En teoría, el ajedrez político del poder imperial —del que los líderes opositores son peones— es inteligente, ilustrado, preciso y bien intencionado en lo moral, mientras la manera de jugar de la Revolución Bolivariana habría sido bruta, ignorante, torpe y malvada. Pero, ¿es eso verdad o sólo es parte de la así llamada «narrativa hegemónica»?
Veamos. En primer lugar, dejemos fluir una duda: si eso fuera cierto, ¿no debería ya, después de un cuarto de siglo, haber triunfado la estrategia inteligente, ilustrada, precisa y orientada por nobles principios? Pareciera que sí. Por eso es una hipótesis a considerar que algo no cuadra en este asunto.
Me aventuro a lanzar dos ideas. La primera es poner en duda que la política imperial sea tan inteligente, ilustrada, precisa y —sobre todo— de respetables bases morales, como la pintan sus promotores, delegados y cipayos. La segunda, obviamente, es que la política jugada por el gobierno revolucionario de Venezuela no ha sido tampoco bruta, ignorante, torpe y malvada. [Esto, por supuesto, sin sostener la delirante idea —que también se pretende imponer, a través de una contranarrativa— de que el chavismo ha sido en todo momento infalible, brillante, asertivo y movido por los mejores valores].
Inteligentes contra brutos
En esa parte de la red digital X (Twitter) que se parece tanto a la barra de un bar a medianoche (por la cantidad de opinadores políticos con lengua de trapo) un veterano historiador dijo que el presidente Maduro había clamado por el desarrollo nacional de la inteligencia artificial, y añadió que era lógico porque así podía compensar su déficit (el de Maduro) de inteligencia natural.
Desde otro lado de la barra, alguien —no tan célebre como el académico, pero de su misma posición política— le refutó: «¿Otra vez con el cuento de que Maduro es bruto? Ya tenemos más de una década diciendo eso y él sigue en Miraflores”. El historiador (figuradamente, claro), libó de su vaso y replicó: «No digo que sea bruto, sino ignorante». Y alguien más metió su cuchara para decir: «La objeción viene a ser la misma: si es ignorante, ¿por qué le gana a los cultos-cultísimos?”
El punto parece estar en el recurrente empeño opositor de sobreestimarse y, consecuentemente, subestimar a los líderes bolivarianos.
Esta visión supremacista va asociada a algo que en la mente de muchos opositores es, quizá, de mayor envergadura: el dogma endocolonialista, la creencia profundamente arraigada de que los países que nos dominaron antes y nos han dominado hasta el presente, son mejores que nosotros en todo, incluyendo el ejercicio de la política que hacen sus élites.
Es frecuente oír o leer a dirigentes y militantes de la derecha local decir frases como que «Estados Unidos no da puntada sin dedal», alimentando el mito de que su política exterior es siempre acertada, racional y razonada, fruto de mentes brillantes y muy bien ilustradas.
La verdad histórica y actual parece ser otra: que la clase dominante de Estados Unidos, el famoso Estado Profundo, ha sido, desde su fundación, un hatajo de oligarcas (confabulados luego en corporaciones) que controla a los políticos mediante el financiamiento de sus carreras y campañas, y subsidia a los tanques de pensamiento para que creen discursos y relatos que legitimen las barbaridades que día a día comete este país, en su rol de imperio.
En esa especie de delirio de admiración por los ejecutantes del ajedrez geopolítico estadounidense, muchos de los líderes opositores locales llegan al extremo de aplaudir, por ejemplo, los actos de piratería cometidos por los gobiernos de Donald Trump (con buques petroleros y otros mercantes) y de Joe Biden (con dos aviones propiedad del Estado venezolano), una conducta gansteril que mal podría equipararse a una delicada puntada de alta costura, pues se parece mucho más a salvajes actos de apuñalamiento con chuzos en los pasillos de una oscura cárcel.
Pero, volvamos al punto de la autoimagen del opositor común y su afán de compararse positivamente con los partidarios del gobierno. Este «chip» se instaló desde el comienzo de la Revolución en las mentes adocenadas del antichavismo silvestre. La arrogante clase media (la verdadera y la aspiracional) se atrincheró en la convicción de que «somos los inteligentes, los estudiados, los capaces» o, como lo acuñó Carola Chávez en una frase: «la gente decente y pensante de este país».
A ese núcleo [cuyo ejemplo egregio fue la meritocracia de PDVSA, pero esa sería una digresión muy larga] se sumaron luego segmentos de las clases trabajadoras, incluyendo muchos —en una típica inconsecuencia histórica— que salieron de la extrema pobreza y de la precariedad educativa gracias a los planes revolucionarios.
A la vuelta de un tiempo, tenemos una parte de la población que se cree más inteligente, culta y merecedora de reconocimiento que quienes gobiernan el país en sus diversos poderes, instancias y niveles. Ese convencimiento ha sido argumento —otra paradoja— para tomar atajos que no sólo han sido inconstitucionales y violentos, sino también muy poco inteligentes.
