Varios grandes cantantes de salsa y otros ritmos tropicales  han dejado instrucciones para que que cuando murieran nadie se pusiera triste, sino que montasen una buena rumba. Ese principio vale también para los cultores del humor: es mejor que sus pompas fúnebres sean dominadas por el ingenio y las sonrisas. 

En el caso de Roberto Hernández Montoya, no hay manera de escribir un panegírico formal y adusto. Viéndolo por donde quiera que se le vea, siempre surgirá su gracia, hecha –eso sí- de refinada inteligencia y clara conciencia política y social.

Este imprescindible del humor (dicho en términos de Bertolt Brecht), nació en Valencia en 1947 y desde muy joven destacó en el campo de la literatura, el estudio del discurso y de la filosofía. Podía disertar con gran profundidad sobre estos complicados asuntos, pero prefería comunicarse con lectores y usuarios de medios masivos utilizando el agudo cincel de la ironía. De ese modo, puso a muchos profanos a hablar del paradigma sintagmático de la yuxtaposición derivativa o acerca la paradoja del cretense, a la que él rebautizó como “del cretino”.

Fue parte, como estudiante, de las luchas de la Renovación, que derivaron en la intervención de la Universidad Central de Venezuela en 1969, a cargo de uno de sus ilustres egresados, Rafael Caldera. Cuando se restableció la normalidad, egresó como licenciado en Letras. Luego se especializó en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de París.

Fue parte de una camada de escritores, poetas, humoristas y críticos literarios que crecieron al amparo de «un periódico que hubo aquí, llamado El Nacional», como él mismo solía referirse al diario de Miguel Otero Silva, que luego degeneró en el pasquín de Miguel Henrique Otero.

De las chispeantes y reflexivas páginas de opinión de El Nacional, Hernández Montoya fue expulsado junto a otras grandes firmas, como Luis Britto García, Earle Herrera y su tocayo, Roberto Malaver. En el antiguo periódico de izquierda ya no querían a nadie que no fuera de derecha o, mejor todavía, de ultraderecha.

La Revolución Bolivariana hizo su trabajo de parte aguas en el campo de la intelectualidad progresista: de un lado quedaron los de la «izquierda caviar” (otra nomenclatura usada a menudo por el ilustre carabobeño), que querían un gobierno revolucionario, pero sin demasiado olor a gente pobre; y del otro se mantuvieron los que pensaron que había llegado la hora de aplicar todas esas teorías discutidas en las aulas, o en las tenidas interminables de mesa de cafetín o de barra de bar. Hernández Montoya fue uno de los consecuentes y como tal ocupó varios cargos en la naciente estructura del Ministerio de la Cultura, incluyendo su larga gestión como presidente del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg), que continuaba ejerciendo hasta la hora de su partida.

Pero, más que su contribución burocrática, fue un soldado en la guerra mediática, en una división tan exigente como es la artillería humorística. Lo hizo desde las páginas de varios diarios y desde la radio y la televisión.

Junto a Malaver estableció hitos en la comunicación para reír y pensar con el programa Como ustedes pueden ver que –ironías de la vida de los irónicos- casi nadie mencionaba por ese nombre, sino como «Los Robertos». El programa radial dejó de transmitirse hace ya algunos años. El de televisión quedó suspendido cuando comenzó el confinamiento por la pandemia, en 2020. Hace unos pocos meses, sus dos anclas intentaron relanzarse en streaming, pero solo produjeron un par de programas.

Tanto en radio como en TV, ponía en práctica uno de los aspectos más difíciles dentro del, de por sí, complejo campo del humorismo: la improvisación. Para hacerlo, se valía de su sólida formación académica y, a la vez, de su observación simple de la vida.

En 2003,  fue parte de una iniciativa bibliográfica destinada a conmemorar un año del golpe de Estado de abril de 2002. La obra colectiva se llamó Contragolpe del humor. Una experiencia similar cristalizó en 2012, cuando se publicó Humor con humor se paga, una voz de aliento para el comandante Hugo Chávez, que libraba su postrera batalla electoral mientras luchaba contra su grave enfermedad.

En cuanto a obras individuales, dejó como herencia los libros La enseñanza de la literatura y otras historias, El libro del mal humor, La ciencia ha muerto: ¡Vivan las humanidades! y Todo lo contrario.

Hernández Montoya fue un pionero en el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación. Cuando todavía no eran de uso masivo, él destacaba en modo “nerd”, con las computadoras y los teléfonos celulares. Como tal estuvo en las primeras iniciativas venezolanas en la materia, como la revista Venezuela Análitica y su espacio especializado la BitBlioteca.

En sus redes sociales, porque no podía ser de otra manera, también mantenía un enfoque humorístico. En 2019, comentando los acontecimientos políticos de ese año, escribió: “Me metí en un restaurant carísimo, comí mucho y como no podía pagar la cuenta, me autoproclamé dueño del negocio”.

¿Cómo nos las arreglaremos de ahora en adelante sin Roberto Hernández Montoya?, se preguntan muchos de sus amigos y fanáticos. Y rematan la pregunta con otra de las frases de su repertorio: “… Es por una duda que tengo”.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)