No ha habido mejor momento para ganarle a la Revolución que 2018, dice Henri Falcón y hay que darle a esa afirmación la dimensión que merece y el peso que tiene, plantea mi politóloga favorita, Prodigio Pérez. 

Ella aclara, de entrada (“porque hay gente a la que le gusta engancharse en idioteces”, dice) que Falcón nunca le ha parecido un señor especialmente agudo o brillante. Pero en este caso ha dado en el clavo con gran precisión.  

Veamos, cuáles eran los factores de ese año electoral presidencial que resultaban favorables para la oposición y que, vistos en perspectivas, ahora ya no están presentes en absoluto o, al menos, no con la misma intensidad. 

El voto acumulado que se dilapidó. En primer lugar, la oposición venía de una victoria electoral contundente en la más reciente consulta de rango nacional, las parlamentarias de 2015, lo cual le daba un punto de arranque muy prometedor.  

No olvidemos que los caudales electorales pueden ser como torrentes (la votación aluvional típica de un fenómeno electoral, por ejemplo); como un río que crece estacionalmente (depende del clima existente); o como un lago o una represa (cuando los partidos o movimientos han logrado acumular capital político más o menos permanente).  

La oposición de esos años, al venir del éxito de 2015, era más parecida a un lago o represa que a una corriente aluvional o estacional, dice Prodigio. Está claro que en la votación de 2015 hubo un componente torrencial, pero esos apoyos todavía podían estar latentes. Cierto es que ya la dirigencia, ensoberbecida por el triunfo, había cometido varias pifias que rebanaron esa reserva de votos cautivos, pero la memoria del triunfo seguía vigente y, de haber sido adecuadamente canalizada, habría podido repetirse, al menos en forma parcial. 

Muy por lo contrario, la dirigencia opositora lo que hizo fue abrir las compuertas de la represa y ver cómo se escapaba todo lo acumulado desde 2015 y que se mantenía allí a pesar de esos malos manejos previos.  

Hoy en día, el voto potencial de los segmentos adversos a la Revolución sigue siendo muy grande, pero se encuentra disperso desde una mirada organizacional. 

Unidad aún existente. Una diferencia sustancial del lado de 2018 en esta comparación es que para ese año la unidad alcanzada por la MUD en 2015 estaba golpeada, pero seguía existiendo. Las febriles soluciones rápidas de 2016, a cargo de un jactancioso Henry Ramos Allup, y las guarimbas de 2017 habían hecho mella en la coalición, pero esta se mantenía en pie. Es evidente que para ese conjunto de partidos y liderazgos ponerse de acuerdo alrededor de un solo nombre como candidato presidencial iba a ser mucho más difícil que pactar las múltiples candidaturas parlamentarias (sobre todo después del traumático 2017), pero tenían posibilidades de lograrlo, tal como lo hicieron en 2012, mediante unas primarias.  

De acuerdo con lo que ha sido un comportamiento cíclico de la oposición (oscilar entre la vía del voto y las salidas violentas) la opción electoral había recuperado terreno, luego de la desastrosa experiencia de cuatro meses de disturbios y muertes.  

Para el presente, con miras a 2024, la estructura unitaria ha desaparecido por completo. Incluso la coalición de facto que apoyó el interinato, el llamado G4, se ha escindido con la decisión de suspender ese experimento nefasto. Las grietas se han hecho evidentes en el proceso de escogencia del candidato presidencial desde el mismo momento de la designación de la comisión electoral interna para las primarias. 

Partidos todavía unidos. En 2018, los partidos políticos integrantes de la MUD no habían experimentado aún los traumas de división que sufrieron posteriormente y que esos grupos atribuyen a astucias del gobierno, pero que, como toda ruptura interna, ha sido principalmente responsabilidad de sus protagonistas, es decir, de los jefes de las facciones o corrientes enfrentadas en esas organizaciones. 

Hoy, esos partidos tienen incluso directivas duplicadas y están en disputa sus denominaciones, símbolos y colores. Las divergencias, en algunos casos irreconciliables, han aflorado en los procesos intrapartidistas previos a las primarias con denuncias de irregularidades y anuncio de candidaturas paralelas. 

Los sufragios que luego volaron. Para 2018 todavía no se había producido lo más grueso de la ola migratoria que ha dejado fuera de juego a una parte del electorado cautivo opositor y del sector no alineado que aportó mucho al deslave de 2015.  

A partir del retiro de las grandes fuerzas opositoras de las elecciones presidenciales se intensificó la partida de opositores que fueron testigos del triunfo electoral de Maduro y se enfrentaron a la idea de que pasar otros seis años con un gobierno bolivariano, que era como una temporada en el infierno.  

