Esta semana vivimos una de nuestras típicas situaciones en las que no se sabe bien si la tormenta se avecina o la vecina se atormenta, como decían en El Chavo del 8. Sucedió que el Instituto Nacional de Capacitación y Educación Socialista (INCES) anunció unos cursos relámpago para formarse como reportero o reportera. Y ardió Troya. 

Salió mucha gente, tanto del lado opositor como del revolucionario, a cuestionar ese desparpajo académico que insulta a los que, como es el caso de los licenciados en Comunicación Social, nos calamos cinco años o más en una universidad. 

Varios colegas y amigos se me acercaron, algunos para preguntarme gentilmente mi opinión, y otros para increparme con desafíos del tipo: “¡Ajá, ¿y tú qué piensas de eso, ah, ah, ah? Dilo, atrévete!”. Bueno, acá va lo que pienso y disculpen lo extenso de esta divagación. 

Reflejo de la crisis

El hecho de que alguien en un organismo dedicado a la formación técnica crea que basta un curso de unos pocos meses para convertirse en reportero es un reflejo de la profunda crisis existencial que sacude al periodismo. Y no hablo exclusivamente del nuestro, el venezolano, sino de esta profesión a escala global. 

Esa crisis es como varios terremotos simultáneos, con diversos epicentros e intensidades y con incesantes réplicas. Por un lado, internet y las redes sociales han hecho añicos el modelo de negocios de la prensa convencional, la que se imprimía en papel o se transmitía en forma de noticiarios por la radio y la televisión. Todo quedó obsoleto, echado al metafórico basurero de la historia. ¿Y si eso le pasa al negocio, qué puede esperarse que les ocurra a los empresarios y trabajadores del ramo en un mundo signado por el capitalismo? 

La actividad comunicacional luego de esa mutación se ha convertido en la propiedad absoluta y directa de las grandes corporaciones que mueven la economía mundial: armas, energía, alimentos, medicinas, comercio en línea, para solo hablar de las industrias lícitas. No les interesa el periodismo, sino la rentabilidad voraz de sus negocios. Esas empresas manejan lo que queda de los medios convencionales y también se han adueñado de las plataformas que hegemonizan las nuevas corrientes comunicacionales. Para esas operaciones se requiere el trabajo de mucha gente, pero, seamos sinceros, no se necesita el tipo de formación que tuvimos los comunicadores sociales de la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del XXI. Lo que requieren esas corporaciones son obreros informáticos, manipuladores de algoritmos, influencers de redes sociales, youtubers, instagramers y tiktokers, oficios que no requieren de títulos universitarios en Comunicación Social, pues se trata de saberes que los jóvenes actuales traen como programación cerebral congénita, mientras algunos no tan jóvenes los han adquirido en la práctica o casi por ósmosis, según parece. 

La culpa propia

Otra razón por la cual la profesión universitaria del periodismo se ha degradado ostensiblemente es atribuible a los periodistas. Los comunicadores universitarios hemos incurrido en una continua autoagresión hacia este oficio. Hay que darse golpes de pecho, pues. 

Tanto en los grandes centros de poder mediático de Estados Unidos y Europa como en Venezuela y el resto de Latinoamérica, muchos periodistas –con las estrellas de la profesión a la cabeza– han pisoteado las normas éticas y hasta el sentido común. Mentiras flagrantes, medias verdades, tergiversaciones, manipulaciones, matrices de opinión y silencios informativos han sido el producto cotidiano de medios de comunicación otrora caracterizados por un buen nivel de prestigio y rigurosidad. Entonces, las audiencias de esos medios y la gente que no ha estudiado periodismo (que es la mayoría aplastante de la sociedad) han comenzado, con toda naturalidad a hacer la siguiente reflexión: si los expertos egresados universitarios de esta carrera cometen estas barbaridades, ¿será que hacen falta? Y se interrogan sobre qué pasaría si se les encargara este trabajo a legos en la materia comunicacional. No es descabellado pensar que cualquiera puede hacerlo al menos igual de mal. 

Tratemos de entender la situación: es como si los médicos de un pueblo empiezan a no dar pie con bola, se les mueren o agravan los pacientes y casi nadie les tiene confianza. Entonces aparecen unos tipos audaces que recetan gente sin tener ni idea de anatomía ni de bioquímica. ¿Qué es lo más serio que puede pasar? Pues, que los pacientes se sigan muriendo o agravando. Más de lo mismo, nada que ya no estuviese ocurriendo. 

Vamos a decirnos las verdades entre nosotros, primero que nada: ¿Con qué autoridad moral podemos los periodistas universitarios reclamar la exclusividad en el manejo de la información masiva, si buena parte de las eminencias del oficio se han convertido en mercaderes de la noticia o en meros propagandistas? ¿Cómo podemos sostener la idea de que para ser comunicador se requiere de una larga formación teórica y deontológica, si quienes la han tenido han actuado sin rubores al margen de la teoría y de la ética? Muy difícil. 

