¿Tiene alguna lógica el afán de cierta oposición en amargarle la Navidad al resto del país? Es una pregunta que uno puede hacerse mientras camina por cualquier calle, comparte con los compañeros de trabajo o visita un centro comercial.
No parece tener lógica, seguramente será una primera respuesta. En principio, se trata de un empeño opuesto a la idiosincrasia venezolana. La celebración de las fiestas navideñas y de fin de año es una de las tradiciones mejor cimentadas del país, con rasgos sincréticos porque abarca desde los católicos practicantes más beatos, hasta los agnósticos, ateos e indiferentes religiosos.
Ni siquiera en momentos muy conflictivos y trágicos, estas celebraciones han sido dejadas a un lado por una sociedad que, además, tiende a ser durante todo el año —no solamente en diciembre— alegre y expansiva.
Pero, además de ir a contramano del tradicional espíritu navideño, este año en particular, oponerse a las fiestas luce como un despropósito mayor, debido a la mejoría (relativa, pero indiscutible) que ha experimentado un segmento importante de la población y que le permite, por primera vez en varios años, pasarla bien en este tiempo de acercamiento familiar y de alto consumo de productos y servicios.
Error reiterado
Conspirar contra la Navidad es uno de los errores repetidos de la dirigencia opositora, que hizo su peor intento al respecto en 2002. Fue el mismo año del golpe de Estado que sólo duro 47 horas, llevado a cabo en abril, y que cerró con el paro-sabotaje petrolero y patronal.
Recordémoslo los que pasamos por eso y sépanlo los que no: esa operación antinavideña a gran escala fue precedida por una insidiosa campaña de odio entre venezolanos, adelantada por la entonces hegemónica maquinaria mediática privada, ariete de un empresariado en guerra abierta contra la naciente Revolución Bolivariana.
En ese tiempo se utilizó el gigantesco aparato comunicacional para sembrar la idea de que no debía celebrarse la Navidad, con el argumento de que esa sería otra forma de expresar el descontento de la mayoría con el gobierno del comandante Hugo Chávez.
El gran intelectual y humorista Roberto Hernández Montoya ilustró ese episodio diciendo que el 24 de diciembre, la dirigencia opositora llamó a “cacerolear al Niño Jesús”, una escena que parece tomada de una obra de teatro del absurdo, pero que ciertamente ocurrió, y demuestra el grado de enajenación al que fue inducida la población ese mes de diciembre.
La estrategia no fue sólo propagandística y mediática. La cúpula empresarial se confabuló plenamente con el boicot de las fiestas. Las grandes compañías agroindustriales, con Empresas Polar a la cabeza, restringieron la oferta de alimentos y bebidas de alto consumo en esta temporada. La disminución de la producción y el acaparamiento de la mercancía, generaron una escasez artificial destinada puntualmente a sabotear las celebraciones navideñas y causar desazón y rabia.
Otro rudo golpe al espíritu decembrino fue la suspensión del campeonato de béisbol profesional, una manera de abonar al clima de desasosiego, anormalidad e incertidumbre. Sólo como acotación anecdótica, un dirigente sacado de la política, el socialcristiano Ramón Guillermo Aveledo, era el presidente de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional y cumplió al pie de la letra con el plan que perseguía generar el más alto grado de malestar posible en la gente, al eliminar el entretenimiento favorito de un amplio sector del país. Concordaba a la perfección con el ambiente de obstinación provocado por las televisoras y radioemisoras que durante las 24 horas del día transmitían un solo y único mensaje: hay que arrancar al chavismo de raíz.
Hasta aquí cualquier observador objetivo podrá decir que aquellas eran acciones pacíficas de resistencia civil, pero eso no es cierto. El núcleo de la conspiración contra la Navidad fue el sabotaje a la principal industria estatal, llevado a cabo por la alta gerencia de Petróleos de Venezuela, la misma que estuvo hasta la coronilla en el golpe de abril y había sido dispensada por el magnánimo Chávez y su emblemático crucifijo.