Paradójicamente, los partidos que –como la coalición Mesa de la Unidad Democrática- habían consolidado una fuerza votante significativa se sumaron a la campaña para forzar la migración de su propia base: algo como serruchar la rama en la que estás a salvo. 

En comparación con 2018, hoy ha pasado lo peor de la crisis migratoria. Los venezolanos en el exterior han vivido experiencias que, entre otras cosas, les han demostrado que ni la Venezuela del chavismo es tan mala, ni los otros países son tan buenos como se los pintaron para impulsarlos a irse. 

Desde un ángulo pragmático, va a ser muy difícil que esa gran masa de votantes pueda participar en las elecciones de 2024, entre otras razones porque el interinato tuvo efectos devastadores en las relaciones bilaterales con los principales países receptores de migración venezolana.  

Máximo descontento. El decreto de Obama, las primeras medidas coercitivas unilaterales y la violencia foquista de 2017, sumadas a la guerra económica ya en marcha, habían generado un clima insoportable para grandes masas del país. Naturalmente, ese ambiente afectaba la popularidad del gobierno, al margen de quiénes hubiesen sido sus principales promotores.  

En cualquier país y bajo cualquier sistema político, el malestar de las masas se expresa, de un modo u otro, contra el gobierno. Si la oposición hubiese hecho el trabajo político adecuado, habría tenido muchas probabilidades de ganar. 

De cara a las elecciones del año próximo, el gobierno enfrenta de nuevo una situación de descontento, pero que no puede equipararse ni de lejos con la que se vivía en 2018 y mucho menos con el terrorífico cuadro sufrido entre 2019 y 2021, merced a las medidas coercitivas unilaterales, el bloqueo y los desmanes del interinato

Por lo demás, el gobierno apuesta a que a partir del segundo semestre de 2023 se acelere la recuperación económica y sus frutos puedan ser mejor distribuidos, para así apagar los focos de protesta que afloraron en 2022 y en lo que va de 2023. 

Gobierno a la defensiva. Para 2018, la administración de Nicolás Maduro, con el sabotaje permanente de la Asamblea Nacional controlada ampliamente por la oposición había pasado todo su período contra la cuerdas, se había visto forzado a utilizar el recurso de la Constituyente y se encontraba muy desgastado por casi cinco años de guerra económica interna y por los efectos de las primeras medidas coercitivas unilaterales. 

Hoy, el gobierno cuenta con el respaldo institucional de la Asamblea Nacional renovada en las elecciones del 2020. No ha dejado de estar en apuros, pero nada que pueda compararse con el drama de un Parlamento radicalmente en contra. 

Crisis de la industria petrolera. La principal fuente de recursos del país estaba, para 2018, en uno de sus peores momentos, con un marcado declive en la producción, debido a factores internos (corrupción, ineficiencia, burocratismo, fuga de talentos) y al comportamiento del mercado internacional, situación que se iría agravando luego con las medidas coercitivas unilaterales enfocadas en este sector productivo y con el bloqueo a partir de la era Trump. 

En la actualidad, el Ejecutivo Nacional ha logrado salir del punto de máximo deterioro de la industria y emprender una sostenida recuperación, que se expresa, por ejemplo, en una mejora en el suministro de combustibles al mercado interno. Espera el gobierno que con licencias como la otorgada a Chevron y otras medidas que han de tomarse, la reactivación sea sustancial y permita un buen final de 2023 y una proyección venturosa para 2024. 

Cuadro internacional. Desde el punto de vista geopolítico, la situación en 2018 era muy favorable para la oposición: en la Casa Blanca se había instalado el republicano Donald Trump, asesorado en lo que respecta a Venezuela por una pandilla de genocidas en serie de la calaña de Elliott Abrams y John Bolton y por lo peor de Miami (Ted Cruz, Marco Rubio y otros por el estilo); en Colombia, el pisapasito Santos estaba por dar paso al impresentable Iván Duque, emblema del retorno pleno del uribismo al poder Ejecutivo; en Brasil había cristalizado la maniobra contra Lula por lo que ya se preveía que el traidor Michel Temer entregaría el poder a un gobierno abiertamente de ultraderecha; en Argentina, Paraguay, Chile, Perú y Ecuador había presidentes de derecha, que se coaligaron en el abominable Grupo de Lima. Y, como guinda del postre, el ofídico Luis Almagro destilaba todo su veneno desde la Organización de Estados Americanos, aprovechando que Venezuela había renunciado a la membresía, pero aún no había transcurrido el plazo para la desafiliación plena. 

Esa mayoría de gobiernos reaccionarios había maniobrado contra los nuevos mecanismos de integración: la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y la Unión de Naciones de Suramérica (Unasur), hasta inutilizarlos. 