Manejo de la palabra

Aquí, incluso, podemos poner en la balanza el elemento básico del trabajo periodístico: el lenguaje. Y de nuevo se impone la franqueza: tomando como referencia el periodista universitario promedio, ¿puede decirse que los egresados de esta carrera hayan sido ejemplos a seguir por sus lectores, oyentes o televidentes en cuanto al buen uso del idioma? A mí –tal vez son cosas de viejo, lo admito– me parece que fue así en otra época, pero ya no, sin ofender.  

En mi experiencia en varios diarios y revistas siempre me topé con colegas que presentaban diversos niveles de discapacidad para poner sujeto, verbo y predicado en un orden más o menos comprensible. Insólitamente, algunos tenían fama de ser excelentes periodistas (y ellos o ellas estaban convencidos de que lo eran). Los jefes, editores, secretarios de redacción y correctores de estilo hasta solían hacer bromas ácidas sobre la forma cómo habían logrado esas personas obtener el título universitario, y la chanza más común era la que se refería a una caja de Ace, pues durante un tiempo las empresas de detergente en polvo trataban de acelerar sus ventas ofreciendo sorpresas dentro de los empaques. 

Entonces, lloviendo sobre mojado, si una persona sin estudios de Comunicación Social lee una sarta de atentados contra la gramática redactadas por un licenciado, ¿qué puede pensar? 

Fábricas de periodistas

Y aquí aprovecho para ir a otro punto controversial acerca de la formación de periodistas en años recientes, especialmente en los 90 y primera década de los 2000, cuando la carrera “se puso de moda” y se abrieron escuelas en varias universidades privadas, donde se fabricaron licenciados como churros, valga la expresión.  

En esos años conocí a varios colegas que eran profesores de algunas de esas escuelas, lo cual, de entrada, daba un poco de angustia, no porque fueran recién graduados (ese no es el punto), sino porque no todos contaban con la calificación necesaria para ejercer el periodismo y, por consiguiente, mucho menos para pretender enseñar a otros a hacerlo. Algunos eran buenos prospectos, pero aún en formación, con notables deficiencias. Estaban todavía necesitando aprender cuestiones básicas de la profesión (y hasta de la ortografía, en algunos casos graves), pese a lo cual emprendían la tarea de formar a otros. ¿Qué podía salir mal? 

Pero aparte de eso, estos profesores contaban que tenían secciones de ¡más de cien estudiantes!, y les daban clase a dos o tres de esos grupos. Se les preguntaba qué tipo de atención individual podían prestarle como profesores a cada estudiante si tenían 200 o 300 a su cargo. La pregunta, claro, era retórica, pues estaba más que claro que en tales condiciones es casi imposible personalizar el trabajo docente. Y está demostrado que el profesor de Comunicación Social (en particular en las cátedras de los géneros periodísticos, uno de los ejes de la carrera) tiene que ser más que nada un coach, alguien que revise detalladamente el trabajo de cada estudiante, lo corrija y ofrezca sugerencias de mejora específicas. 

En respuesta a estos centros de entrenamiento de soldados para la guerra mediática que eran las escuelas de Comunicación Social de las universidades privadas, la Revolución se propuso montar también su estructura y se crearon los programas de formación en Comunicación Social de la Universidad Bolivariana de Venezuela y la Misión Sucre.  

Durante diez años participé de este esfuerzo, persiguiendo la utopía (aún vigente) de una comunicación que tenga todos los atributos y exigencias del nivel universitario, pero sea a la vez alternativa y popular en su enfoque filosófico y político. Luego de una década abandoné las aulas por razones personales, pero, una vez superadas estas, no he sido capaz de retornar porque me doblegó una crisis existencial: temo que el periodismo que soy capaz de enseñar ya casi no existe, y, sobre todo, no es aplicable en la nueva realidad comunicacional, así que insistir en ello es como estafar a los estudiantes. Todavía no he podido superar ese bache.  

Los hipócritas habituales

Entre las reacciones de la tormenta que se avecina y las vecinas que se atormentan hubo unas cuantas típicamente hipócritas, que fueron captadas por los sentidos agudos y bien entrenados de mi politóloga favorita, Prodigio Pérez.  

Se trata de los desgarros de vestiduras de algunos periodistas y directivos de la “prensa libre” (proclamadamente independiente, pero financiada por agentes extranjeros) respecto a la oferta del INCES de formar reporteros.  

Resulta que varios de esos medios, asociados con las infaltables ONG defensoras de la libertad de expresión (también subvencionadas por gobiernos foráneos), vienen ofreciendo hace tiempo sus propios cursos para lo que se ha dado en llamar “reporteros ciudadanos”. 

No existe una diferencia verdadera entre esos reporteros ciudadanos y los que tenían en mente los planificadores del INCES cuando lanzaron su malogrado curso (que, al parecer, ya fue retirado de la oferta didáctica, dicho sea de paso). 

Prodigio dice que el objetivo verdadero de los cursos de reporteros ciudadanos de la “prensa libre” es entrenar a personas para que trabajen gratuitamente para los referidos medios, en una ocupación a mitad de camino entre el periodismo, la recolección de chismes y las operaciones de inteligencia social e infiltración de zonas populares.  

