domingo, 6 / 10 / 2024

¿La riqueza de un país es de todos o es de las corporaciones?: Un debate vigente (+Clodovaldo)

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Las fuerzas hegemónicas del capitalismo neoliberal están logrando uno de sus objetivos más añorados: convencer a las gigantescas masas empobrecidas de que las riquezas de este mundo (y, específicamente, las de cada una de sus naciones) son o deben ser propiedad de las empresas exitosas y no un bien colectivo de todos los seres humanos actuales y de las generaciones futuras, como les habían hecho creer los cabeza caliente de todas las épocas previas y los actuales.

En cada país (especialmente en los del sur global) ese convencimiento conduce a facilitar la entrega de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo a cambio de etéreas promesas de una prosperidad general que no va a llegar a corto plazo (así lo advierten los mismos promotores de los “ajustes”) y tampoco en el mediano término, vale decir, a cambio de nada. Gran negocio.

Al imponer esa idea, todo es pan comido: la gente acepta que esas empresas (arquetipos de la eficiencia y el desarrollo, según la misma narrativa) exploten intensivamente todos los recursos que puedan, incluyendo a las mismas personas, que también son parte del paquete. Y, entonces, los doblemente esquilmados hasta les dan las gracias por eso. Es el sueño húmedo de la doctrina neoliberal hecho realidad.

Son claros los síntomas de que esa creencia está siendo impuesta. El más claro de ellos es el comportamiento de los electores, pues los candidatos y partidos de ultraderecha ganan las consultas a pesar de que ya no esconden sus planes abiertamente antipopulares. Anteriormente, esas ideas sólo florecían entre las élites y ciertas clases medias muy alienadas. Al resto se las imponían forzosamente.

Entonces, es prudente volver a una discusión que bien debería ser innecesaria, partiendo de la pregunta siguiente: ¿De quién es la riqueza natural de un país, sea esta petróleo, gas, agua, metales preciosos y otros minerales, tierras muy fértiles y, sobre todo, gente que trabaja? ¿Es del pueblo del país en cuestión o es de quien pueda comprarla aprovechando una liquidación total como la que encabeza hoy por hoy el nuevo presidente de Argentina?

En tiempos muy remotos, la propiedad era comunitaria, todo era de todos, un principio que aún conservan algunos pueblos originarios que no han sido contagiados con los sucesivos virus históricos del esclavismo, el feudalismo, el mercantilismo, el capitalismo a secas y el capitalismo neoliberal.

Desde que los sujetos individuales comenzaron a apropiarse de parte de la riqueza surgieron modelos económicos basados en la desigualdad. Dicen estudiosos muy serios (y lo repiten fanáticos de toda laya) que a partir de allí fue que el mundo “progresó” y es por eso que tenemos hoy rascacielos, automóviles, aviones, cohetes, computadoras, celulares y una mayor expectativa de vida (bueno, para unos pocos, pero esos son los que cuentan la historia).

[El “progreso” también ha traído consigo destrucción del planeta, guerras, genocidios, enfermedades inducidas y otras plagas. Pero ese es un tema aparte].

Volvamos al punto que queremos enfocar: primero fueron los líderes tribales, los sumos sacerdotes, los supuestos ungidos por los dioses (o por un dios único) quienes proclamaron su derecho a tener una tajada más grande de toda la riqueza colectiva, incluyendo el trabajo ajeno. Así, el mundo vivió los tiempos de la esclavitud y luego los de la servidumbre y el feudalismo. Grandes imperios nacieron y crecieron gracias al trabajo esclavizado o muy precariamente retribuido. Los emperadores, reyes, nobles y señores feudales la pasaron buenísimo en este mundo hecho a su medida. Los esclavos, los siervos de la gleba, los vasallos y otros individuos despojados de bienes y derechos, no tanto. Los esclavizados, que nadie lo dude, vivieron un infierno terrenal.

Luego, surgió una clase social nueva, la burguesía, que basó su derecho a disponer de la riqueza colectiva, sin importar el linaje, en el hecho de poseer los medios de producción. Por supuesto que muchos de los anteriores señores feudales, emperadores y reyes se las arreglaron para transformarse en burgueses industriales, comerciales y bancarios, pero también entraron en escena otros, realmente nuevos, al calor de la inventiva, el espíritu empresarial y la supervivencia del más desalmado. Y, bajo este modelo, otros grandes imperios nacieron y han crecido, gracias al trabajo asalariado de las clases obrera y campesina, que en los primeros tiempos era casi esclavizado, pero que se fue “humanizando” paulatinamente.

