Hay una diferencia sustancial entre una izquierda que llega al poder luego de muchos años (o de toda la vida) y una derecha que vuelve al poder después de una pasantía, casi siempre breve,  en la oposición. 

La diferencia es que la derecha puede entrar –y, efectivamente, lo hace– como río en conuco, cortando cabezas, arrasando la tierra, borrando a los adversarios del mapa y cuando lo hace recibe aplausos y vítores. La izquierda, en cambio, está obligada a ingresar a los palacios de gobierno como con pena, jurando portarse bien, casi que pidiendo perdón por haber ganado y prometiendo que va a gobernar como si fuera de derecha.

Con esto queda en evidencia que las fuerzas conservadoras (nacionales y globales), aparte del poder fáctico y del control político de las instituciones, manejan un mecanismo muy poderoso de chantaje y extorsión a través del cual consiguen atenuar o anular por completo los cambios estructurales y superestructurales que un gobierno de izquierda está llamado a llevar a cabo.

Si se estudia la historia de las llamadas olas progresistas de América Latina, y sus respectivas resacas neoliberales, este fenómeno se observa de un modo tan claro que parecen ejemplos hechos adrede para un manual de ciencias políticas.

Utilicemos el ejemplo que, de todas todas, resulta el más prominente: el del comandante Hugo Chávez. Recordemos que luego de haber encabezado una insurrección militar, de haber asumido la responsabilidad por ese acto, de haber estado en prisión y de haber esgrimido un discurso abstencionista, se decidió a buscar la ruta electoral y obtuvo el apoyo de una avalancha de pueblo.

Pues bien, desde que la derecha comenzó a verse perdida, a principios de 1998, se dedicó a sembrar el miedo y a advertir que si Chávez llegaba al poder a hacer cambios, estaría convirtiéndose en un gobernante antidemocrático. Hasta contrataron a un imitador de la voz para ponerlo decir, en plena campaña, que tan pronto arribara a Miraflores se iba a dedicar a freír adecos.

El comandante no cedió en lo fundamental, que era su promesa de la Asamblea Nacional Constituyente, pero tuvo que hacer algunas concesiones en cuanto a la influencia de los grupos de poder en su gobierno. Sin embargo, cuando esos sectores quisieron presionarlo para obtener sus típicos privilegios (los que habían tenido con los gobiernos puntofijistas) se acabó la luna de miel. Los casos del diario El Nacional y del poderoso magnate Cisneros y su televisora Venevisión son emblemáticos: luego de un breve coqueteo, terminaron siendo los cabecillas del golpe de Estado de 2002.

Cuando Chávez acentuó los cambios reales, por los que el país pobre estaba clamando históricamente y había votado, se enconaron los odios y se hizo cotidiano el discurso de que no era un gobernante democrático, sino un dictador, aunque les ganara elecciones cada dos por tres y por paliza.

El día que la derecha logró derrocar a ese presidente tan denostado, vimos en toda su intensidad la otra cara de la moneda, la de la derecha que vuelve a matar. Lea usted el decreto de Carmona, revise el lenguaje verbal y no verbal de los actores fundamentales del golpe de Estado, analice el contenido de los medios de comunicación y entenderá que su plan en ese retorno al poder, luego de apenas dos años y medio, era no dejar títere con cabeza. Aun hoy, muchos antichavistas reclaman a los golpistas por no haber fusilado a Chávez esa misma noche. Saque usted la cuenta.

A todos los otros gobernantes de la primera ola progresistas les pasó más o menos lo mismo: Evo Morales, Luiz Inácio Lula Da Silva, Néstor Kirchner, Fernando Lugo, Rafael Correa, Manuel Zelaya… todos tuvieron que llegar al poder tratando de tranquilizar a las burguesías y oligarquías locales  y mundiales, haciendo gestos de “apertura” y lanzando algunos trozos de carne a las fieras. Pese a esas actitudes, todos fueron, tarde o temprano, objetos de venganza. Cuando la derecha tuvo la más leve oportunidad, los atacó sin misericordia y trató de sacarlos de la carretera.

Los gobiernos de derecha que llegaron al poder después de ellos (por elecciones, golpes o triquiñuelas jurídicas) no tuvieron el menor empacho en tratar de desaparecer de la escena política a esos líderes, a sus herederos políticos y a sus movimientos y partidos. Que lo digan Lugo, Zelaya, Cristina Fernández, Dilma Rousseff, Lula, Correa y Evo. Que lo digan los exfuncionarios y los militantes de los partidos de izquierda en Paraguay, Honduras, Argentina, Brasil, Ecuador y Bolivia.

