viernes, 2 / 05 / 2025
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Parte 7│ Normalizar relaciones con el empresariado: ¿Tiene moral la oposición para hablar de esto? (+Clodovaldo)

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En la penúltima entrega de esta serie sobre las promesas de la oposición de restablecer el orden institucional en el país, vamos a analizar si ese sector político tiene autoridad moral para ofrecer una “normalización” de las relaciones entre el gobierno y el empresariado. 

Previamente, hemos planteado la misma reflexión en torno a aspectos como la institucionalidad de la Asamblea Nacional, el Poder Electoral, el aparato económico y la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.

Revisaremos cómo eran las relaciones Estado-sector privado en la Cuarta República y cuál ha sido el papel de la dirigencia patronal después de 1999.

¿Cómo era la «normalidad» antes de Chávez?

Como en tantos otros aspectos de la vida nacional, los factores de la oposición intentan imponer un relato mítico acerca del statu quo anterior a la Revolución Bolivariana. En este tema específico de la relación del Estado con el sector privado, hacen ver que era bien delimitada y orientada al beneficio colectivo.

La verdad histórica es que los grupos de poder económico, buena parte de ellos enclaves del capital internacional, ejercían un poder fáctico, del cual los grandes partidos del sistema, Acción Democrática y Copei, eran fachadas políticas.

El dominio de las oligarquías se daba a través de la designación de propietarios de empresas o sus ejecutivos en cargos públicos de relevancia, sobre todo en el campo económico, tales como ministros de Hacienda (ahora Finanzas), Fomento (ahora Industria y Comercio), presidentes del Banco Central y de organismos estatales destinados al financiamiento de la actividad económica. Los empresarios también se aseguraban de tener escaños en las cámaras legislativas nacionales y cargos en los niveles de gobierno regional y municipal.

La presencia protagónica de empresarios en los poderes públicos permitió que la renta nacional fuese transferida en su casi totalidad a las compañías privadas, a través de contratos de obras públicas; créditos blandos que luego no eran cobrados; otorgamiento de tierras fértiles y tolerancia del latifundio; entrega de dólares en tiempos de control de cambios; pago de deuda externa privada como si fuera pública; auxilios financieros a bancos intervenidos (de los que se apropiaron los banqueros quebrados), actitud propatronal de los gobiernos en los conflictos de las empresas con sus trabajadores; tramas de corrupción y privatizaciones.

[Lo anterior no es una mera opinión: hay una copiosa bibliografía al respecto, fruto de las investigaciones de expertos nacionales y extranjeros con diversas inclinaciones políticas].

Ese modelo de pacto de élites, que en jerga popular se caracteriza como “conchupancia”, generó un país extremadamente desigual, con una gigantesca deuda externa, escandalosos daños al patrimonio público y frecuentes terremotos sociales y políticos. Ese tipo de relación entre clase política y burguesía fue la madre del Viernes Negro (1983), del Caracazo (1989), de la quiebra masiva  de bancos (1994) y, por supuesto, también sirvió de génesis al proceso político que se inició con la insurrección de 1992 y cristalizó con la victoria electoral de 1998.

¿Es esa la relación que debería restituirse? Queda la pregunta en el aire, luego de recordar muy someramente el pasado que ciertas narrativas ocultan o decoran.

La ruptura

El poder económico que gobernó a través de AD y Copei rechazó en forma casi unánime el ascenso del comandante Hugo Chávez, su propuesta de Asamblea Nacional Constituyente, los cambios a la Carta Magna y el enfoque de su gestión. Sólo algunos factores de la burguesía se aproximaron a él (siendo candidato) porque apostaron a que luego podrían seguir manejando los hilos detrás del trono. Cuando constataron que no iban a lograrlo, se sumaron al resto del empresariado y asumieron una postura de oposición radical.

El episodio que lleva a la ruptura clara de cualquier posibilidad de conciliación entre los empresarios y el gobierno de Chávez, fue la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario y las otras leyes nuevas y reformas de un paquete de 49, aprobadas por el presidente mediante Ley Habilitante. La mayor parte de ellas tocaban intereses de clase de la burguesía.

Recuerdo la frase de una visionaria colega en El Universal del año 2001: «Con la lucha por las tierras comienzan las verdaderas revoluciones y también las contrarrevoluciones». En efecto, dicho y hecho, porque el mismo día en que Chávez le puso el ejecútese a la Ley de Tierras, el 10 de diciembre de 2001, Fedecámaras organizó el primer paro patronal de su historia gremial.