Por cierto, necesario es remarcar que esa “humanización” no se logró gracias a concesiones graciosas o preocupaciones sociales de los capitalistas, sino a años y años de rebeliones laborales, quema de fábricas, huelgas y otras luchas sindicales, cuyo emblema universal son los mártires de Chicago, en las entrañas del monstruo, que dieron la vida (literalmente, sin metáfora) por la jornada de ocho horas de trabajo diario.

Lo cierto es que, visto en retrospectiva, esclavos, siervos, vasallos y obreros asalariados han tenido un factor común: fueron y son la mayoría de la sociedad y han estado oprimidos por las élites que se erigieron como propietarias de la riqueza colectiva.

Esa dominación ha sido un proceso violento porque durante la mayor parte de este recorrido histórico, esas élites han pretendido siempre pagar lo menos posible por la mano de obra y cobrar lo máximo posible a los consumidores, que vienen siendo los mismos trabajadores. Tal es la esencia de todos los modelos económicos que hemos tenido históricamente, con excepción de los socialistas y comunistas, que únicamente han estado en vigor pleno por algunas décadas a partir de 1917, tras la Revolución rusa, y que salieron derrotados en la Guerra Fría o apenas sobreviven como tercas excepciones en medio de un mundo hipercapitalista.

El experimento argentino

¿A qué viene una disertación así a estas alturas? ¿Es fruto de algún exceso (o carencia) en la ingesta de comidas y bebidas de fin de año? No. Es una manera de terciar en un debate que avanza —muy fragmentado y manipulado, como es típico de estos tiempos—  en el ámbito global y ha tenido una nueva vuelta tuerca en la Argentina de los últimos días.

El punto central es que, mediante su dominio absoluto de los aparatos ideológicos (religión, educación, medios de comunicación, industria cultural, publicidad, mercadeo, redes), el capitalismo dominante en el mundo entero ha logrado hacer calar en las masas dominadas la idea de que todos los recursos del planeta son o deben ser propiedad privada y que la culpa de que las economías marchen mal es de quienes pretenden lo contrario, es decir, de los infames comunistas, socialistas y de cualquier factor que plantee alguna forma de redistribución de la riqueza nacional entre los habitantes de cada país.

La expresión cumbre de esta alienación exponencial es que las masas de trabajadores están aceptando como legítimo un retorno a las etapas más oscuras de la Revolución Industrial, con jornadas de 12, 14 y 18 horas de trabajo (¡pobres mártires de Chicago, su sacrificio empieza a ser inútil!) y sin seguridad social. El retroceso también es hacia el vasallaje y la servidumbre del campesinado, que luce ya definitivamente resignado a no tener derecho a la propiedad de la tierra; e igualmente retrogradamos hacia la esclavitud pura y dura, incluyendo la infantil, que cunde en casi todos los países abierta o soterradamente.

Esas “maravillas” del pasado están regresando, para mayor pasmo de los analistas, con el aval del voto democrático de las mismas víctimas, lo que habla de la profundidad del lavado cerebral colectivo ejecutado.

Es el paso previo necesario para avanzar hacia el mundo ideal de los ultraneoliberales: uno donde no existan las viejas estructuras del Estado-nación porque son esas estructuras las que han mantenido vigente (aunque muy maltrecha) la idea de que cada país es propiedad de todas y todos sus habitantes, y no sólo de los actuales, sino también de las futuras generaciones.

El Estado es también un enemigo a vencer porque establece regulaciones mínimas en materia laboral, frenando así los planes de los muy modernos empresarios de volver a tener esclavos, ahora sin responsabilidades hacia ellos, gracias a la modalidad del autoempleo, que es como decir autoexplotación.

Ese es el fondo de lo que se debate en estos momentos, con tanta intensidad en Argentina, pero que es un asunto global e histórico.

Culpar a la “izquierda”, aunque no exista

La nueva —y, al parecer, exitosa— estrategia narrativa del capitalismo hegemónico incluye la meta de establecer la siguiente idea: todo lo que no sea de ultraderecha es socialista-comunista.