Sirva este largo preámbulo para poner en contexto histórico el proceso de traspaso de poder que se está dando en Colombia luego de la victoria de la llave integrada por Gustavo Petro y Francia Márquez.

En el país vecino se observa el fenómeno una vez más y también con la nitidez de un buen libro de texto. Por primera vez en más de 200 años (según los historiadores más neutrales) llega al poder un presidente no oligárquico y no vinculado al narcoparamilitarismo, y tiene que hacerlo con extrema delicadeza, como si caminara sobre celofanes y tratara de no hacer bulla.

Debe quedar claro que cuando se dice “tiene que hacerlo”, no es un giro verbal puesto por casualidad. Es así: tiene que hacerlo para evitar que el mecanismo de chantaje-extorsión pase a la fase de paroxismo incluso antes de que tome posesión del cargo.

En el plano de las políticas económicas, en su típico lenguaje tecnocrático, el statu quo habla de “dar señales al mercado” y de “tranquilizar a los inversionistas”, perfumados eufemismos que esconden una realidad: a la los ricos de Colombia y del norte hegemónico no les gustan los ministros que tengan en la cabeza ideas de igualdad o justicia social, por más moderadas y graduales que sean.

La victoria electoral ha sido un paso gigantesco, pero que se traduzca en cambios reales va a requerir una lucha sin descanso en el día a día. Lograrlo dependerá de que Petro y Márquez se manejen con habilidad, pero no cedan ante ese chantaje-extorsión de que solo es democrático quien gobierna según postulados de derecha. He allí uno de sus retos clave.

En un terreno tan importante en Colombia como es el del respeto a la vida y los derechos humanos, el nuevo gobierno se ve obligado a hacer compensaciones simbólicas insólitas. Por un lado, Petro ha anunciado el nombramiento de Álvaro Leyva Durán, un hombre conservador pero promotor y defensor de los Acuerdos de Paz; y por el otro ha debido tragarse un sapo con el que ya se ganó meritoriamente su primer mes de sueldo presidencial: reunirse y aparecer en una fotografía con el principal enemigo de la paz en Colombia, Álvaro Uribe Vélez.

Por supuesto que Petro sabe perfectamente que  son pura finta esos gestos de conciliación democrática de una fuerza tan nefasta como lo es el uribismo. Sabe que él no puede tratar a ese señor como lo que es (como el Matarife, pues), porque al fin y al cabo es líder de un sector muy importante del pueblo colombiano y encarna los intereses nada menos que de Estados Unidos y sus aliados, de poderosos grupos económicos neogranadinos, de la cúpula católica de ese país beato, de influyentes medios de comunicación y, por si todo eso no fuera más que suficiente, es capo de la narcopolítica y del paramilitarismo que cogobiernan la nación.

También sabe Petro, un político corrido en siete plazas, que el uribismo no le va a dar la más mínima tregua y va a tratar de impedir que tome medida alguna que, por favorecer a las mayorías de excluidos, pueda perjudicar a cualquiera de esos factores de poder ya mencionados. Y si tuviera alguna duda, le bastará con repasar lo ocurrido en la tan mencionada Venezuela, donde los grupos opositores de derecha, a pesar de no tener un Uribe (¡oh, qué gran fortuna la nuestra, de pana!) han intentado hasta las peores rutas para acabar con la Revolución.

El fenómeno del chantaje-extorsión es sostenido por todos los mecanismos hegemónicos: los gobiernos de derecha y las ONG que estos pagan, las organizaciones internacionales y la maquinaria mediática global. Pero también cuenta con un gran aliado: los mismos gobiernos de izquierda que para mantenerse en el poder, renuncian a sus postulados y se desdibujan. Por cierto, algunos parecen creer que al comportarse así van a lograr el perdón de la derecha, una vana ilusión que llevó mansamente al matadero a varios de los gobernantes de la primera ola progresista de América Latina.

Sucede –y esto hay que ponerlo también en el manual– que las guerras avisadas de las fuerzas retrógradas en esta región, siguen matando no solo soldados, sino también generales. Esperemos que, con esta lección aprendida con sangre y repetida varias veces, no les ocurra lo mismo a los de la segunda ola.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)