Fue un puñetazo en la mesa, el gesto de alguien que dice “¡aquí mando yo!”. Un gobierno puntofijista habría cedido ante tan formidable presión, sobre todo porque tenía un fuerte componente mediático, nada casual, pues la mayoría de los dueños de periódicos, radioemisoras y televisoras del interior del país eran también acaudalados terratenientes. Y ni hablar de los medios de alcance nacional, casi unánimemente al servicio de los intereses de las mayores empresas nacionales y transnacionales, por lazos directos de propiedad o porque eran sus anunciantes más importantes.

Pero el gobierno de Chávez no transigió en ese punto y la pulseada nos condujo al golpe de abril, que fue innovadoramente mediático y, a la vez, tan clásicamente burgués que el dictador autojuramentado fue el presidente de la cúpula patronal, Pedro Carmona Estanga.

Aunque Chávez retornó a Miraflores perdonando a los conjurados, esa ruptura era ya irreversible. Así quedó probado ese mismo año con la presencia protagónica de Carlos Fernández (el sucesor de Carmona en la presidencia de Fedecámaras) en el paro petrolero y empresarial de diciembre.

La «normalidad» a la que se refiere la oposición cuando habla de las relaciones de un hipotético  gobierno suyo con el empresariado es el modelo que se hizo trizas con el golpe y el paro. Un modelo en el que, por las buenas o por las malas, el poder económico mandaba sobre el político.

Armisticio y revancha

La victoria de Chávez sobre la cúpula empresarial se concretó luego del referendo revocatorio de 2004, gracias al contundente pronunciamiento popular. La firma de la capitulación (más bien, un armisticio) fue el sonado pacto con el magnate Gustavo Cisneros, cabecilla mediático del golpe de 2002. A partir de allí, la relación gobierno-empresarios fue menos traumática, aunque las expropiaciones de empresas decretadas por Chávez a partir de 2007 atizaron de nuevo las ascuas del cruento choque anterior.

La sórdida revancha vino tras la muerte del líder bolivariano. A partir de 2013, la dirigencia empresarial asumió de nuevo un papel de vanguardia insurreccional, ahora contra el gobierno de Nicolás Maduro. Se desató la guerra económica.

La receta fue muy parecida a la que Estados Unidos y sus corporaciones aplicaron al Chile de Allende con el propósito de «hacer chillar» su economía: desabastecimiento, escasez inducida, especulación, despidos masivos, sabotaje a servicios públicos, un cúmulo de acciones y omisiones con la finalidad última de generar el máximo nivel posible de malestar colectivo y atribuírselo al modelo socialista.

¿Puede una élite empresarial que actuó de esta forma reclamar «la vuelta a la normalidad» en sus relaciones con el sector público? ¿Puede prometer esa «normalización» la dirigencia política que participó en esos perversos planes? No suena coherente.

La guerra total

La guerra económica interna, desatada por el empresariado tradicional, condujo a la victoria electoral de la oposición en los comicios parlamentarios de 2015, pórtico de uno de los tiempos más oscuros de nuestra prolongada crisis nacional. 

Y aquello era apenas el comienzo, porque durante el segundo lustro de la década pasada sobrevinieron las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo estadounidense, que significaron el cierre de operaciones de numerosas empresas transnacionales y nacionales. También implicaron el surgimiento de numerosos obstáculos (algunos insalvables) para empresas medianas y pequeñas. Esfuerzos de toda una vida, de varias generaciones de familias enteras se desplomaron por el efecto colateral de esta estrategia de «máxima presión para el cambio de régimen». 

Un país desolado, del que se marcharon montones de empresas, fue presentado al mundo como una evidencia del fracaso del socialismo, aun cuando, en rigor, fue el resultado de los arbitrarios e ilegales castigos de Estados Unidos y Europa.

El cálculo imperial fue que la ruina así causada sería suficiente para derrocar al gobierno constitucional. Pero ocurrió que el vacío de las grandes corporaciones nacionales y transnacionales estadounidenses y europeas fue llenado, poco a poco, por otras empresas y otros empresarios. Como no hay peor cuña que la del mismo palo, nuevos actores capitalistas ocuparon los espacios que abandonaron los tradicionales. Y así presenciamos el extraño fenómeno de viejos oligarcas llamando oligarcas a los nuevos.

De ese modo llegamos a la actual campaña electoral, en la que los partidos fachada del poder económico (que son los mismos del siglo pasado, con otros nombres y algunas caras relativamente nuevas) ofrecen al electorado un retorno a las viejas camarillas de otros tiempos, a los que pintan como prósperos y felices.

 ¿Puede una dirigencia política que clamó por las mal llamadas sanciones, que aplaudió el bloqueo y que persiguió a los empresarios que intentaron evadirlo prometer ahora que van a «normalizar» la actividad productiva privada? Una pregunta para pensar antes de votar.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)

 

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