Hay que confiar en que el presidente de la Asamblea Nacional, Jorge Rodríguez, sea como Otelo, que tardaba en recelar, pero una vez celoso, se dejaba arrebatar por su locura.

Claro, no deja de ser una cosa irónica que alguien como él tenga arrebatos de locura, puesto que es un destacado psiquiatra. Más allá de la anécdota, lo importante es que haya caído en cuenta de que la Asamblea Nacional ha venido aprobando algunas leyes que no se cumplen ni tan siquiera en las propias instalaciones del Poder Legislativo. Calcule usted qué queda para el resto del país.

Entonces, el que haya hecho una fuerte autocrítica es una buena señal, sobre todo si significa que va a tomar medidas al respecto.

Para quien no sepa la anécdota, resulta que el doctor Rodríguez está convaleciendo de una lesión en una pierna que lo ha obligado a andar temporalmente en silla de ruedas. De esa manera acudió a su trabajo en la sede del Palacio Federal Legislativo. Salió de su despacho, ubicado en el ala noroeste, al lado izquierdo (para quien mira hacia el Waraira Repano) del icónico Salón Elíptico y, con el inestimable apoyo de sus asistentes y escoltas, logró llegar al hemiciclo de la Cámara de Diputados, no sin antes sortear una serie de obstáculos que una persona sin ayudantes no hubiese podido superar.

Tampoco le fue muy bien, según parece, en el edificio José María Vargas, popularmente llamado Pajaritos (porque se ubica en la esquina que lleva ese simpático nombre), la sede administrativa del Parlamento.

Así que tan pronto logró completar la hazaña, se dio a sí mismo la palabra y soltó verdades al por mayor: “Si las diputadas y diputados que hace más de un mes aprobamos la Ley de Trabajadores y Trabajadoras con algún tipo de discapacidad, no somos capaces de ocuparnos de que el edificio en el que trabajamos cumpla con la ley que nosotros mismos aprobamos, yo me pregunto qué estará pasando con las otras leyes”, expresó.

“El diablo está en los detalles –continuó-. Tengo la sensación, quizá errada, de que aquí, y esto es una autocrítica porque yo soy el principal responsable, levantamos la mano, se sanciona y ya, no sabemos cuál fue el alcance de esa ley, si realmente tuvo impacto o no en la sociedad venezolana, no sabemos cuántas personas están en este momento siendo beneficiadas, amparadas, protegidas por un determinado instrumento legal que nosotros hicimos”.

Amalgamando dos lugares comunes muy empleados en la jerga política venezolana, podemos afirmar que el diputado Rodríguez comprobó que “el peso de la ley” -con el tantas veces se amenaza- resulta ser bastante ligero, cuando no inexistente en la práctica; y constató que con frecuencia “la ley es letra muerta”.

Eso que le ocurrió al destacado dirigente revolucionario, pese a derivar de una circunstancia desafortunada, ha sido algo venturoso. Uno no le desea a nadie que se vea obligado a usar una silla de ruedas o que sufra cualquier dificultad similar, pero, ¡caramba!, qué positivo sería que los funcionarios de alta jerarquía tuvieran que experimentar, aunque sea muy de vez en cuando, las calamidades que deben sufrir las personas comunes.

Y no hace falta que se tuerzan un tobillo ni nada parecido. Bastaría con que, voluntariamente, se sometieran a las condiciones, circunstancias y limitaciones que viven a diario los trabajadores de bajos salarios, los usuarios del transporte público, los pacientes de los hospitales, los estudiantes y docentes de las escuelas públicas, los ciudadanos matraqueados repetidamente en las carreteras… y paremos de contar porque ya está más que clara la idea.

La epifanía rodante de Rodríguez abre la puerta para un debate que mucha gente ha planteado desde hace tiempo: el referido al hecho de que los privilegios que adquieren los funcionarios de niveles altos y medios los hace separarse sutil o drásticamente de la realidad cotidiana de la gente de la calle.

Algunos rasgos de ese debate se han vuelto ya clichés, clamores repetitivos que no por eso dejan de tener base. Por ejemplo, el de los medios de locomoción de muchos camaradas empoderados (en el sentido burocrático de la palabra). Aquí ocurre lo contario de la silla de ruedas: tan pronto empiezan a desplazarse en una 4×4 full equipo, les cambia favorablemente la percepción de la vida (lógico, ¿a quién no?), y lo peor es que parecen creer que esa situación suya es igual a la de todas y todos. En lugar de entender lo dura que es la calle, adquieren la falsa conciencia de que todo está tan bien como se ve desde la cabina de una camioneta nueva.