Esos gerentes no se limitaron a retirarse de sus puestos, como lo habrían hecho si estuvieran en una auténtica huelga por reivindicaciones laborales. No. Atentaron contra la integridad de las infraestructuras, equipos y sistemas informáticos de la industria, para causar la escasez de gasolina, gasoil y gas doméstico y para interrumpir las exportaciones venezolanas, provocado un enorme bache fiscal. Y forzaron a trabajadores de menos jerarquía a sumarse a esa barrabasada, que a la postre significó el despido de más de 17 mil empleados.
El plan tuvo trazas terroristas muy definidas. Uno de los principales actos del paro petrolero fue el abandono, en medio del lago de Maracaibo del tanquero Pilín León, cargado de combustible. Los medios orquestados en la confabulación difundieron con rabiosa insistencia que el buque allí anclado representaba un altísimo riesgo de estallar y causar una gran tragedia en la capital de Zulia. Aseguraban que nadie vinculado al gobierno estaba en capacidad de movilizar ese buque, pues sólo el personal especializado participante de la huelga sabía hacerlo. Se mantuvo en vilo a la población cautiva de esas matrices de opinión hasta que una tripulación leal abordó el barco y lo llevó sin novedad a puerto seguro. Para muchos observadores, ese momento, el 21 de diciembre, marcó la derrota del paro petrolero y del sabotaje a la Navidad.
La familia venezolana, incluso las de predominio opositor, debió realizar grandes esfuerzos para hacer las hallacas, comprar los juguetes para los más pequeños, los otros regalos y los estrenos de fin de año. Pero, de una u otra forma, cada quien se las arregló, de modo que el esfuerzo por torpedear la Navidad fracasó ostensiblemente.
Para tratar de mitigar la derrota, la dirigencia opositora y mediática convocó a la gente a concentraciones en los lugares habituales de protesta con el fin de que la celebración fuese lo suficientemente anormal como para mantener la narrativa de la crisis política.
Uno de los líderes del paro, el sindicalista adeco Carlos Ortega, solía decir que ya habría tiempo, en enero de comerse las “hallacas sin Chávez”. Ese mismo lema fue reeditado en los años posteriores, siempre sin éxito.
Ilógico en 2002, ridículo en 2024
Si el intento de cancelar la Navidad hasta nuevo aviso fue ilógico en 2002, con más razón es absurdo y hasta ridículo plantearlo hoy, porque no están dadas ni las condiciones objetivas (apoyo del empresariado, control de la industria petrolera, hegemonía de los medios privados) ni tampoco se vive una estado de ánimo colectivo que pueda darle sustento a una operación de ese tipo.
La crisis generalizada que fue inducida y catalizada mediante la guerra económica, las medidas coercitivas unilaterales, el bloqueo, la desestabilización política y la violencia callejera llevó al venezolano promedio a la más dramática situación colectiva vivida por el país, sólo comparable con las tragedias experimentadas durante o inmediatamente después de la guerra de Independencia y la guerra Federal.
Si a usted, que lee este artículo, le preguntan cuál ha sido el peor período del país desde que tiene uso de razón, muy probablemente dirá que entre 2014 y 2021. Si es opositor radical tendrá la tentación de decir que ese tiempo es el presente, pero basta darse una vuelta por la ciudad y recordar un poco para convencerse de que aquellos años fueron entre ligera y contundentemente peores.
Quienes caminamos en ese entonces por una calle en la que de 20 locales comerciales había 15 o 17 cerrados, tenemos que concluir que hoy estamos mejor o, como mínimo, “menos peor”. A los que les tocó ir al trabajo en una “perrera” (un camión de estacas o de volteo habilitado como transporte de personas) tendrá que admitir que al menos hoy se ha restablecido la circulación de buses y minibuses. Las personas que hicieron colas de doce horas para comprar alimentos, papel higiénico o pañales, deben admitir que al menos ahora hay existencia de todos esos productos en demasiados locales.
Podríamos pasar largo rato enumerando situaciones que llegaron a su límite más bajo en ese segundo lustro de la década pasada, pero la idea viene siendo la misma: el poder imperial y la oposición local llevaron a tal extremo el sufrimiento, el malestar, el dolor de la población en ese lapso que la percepción comparativa con el momento presente tiene que ser forzosamente favorable, al menos para una porción significativa de la gente.
Entonces, puede decirse que la contrarrevolución perdió la oportunidad de generar el cambio de régimen cuando el país estaba en una situación insoportable, y ahora procura lograr ese objetivo sobreponiéndose a un relativo bienestar. Una tarea difícil.
