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Su atentado más sangriento y despiadado fue la voladura de un avión con 73 personas a bordo, incluyendo entre ellas a todo el equipo olímpico de esgrima de Cuba. Pero Luis Posada Carriles cometió muchas más acciones terroristas y mató a mucha más gente en sus actividades como sicario de la Agencia Central de Inteligencia, en varios países latinoamericanos.

Contrario a lo que suele decirse, este hombre no pagó sus culpas en esta existencia terrenal. Al morir, a los 90 años en Miami, donde residía amparado por el Gobierno que tanto dice preocuparse por los derechos humanos, este individuo deja el amargo sabor de la impunidad. La única esperanza de quienes fueron sus víctimas o los deudos de estas es que ciertamente opere una instancia de castigo en otro plano de la existencia, en cuyo caso, es previsible que Posada Carriles pase allí un largo tiempo.

La periodista cubana Rosa Miriam Elizalde, escribió un perfil de Posada Carriles hace algunos años. En ese trabajo, se señala que «desde la impunidad de un exilio que le permitía planear nuevas muertes, el Comisario Basilio (uno de sus alias) describió en un libro de memorias –Los caminos del guerrero, 1994- toda una apología de la tortura, practicada con entusiasmo en los sótanos de Los Chaguaramos, en Caracas, donde estaban las celdas para los interrogatorios de la siniestra Dirección de Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip)».

En el referido libro, el agente de la CIA habla sin tapujos: “Desde mi posición, combatí sin tregua a los enemigos de la democracia venezolana…. La policía, cuya fuerza principal estaba en los delatores, detenía, allanaba e interrogaba, utilizando los métodos más duros de persuasión. Como dice el dicho: se estaba jugando al duro y sin careta… Yo los perseguí fuerte, muy fuerte; mucha, mucha gente resultó asesinada”.

Hay quienes dicen que ya era policía en tiempos de la dictadura de Fulgencio Batista, pero su historia como matón itinerante en América Latina comienza en su Cuba natal, en 1961, cuando se declara perseguido político y pide asilo en Argentina. De inmediato va a parar a Miami, como casi todo el exilio anticastrista. Forma parte del grupo que iba a participar en la invasión de Bahía de Cochinos, pero un imprevisto de última hora lo dejó fuera de ese fallido intento de derrocar al gobierno revolucionario. Como premio por su participación, quedó en el grupo de cubanos que recibieron licencia especial para formarse en el Ejército de Estados Unidos, naturalmente en la especialidad de contrainsurgencia y guerra sucia.

En 1967, la CIA lo envía a Venezuela, a trabajar en la funesta Dirección General de Policía (Digepol), que  un par de años más tarde mutaría a la Disip. 

En una semblanza publicada en los años 90 por la revista Exceso, se dice que «Posada Carriles actuaba igual como lobo solitario que en grupo, y esta doble cualidad le valió un ascenso rápido que tuvo su momento protagónico bajo el gobierno de Rafael Caldera. Experto en explosivos, podía construir una bomba con el mínimo indispensable en cuestión de minutos, aun disponiendo de los medios más insospechados: un carrete de papel higiénico, por ejemplo».

Según esa reseña biográfica, Posada Carriles logró muchos de sus objetivos gracias a las infiltraciones y las delaciones. «Nunca desestimó el aporte que podría dar un soplón de mala muerte. En cuestión de meses, una amplia red de informantes penetró los últimos reductos de la subversión en Venezuela y los sucesivos golpes propagandísticos y delictivos contra blancos civiles, como el doble secuestro de un niño llamado León Taurel, fueron desbaratados en tiempo récord por su intervención. Se supo entonces de la deletérea eficacia de Luis Posada Carriles en las filas de Bandera Roja».

La carrera del también apodado “Comisario Basilio” en la Disip se interrumpió con el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, en 1974, al parecer por conflictos de vieja data con otros cubanos «asesores» antisubversivos, como Orlando García.

 

Alejado de los calabozos y salas se tortura, el hombre se mete a empresario y establece una compañía privada de seguridad y espionaje. Paralelamente se une a otros temibles personajes del exilio cubano y comienza a participar en atentados explosivos. Esto se intensifica en 1976, cuando perpetraron seis antes del peor de todos, la voladura del avión de Cubana de Aviación, entre Trinidad y Barbados, perpetrada materialmente  por los venezolanos Hernán Ricardo y Freddy Lugo.

Detenido como autor intelectual de este crimen de lesa humanidad, estuvo preso en cárceles venezolanas, de las que se fugaba mediante inverosímiles acciones, especialmente la de 1985, que tuvo una clara complicidad gubernamental.

Desde entonces había sido un factor común en las peores acciones de la CIA y de otras entidades estadounidenses en territorio latinoamericano. Su tóxica presencia se denunció en la Nicaragua de los contras, en la terrible guerra civil guatemalteca, en las acciones de la muy virulenta ultraderecha salvadoreña y, naturalmente, en planes de atentados contra el comandante cubano, Fidel Castro. 

Fue en este trance que se le detuvo en Panamá en 2000. Ya con más de 70 años, Posada Carriles seguía planificando el magnicidio que tanto trabajo dio a la CIA desde 1959.

Se pensó entonces que la impunidad podía haber llegado a su fin, pero no fue así. Los resortes del poder imperial se movilizaron para proteger a su asesino a sueldo. La presidenta saliente panameña, Mireya Moscoso, le otorgó en 2004 un indulto poco antes de abandonar su cargo, y el  criminal voló nuevamente libre.

En 2005 protagonizó un extraño incidente en El Paso, frontera de Texas con México. Estuvo detenido, supuestamente por ser un peligro para la seguridad nacional de EE.UU. Venezuela y Cuba pidieron su extradición para juzgarlo por el caso del avión, pero las autoridades estadounidenses hicieron lo que les correspondía hacer con un esbirro tan fiel: le permitieron vivir el resto de sus días en Miami, donde tenía incluso verdaderos fans.

Un buen epitafio para su lápida sería: «Se salió con la suya: murió de viejo y sin castigo».

(LaIguana.TV)