Tristemente, tal creencia también ha sido combustible para la emigración inducida de un sector importante de la población, en especial el segmento de clase media con formación profesional o técnica. Muchos se han ido convencidos de que el país, gobernado por el chavismo, no se merecía su talento y sapiencia. Algunos lo han pagado caro, en traumáticos choques con la realidad en otras latitudes y otros contextos económicos, políticos y sociales.
Diplomacia de precisión
Los apologistas de la política exterior de eso que Rusia llama el Occidente Colectivo (Estados Unidos, la Unión Europea y sus satélites) sostienen que este bloque de poder aplica una diplomacia de mucha precisión, con objetivos claros y medidas apropiadas (de nuevo, las célebres puntadas con dedal). Sin embargo, los hechos demuestran que esa política no es ni diplomática ni mucho menos precisa. [Es antidiplomática y errática, como lo demuestran sus fracasos estrepitosos en Ucrania, en la confrontación económica con China y el rol deplorable en el genocidio palestino, pero esos son otros temas].
La mayor parte de las actuaciones de EEUU y sus socios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), durante y después de la Guerra Fría, han tenido como eje la más despiadada y ventajista acción militar o el amedrentamiento mediante la amenaza de emplear la fuerza. Destruir países, cometer o amparar genocidios, así como planificar y ejecutar golpes de Estado y magnicidios ha sido el modus operandi del poder imperial durante más de un siglo.
En etapas históricas más recientes a estos bárbaros medios de ejercer la dominación se le han sumado otras atrocidades, supuestamente más civilizadas, como los bloqueos y embargos económicos y las medidas coercitivas unilaterales, mal llamadas sanciones, mecanismos “diplomáticos” que generan los mismos resultados que las más cruentas guerras: muerte, hambre, desnutrición, abandono escolar, migración masiva, destrucción de la infraestructura pública y del aparato productivo privado.
La «gente decente y pensante» no sólo elogia estas expresiones de la «diplomacia» gringa y europea, sino que clama por ellas a diario. No parece muy inteligente ni ilustrado, pero bueno, así anda el mundo.
Ante cada una de estas acciones y amenazas, la diplomacia venezolana ha respondido con nuevas estrategias de unión regional (renunciando al colonialista panamericanismo de la OEA y sus depravados y serviles funcionarios), con solidaridad internacional, con alianzas geopolíticas audaces y con posturas firmes y bien argumentadas en los organismos intergubernamentales. ¿Ha sido esa una “bruta, ignorante y torpe” estrategia geopolítica? La historia lo dirá, pero no parece serlo porque si lo fuera –volvemos a la reflexión inicial– hace ya tiempo que la Revolución Bolivariana hubiese sucumbido ante la guerra híbrida, multidimensional, de cuarta generación o como se le quiera llamar.
¿Cuál autoridad moral?
Así llegamos al otro punto neural de este debate: ¿tiene esa pandilla de asaltantes armados hasta los dientes formada por EEUU, la UE y sus aliados y sirvientes alguna autoridad moral para cuestionar a la República Bolivariana de Venezuela y tratar de imponer una política interior desde el escenario internacional?
Dejemos que respondan los hechos. Por ejemplo, si se trata del tema electoral, es irónico —por decir lo menos— que países gobernados por anacrónicos seres de sangre azul den clases de democracia; o que el mismo EEUU, con sus elecciones presidenciales de segundo grado, mediante las cuales sólo dos partidos ha gobernado en dos siglos y medio, pretenda ser el juez de las elecciones venezolanas.
Y si hablamos de derechos humanos, tomemos la matriz de opinión más reciente, esa que dice en toda la prensa global (controlada por el poder imperial) que la dictadura venezolana mete presos y tortura a niños. Además de ser una infamia, como ha quedado demostrado, los que alzan su voz desde Estados Unidos o Europa son la expresión más acabada del cinismo. Lanzan esas acusaciones mientras su brazo armado en el Medio Oriente, el gobierno sionista de Israel, sigue masacrando a la población civil, niños y bebés incluidos, en Gaza. Lo dice el mismo país que tiene niños migrantes encerrados en jaulas, separados de sus padres y sometidos a juicios en un idioma que no conocen. Lo dicen las mismas potencias europeas que mandan a sus guardias costeras a hundir barcazas donde también vienen menores de edad, procedentes de países que esas mismas naciones han esquilmado durante siglos, donde han atizado guerras civiles o a las que han destruido directamente a través de las carniceras acciones de la OTAN.
Para decirlo con la rabia expresada por Silvio Rodríguez en Días y Flores, son el “imperio asesino de niños”, preocupándose mucho por los vándalos pagados por los comanditos de su actual representante en Venezuela. ¡Qué gran autoridad moral!
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)
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