Si los funcionarios se encontraran de pronto obligados a andar en autobusete y metro o a manejar (y pagar las reparaciones de) sus carros particulares; a preparar su comida de madrugada para calentarla al mediodía en microondas; a llevar a sus hijos a los centros asistenciales públicos… ¿tendrían una visión más real del país? Tal vez. O quizá habría una masiva deserción en la alta administración del Estado.

Es de suponer que si se aprobara esto (obligar a la élite a vivir como la base, aunque sea por períodos breves) habría también mucha demagogia, mucha pose para redes sociales. “¡Mírenme a mí, que soy viceministro, montado en el estribo de un Encava destartalado, pasando por Carapita!”. Pero, incluso esa desviación sería un avance para lograr que alguna gente baje de la estratósfera.

[Esas inmersiones de los privilegiados en la realidad de la mayoría deberían practicarlas también, por cierto, otras personas que no son del gobierno ni de alguno de los otros poderes constitucionales, sino que pertenecen al ámbito privado y que también viven en sus burbujas de bienestar, ignorando lo que les pasa a sus vecinos, compañeros de trabajo, empleados, estudiantes, pacientes, etcétera. La falta de empatía es un mal de la sociedad en su conjunto, sobre todo en los estamentos medios. Pero ese es, definitivamente, un tema aparte].

Ahora bien, sabemos por experiencia (pasaba con el comandante Chávez, pasa con el presidente Maduro) que cuando un alto jefe hace un reclamo enérgico sobre cuestiones de gestión, los subalternos se ponen de inmediato a solucionar el problema. Lamentablemente, esas respuestas suelen ser más efectistas y efímeras, que efectivas y permanentes. Entonces, es de suponer que el Poder Legislativo Nacional pasará a ser un lugar amigable para las personas con discapacidad, luego del llamado de Jorge Rodríguez. Esto es digno de aplauso, pero, claro, no suficiente, porque las leyes sobre la materia son para todo el país, no solo para el Palacio Legislativo y el edificio administrativo del Parlamento.

Y, tal como lo planteó el presidente de la AN, la anomalía de las leyes que no se cumplen no está circunscrita al tema de las personas con discapacidad. Abarca montones de asuntos en los que se han aprobado legislaciones maravillosas, de avanzada, que nos ponen a la vanguardia mundial en diversos aspectos, pero que no se aplican ni siquiera en los centros de poder.

Se entiende que la función del Parlamento es aprobar las leyes y que luego corresponde a diversos organismos y autoridades hacerlas cumplir. Pero se supone que los diputados que forman el cuerpo legislativo son también líderes populares. Como tal fueron electos en su oportunidad. De modo que deben velar porque la letra de la ley no esté muerta, que tenga en verdad ese peso del que tanto se habla.

Colofón de otras verdades

Parece que la experiencia de discapacidad transitoria también impulsó a Rodríguez a decir otras verdades, esta vez acerca del proceso del diálogo y las culpas de la dirigencia opositora.

“Con toda responsabilidad digo que Venezuela no va a firmar ningún acuerdo, con ese sector de la oposición venezolana hasta que esté 100 % libre de sanciones, hasta que no se levanten las 765 medidas coercitivas unilaterales”, aseguró.

“Estamos de acuerdo con ellos (los opositores) en realizar elecciones libres, pero libres de sanciones, que son un insulto a la vida republicana de este pueblo indómito”, agregó en un acto realizado en el aniversario del decreto del afroblanqueado Barack Obama que tildó a Venezuela como amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional de Estados Unidos.

Según el diputado, los acuerdos que pudieran establecerse en aras del proceso electoral no van a significar impunidad para quienes han cometido graves delitos y que ahora aparecen como aspirantes presidenciales.

“Esos lacayos que pidieron sanciones, bloqueos a las costas, invasión a Venezuela por Colombia, que hicieron un contrato para asesinar al presidente y firmaron el estatuto de transición que pretendió derogar la Constitución de la República Bolivariana tienen que pagar ante la justicia de Venezuela por los crímenes que cometieron. Los diálogos no son para perdonar”

¿Significará esto que se avanzará en los procesos judiciales contra los implicados en esos delitos y en los fabulosos actos de corrupción que se ejecutaron al amparo del interinato? ¿O solo será evidencia de que el psiquiatra presidente de la AN, se da permiso de vez en cuando para dejarse arrebatar por su locura?

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)