A estas personas les parece bien formar sus propios “reporteros”, pero no que el INCES los forme porque en ese caso menoscaban la condición de profesión universitaria del periodismo. ¿Contradictorio, no?  

Otro aspecto hipócrita que salió a relucir es el que destacó Luigino Bracci Roa, quien, por cierto, es egresado universitario en Informática, pero hace más periodismo que unos cuantos comunicadores juntos. En un tuit, Luigino señaló que cuando a un medio privado o público o al Departamento de Prensa de una corporación o institución llega un pasante o un periodista novato, los jefes le ordenan convertirse en hombre o mujer orquesta: grabar sonidos para radio y podcast; tomar fotos para el portal o blog; hacer videos para televisión, Youtube y TikTok; escribir notas para páginas web e hilos para Twitter; lanzar un vivo en Instagram y hasta crear un meme humorístico para las comunicaciones internas, es decir, ejecutar el trabajo que deberían estar haciendo varias personas (camarógrafos, operadores, locutores, webmaster y paremos de contar). Esto significa que el sistema de explotación intensiva que se está aplicando a los periodistas los ha conducido a usurpar el trabajo de otros profesionales, es decir, más o menos lo mismo que harían los reporteros que iba a formar el INCES. Son curiosidades del metaverso. 

El terremoto gremial

Para quienes no lo sepan o se les haya olvidado, limitar la formación de los comunicadores a la adquisición de rudimentos técnicos fue el gran sueño de los propietarios de medios durante todo el siglo XX.  

Las más acerbas ofensivas de ese artefacto ultrarreaccionario llamado Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y su sucursal local, el Bloque Venezolano de Prensa, fueron las dirigidas a destruir la colegiación de los periodistas y a permitir que cualquier profesional de otra rama o cualquier persona sin ningún estudio específico pudieran ejercer funciones en periódicos y otros medios. Esa gente hubiese estado de acuerdo si el INCE de la época se hubiese propuesto formar reporteros, porque es de presumir que serían más baratos que los universitarios y quizá más dóciles a la manipulación. 

Durante años, las generaciones de comunicadores que fundaron el Colegio Nacional de Periodistas y sus primeros herederos lucharon sin cuartel contra esa pretensión patronal de desprofesionalizar el ejercicio del periodismo.  

Luego, el territorio de los gremios periodísticos también fue asolado por varios terremotos. Tras los cambios políticos de 1999, los dirigentes del CNP (y del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa) se han dedicado a cantar a coro con los propietarios de los medios convencionales, bajo el pretexto de luchar contra los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, a los que ambos consideran dictatoriales y contrarios a la libertad de expresión. 

Esa coincidencia ha llevado a situaciones realmente absurdas, como que, hace algunos años, directivos del CNP-Caracas hayan accedido a suscribir en un acto público (y con pomposo despliegue, como si fuera un gran logro) la Declaración de Chapultepec, el documento más antigremial que haya emitido la SIP en su larga historia de luchas contra la colegiación de los periodistas universitarios.  

Algunos de los colegas participantes en tamaño desaguisado salieron la semana pasada a poner el grito en el cielo por la ocurrencia del INCES. Uno no sabe si lo suyo es ignorancia o descaro. 

Epílogo

Para cerrar esta larga incursión mía en la tormenta vecina, puntualizo que aparte de reporteros exprés formados por el INCES, por la “prensa libre” o por cualquier otro ente con propósitos edificantes o destructivos (eso siempre dependerá de quién lo juzgue), el ejercicio del periodismo por parte de los egresados universitarios enfrenta otra amenaza que, a todas luces, parece más grave y global: ChatGPT. 

Estamos hablando de una aplicación del tipo chatbot, basada en inteligencia artificial, capaz ya de escribir documentos académicos, informes y hasta cuentos, novelas y poemas, siguiendo instrucciones muy generales de cualquier usuario y en tiempo récord. 

El recurso ya ha sumido en el máximo terror a los educadores de todos los niveles porque ChatGPT puede hacerles los trabajos y tareas a los estudiantes sin que se les pueda acusar de plagio, ya que en estricto sentido, produce materiales originales, es decir, que no copia y pega, sino que investiga, “piensa” y escribe.  

Ese temor de los educadores comienza a echar raíces también en el campo del periodismo porque pronto podría hacerse realidad el sueño de tantos empresarios del ramo (y de sus contrapartes, funcionarios gubernamentales) de dirigir medios sin empleados fastidiosos, mafaldos preguntones o mujeres de reposo postnatal.  

Ya durante años habían intentado robotizar a los comunicadores para que produjeran sus notas, reportajes, entrevistas y crónicas según instrucciones precisas de los jefes y sin buscarle cinco patas al gato. Pero ahora, con esta especie de reportero virtual, podrán prescindir por completo de las mentes casi siempre cochambrosas de los periodistas. 

Como decía mi amigo el Excomunista, las cosas nunca están tan malas como para que no se puedan poner peores. O, para volver a la frase del Chavo: esta sí es la tormenta que se avecina y, a la vez, una buena razón para que toda la vecindad periodística se atormente. 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)