Esta paradójica situación se ha puesto de relieve con especial fuerza en estos días finales de 2024 porque la oposición extremista intenta conducir a la militancia opositora toda (la radical y la moderada) e incluso al sector disidente o descontento del chavismo a protestas que cuadrarían mucho mejor con la época del máximo sufrimiento. Hoy desentonan.
La contradicción se hace más aguda porque el público-meta natural de la oposición extrema es la clase media (real y aspiracional) y ese es el estrato que mejor ha logrado retomar sus hábitos previos a la gran crisis, sobre todo los relacionados con la parte más subjetiva del bienestar, como lo es el disfrute de ciertos productos y servicios.
Es allí donde falla la lectura de ciertos analistas. Dicen que la cotidianidad bullente de los centros comerciales, los espectáculos y los lugares de recreación es una mera apariencia o un intento gubernamental de instaurar una narrativa de bonanza. Pretenden negar un hecho que es real y que plantea, principalmente, una comparación positiva con respecto al pasado individual reciente de cada persona o al pasado colectivo de familias, comunidades, organizaciones y empresas.
El país está objetivamente lejos de haberse recuperado por completo, pero una simple comparación “pelo a pelo” con los años de las grandes colas, del bachaqueo, de la escasez de gasolina, de los apagones, de las guarimbas, de las “perreras”, de la hiperinflación y todo lo demás deriva en alivio y ganas de celebrar.
De allí lo absurda que resulta la campaña de No a la Navidad, que va contra el tenaz empeño en la alegría de fin de año que nos caracteriza a casi todos en este rincón tropical. Si el pueblo se las arregló para pasar una Navidad más o menos en los peores años, ¿a quién se le ocurre boicotear las fiestas justo cuando estamos empezando a sacar la cabeza del pantano?
El papel de la burguesía
Desde el punto de vista estratégico, otra de las disonancias se produce en lo alto de la pirámide económica. Los grandes empresarios, que fueron golpistas desembozados por dos décadas (1999-2019), hoy por hoy están al margen de los planes desestabilizadores, no porque hayan aprendido a querer a la Revolución Bolivariana, sino porque conspirar no conviene a sus propios intereses, al menos los de la coyuntura. Están percibiendo jugosas ganancias y tienen expectativas de mejores tiempos, si se mantienen en una onda de cohabitación con un gobierno que es proclamadamente socialista, pero desarrolla políticas públicas de conciliación con el sector privado.
El adagio dice que “nadie se suicida en primavera”, aunque debería aclararse que la realidad es que no lo hace “casi nadie”. Y así vemos a estos factores opositores pretender que los empresarios renuncien a un final de año muy productivo para apoyarlos a ellos, que han hecho de la conspiración su gran industria. Por las tramas descubiertas en Zulia, está claro que sí hay empresarios comprometidos con los planes golpistas, pero no llegan a ser la mayoría del gremio, como lo fueron los que echaron la Navidad por la borda en 2002.
Contra la alegría
La maquinación antinavideña es la continuación de la estrategia poselectoral de la violencia y el clima enrarecido. Luego de los disturbios muy violentos del 29 y 30 de julio, la dirigencia de la oposición radical anda en una cruzada contra cualquier forma de dicha y bienestar. Lanzaron la línea de condenar incluso las fiestas familiares y las actividades recreativas y turísticas. Todo lo que implique una expresión de normalidad, paz y prosperidad debe ser combatido y sus protagonistas señalados como enchufados, alacranes y colaboracionistas.
En agosto pudimos ver a personas dedicadas a la comedia y el humorismo clamar por la comprensión del público, pues los extremistas pretendían que no realizaran ese tipo de actividades. Los cuestionamientos han caído sobre las figuras del espectáculo que tenían pautados conciertos y otras actividades durante los meses finales del año. Han logrado que los militantes comunes de la oposición se avergüencen incluso de pasar un día en la playa o de hacerle una piñata a un hijo.
Es, en resumen, una lucha contra la alegría y la felicidad, algo que no puede ser popular y mucho menos en una nación como la nuestra a la que, sea como sea, le encanta compartir los platos navideños, brindar por el año nuevo y gastar en regalos y estrenos como si no hubiera mañana.
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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