Es un giro astuto porque de esa manera se puede culpar al socialismo-comunismo de la ruina económica, ecológica y moral de la humanidad, muy a pesar de que la inmensa mayoría de los gobiernos del mundo en los últimos 30 años no han sido ni son socialistas ni mucho menos comunistas. Por lo contrario, muchos de ellos han sido y son antisocialistas y anticomunistas.

Hagamos una revisión rápida:

  • El socialismo soviético, que le hizo contrapeso al capitalismo occidental durante siete décadas y lo forzó a desarrollar políticas sociales para los pobres (el llamado Estado de Bienestar), desapareció en 1991.
  • El comunismo chino es, desde 1978, una experiencia cada vez más maridada con un capitalismo que, en varios aspectos, se parece al de la primera Revolución Industrial, en particular por lo referido a la precariedad de la normativa laboral.
  • Las experiencias socialistas surgidas en otros países han sido aplastadas mediante guerras o golpes de Estado coordinados desde Washington, o sometidas a bloqueos, sabotajes económicos y medidas coercitivas unilaterales.

El capitalismo es, pues, el sistema dominante en el orbe en los últimos 30 años, y lo ha sido sin polo opuesto, sin contención alguna. Esto debería significar que todo lo bueno que ha logrado el mundo en estos tres decenios puede considerarse obra del capitalismo neoliberal. Pero, claro, también todo lo malo.

La muy bien estructurada acción propagandística hace posible que gentes que viven en países donde jamás ha gobernado un comunista ni un socialista, donde nunca se ha aplicado una política pública que pueda llamarse ni siquiera redistributiva o de mínima justicia social sostengan firmemente que sus problemas económicos se deben al socialismo o al comunismo.

El ejemplo supremo de esto es Estados Unidos, un país dominado desde su fundación, hace casi 250 años, por un duopolio de partidos de derecha, doctrinariamente anticomunistas y antisocialistas, y por un Estado Profundo que es, en realidad, una corporatocracia (más contrario al comunismo-socialismo, imposible). Pero, según las encuestas, buena parte de los estadounidenses están convencidos de que los gobiernos de izquierda que han tenido, incluyendo el actual (el del “camarada Biden”), son la causa de sus males.

La campaña se ha valido también de una de las maniobras más deplorables que uno pueda imaginar: cuando un país asume la vía del socialismo se dedican sistemáticamente a destruirlo, causando todo el daño posible a su población, incluyendo su infancia y las personas enfermas. Una vez que la economía del país está arruinada, dicen: “¡Se dan cuenta, el socialismo-comunismo sólo puede repartir pobreza!”.

Entonces, se dedican a presentar al país —que ha sido arruinado deliberadamente por sus acciones (bloqueos, medidas coercitivas, sabotajes)— como un mal ejemplo, para sembrar el miedo de los electorados de otras naciones, ya no sólo respecto al socialismo o el comunismo, sino respecto a cualquier forma de distribución de la riqueza nacional.

Desde los años 60, uno de los países triturados desde afuera y usados como “mal ejemplo” ha sido Cuba. Más recientemente ha ocurrido con Venezuela, Bolivia, Nicaragua y (cuando han sido gobernados por presidentes progresistas) Ecuador, Brasil y Argentina.

Pese a que se basa en un plan criminal (arruinar un país para luego acusarlo de tener un sistema económico miserable) ha dado resultados en la mayoría de las elecciones en América Latina.

En las recientes de Argentina, el miedo a  “ser como Venezuela” fue uno de los arietes de Javier Milei para llegar al poder criminalizando a la justicia social y satanizando a quienes recibían algún beneficio del Estado, a través de subsidios o bonos.

Ahora, a menos de un mes del inicio de su gobierno, el “libertario” ya ha hecho todo lo que ha estado a su alcance para repartir todas las riquezas de Argentina, no entre los habitantes del país, sino entre las grandes corporaciones globales y las clases dominantes argentinas (las “castas” que dijo iba a combatir), mientras los pobres y las clases medias podrán escoger entre ser siervos de la gleba o simplemente esclavos. ¡Mirá vos!”, dirán por aquellos lares.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)

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