuestra ciudad. Sea cual fuere la demensión de la catástrofe, no podemos abandonarla. Si nos vamos el cataclismo sería mayor (…) Moriremos en este valle de gracia, si es necesario. Pero moriremos muy cerca de tu amor… Y sin embargo, no es verdad que ello ocurra, amiga, no es verdad, porque toda la tierra tiene nombre de pájaro y viviremos entonces muy cerca de tu amor».

 

Ellos entienden al que se va, pero pertenecen —por ahora— al grupo de los tercos; los que se quedan, como esos salmones, enfrentando la corriente con tozudez. 

 

(Nazareth Balbás / RT)

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