A partir de 2021, ese cuadro favorable a las derechas y ultraderechas se ha revertido: quedaron fuera del poder Donald Trump, Pedro Pablo Kuczynki (y sus sucesores en Perú, capital nominal de la alianza antivenezolana), Enrique Peña Nieto, Iván Duque, Sebastián Piñera, Mauricio Macri y Jair Bolsonaro. En Suramérica solo quedan gobiernos de derecha en Uruguay, Paraguay, Ecuador y ahora Perú, debido a un golpe de Estado parlamentario. El panorama es mucho menos hostil y ha permitido un reimpulso a la Celac y, en menor medida, a la Unasur. 

El factor interinato. La politóloga deja para el último lugar en su análisis comparativo un factor que ella misma se apresura a calificar como clave: el interinato. Para 2018, esta criatura deforme no había nacido aún, pues, surgió en enero de 2019, luego de que fracasara el pretendido boicot a las elecciones que el presidente Nicolás Maduro ganó, precisamente contra Henri Falcón y el pastor Javier Bertucci como representantes opositores. 

La autoproclamación del exdiputado Juan Guaidó como cabeza de un supuesto gobierno interino, y todo lo que esto ha implicado hasta ahora, tienen un peso que aún no se ha podido calcular por completo. 

La apelación a la violencia (intento de invasión por Cúcuta, sabotaje eléctrico, fallido “Golpe de los plátanos verdes”, Operación Gedeón); el apoyo al bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales; y, sobre todo, la voraz corrupción de los cabecillas del falso gobierno paralelo son un lastre demasiado pesado para una oposición que ahora trata de presentarse como pacífica y honesta. 

Inicialmente, las acusaciones acerca de esas conductas venían del lado del gobierno, pero desde hace ya bastante tiempo, los señalamientos son hechos dentro del mismo sector opositor y con gran estridencia mediática, fiel reflejo de las rivalidades entre líderes, camarillas y lobbies de intereses multinacionales. 

¿Y de quién es la culpa? 

Tras hacer este cotejo entre el escenario 2018 y el que se perfila para 2024, Prodigio Pérez ofrece su versión de las responsabilidades de lo que ella dibuja como un manejo catastrófico de las estrategias opositoras posteriores a 2015. 

En primer lugar, dice ella, hay que culpar a los jefes verdaderos de este sector político: los gringos. 

Pese a su fama autoatribuida de ser infalibles estrategas geopolíticos, lo cierto es que los mandamases estadounidenses de la oposición venezolana la han conducido por varios barrancos, al hacerla desechar la vía electoral y asumir la insurreccional. 

En 2018 es un hecho muy conocido (público, notorio y comunicacional, suele decirse) que la dirigencia oficial de la oposición estaba por firmar un acuerdo con el gobierno, tras meses de negociaciones en República Dominicana.  

Era el pacto que daría luz verde a los comicios presidenciales de ese año. Pero el entonces jefe de la delegación de la derecha, Julio Borges, recibió una llamada del secretario de Estado, Rex Tillerson (accionista de ExxonMobil, dato clave), quien a la sazón, se encontraba de visita en Bogotá. Es fama que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, fungió de telefonista, muñeco de ventrílocuo o lleva-y-trae (no está claro esto). El acuerdo se abortó de inmediato, cuando ya estaba listo el protocolo para su firma. 

[Prodigio nos refresca la memoria y dice que Tillerson fue destituido malamente por Trump unas semanas después, no sin antes insultarlo. Dijo: «Es más tonto que una piedra, totalmente falto de preparación y no lo suficientemente inteligente para ser secretario de Estado». Pero ese es otro tema]. 

Por supuesto que esas erráticas directivas de los estadounidenses no serían determinantes si la dirigencia opositora tuviera algunas pizcas de independencia y sentido de la soberanía. No las tienen y, además, están obligados a obedecer a Washington no tanto por amor, sino por interés, pues más que sus coaches son sus patronos. 

Y si de distribuir culpas se trata, nunca se puede dejar por fuera a la gran maquinaria mediática global y local que se ha encargado siempre de subirle el volumen a las campañas de los más radicales para boicotear y descalificar el sistema electoral venezolano y negar la validez del voto como ruta hacia el poder. 

Por supuesto, que aún falta mucho terreno para hacer una comparación más ajustada entre años electorales. Entran en la ecuación todo el trayecto hasta las primarias de octubre; el comportamiento económico; las variables geopolíticas; las órdenes que pueda dar Washington; las estrategias y tácticas del gobierno y su partido; y los imponderables que nunca pueden dejarse a un lado.  

“Amanecerá y veremos”, dice Prodigio, recordando el lema de un legendario noticiero de radio. 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)