Según la maquinaria mediática global, en Venezuela se vive un fin de año muy tenso, con una grave confrontación a punto de estallar, que gira alrededor del 10 de enero de 2025, fecha establecida por la Constitución Nacional para la juramentación del presidente electo, quien debe gobernar hasta enero de 2031.
Pero, quienes llegan al país con esa expectativa de conflicto latente, se encuentran con un escenario completamente distinto: gente enfocada en celebrar la Navidad, una actividad comercial en ebullición y muy escasa beligerancia sobre asuntos políticos, sobre todo si se la compara con tiempos precedentes.
Entremezclado con ese clima navideño, el gobierno, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y sus aliados, los cuerpos de seguridad y la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) se mantienen en intensa actividad preventiva y planificando las acciones y movilizaciones que se realizarán alrededor de la fecha en la que el mandatario reelecto, Nicolás Maduro Moros, debe jurar ante la Asamblea Nacional, el parlamento unicameral dominado ampliamente por las organizaciones políticas afines al chavismo y con presencia minoritaria de factores opositores moderados, que rechazan los planes del ala radical.
Más que nada desde fuera del país, esa oposición extremista intenta crear un clima de incertidumbre y agitación. Aplauden las nuevas medidas coercitivas unilaterales dispuestas por Estados Unidos contra funcionarios venezolanos y centran sus esperanzas en el retorno al poder de Donald Trump, quien tomará posesión diez días después que Maduro.
Son las peculiaridades de un país en el que los analistas políticos patinan a menudo, ya sea por desconocer la idiosincrasia venezolana o porque más que diagnósticos de la realidad, plantean aspiraciones personales sobre un posible desenlace de los acontecimientos que están en marcha.
Un año intenso
Claro que 2024 ha sido otro año intenso en materia política en Venezuela. No podía ser de un modo distinto, pues el pasado mes de julio hubo elecciones presidenciales y, por primera vez desde 2013, la principal coalición opositora se presentó unida alrededor de una candidatura capaz de acopiar grandes masas de votantes descontentos con la Revolución Bolivariana.
Quedó demostrado en esa consulta electoral que existe un considerable segmento del electorado dispuesto a votar —literalmente hablando— “por quien sea”, “por cualquiera”, siempre y cuando pretenda desplazar al chavismo, que ya está por arribar a 26 años en el poder. La prueba no pudo ser más contundente, pues el abanderado presidencial de ese sector opositor fue Edmundo González Urrutia, un absoluto desconocido para la mayor parte del país, un anodino diplomático de carrera sin liderazgo político previo ni experiencia en cargo alguno de elección popular. Con esas características, sumadas a su avanzada edad y poco carisma, logró, sin embargo, reunir 45% de los votos, según el resultado oficial anunciado por el Consejo Nacional Electoral (CNE), ratificado luego por la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ).
Los otros candidatos presidenciales opositores que participaron (ocho en total) no alcanzaron una votación importante. La elección presidencial se polarizó como en los años iniciales, cuando se registraron las victorias de Hugo Chávez Frías (1998, 2000, 2006 y 2012), así como el primer triunfo de Nicolás Maduro (2013).
El canto de fraude
En las elecciones de julio se repitió lo ocurrido en varios procesos anteriores: la dirigencia opositora denunció haber sido víctima de un fraude y desconoció el resultado, aunque sin presentar pruebas de tan grave acusación.
Pese a esa falta de indicios, la narrativa del fraude ha contado con el respaldo del poder imperial y sus aliados, así como del aparato comunicacional hegemónico, el mismo que asegura que en este diciembre el país está al borde de una guerra civil.
La oposición, coaligada en la Plataforma de la Unidad Democrática (PUD), no presentó sus alegatos de fraude ante el CNE, como lo estipula la ley. Tampoco compareció ante la Sala Electoral del TSJ cuando esta instancia, por solicitud del presidente Maduro, se avocó a revisar el resultado de la votación. La estrategia ha sido la de siempre: apelar a la “comunidad internacional”, es decir a Estados Unidos y sus países aliados para validar el supuesto resultado que, en este caso, da ganador a González Urrutia.
Tras anunciarse el primer boletín del CNE, se produjeron protestas violentas durante los días 29 y 30 de julio. Pero, a diferencia de anteriores ocasiones (2013, 2014, 2017), esta vez la respuesta del Estado fue rápida y contundente. Más de 2 mil 300 personas fueron detenidas y sometidas a procesos judiciales por el Ministerio Público y los tribunales.
La dirigencia extremista no logró este año que los brotes de violencia tuvieran como consecuencia manifestantes fallecidos, lo que les habría dado el argumento apropiado para acusar al gobierno de delitos de lesa humanidad. Por lo contrario, las 28 personas que perdieron la vida en esos dos días eran militantes del chavismo o ciudadanos no participantes en las refriegas, y los perpetradores de los homicidios, son integrantes de las células bautizadas por la líder de esa facción, María Corina Machado, como “los comanditos”.
Los disturbios fueron sofocados velozmente y las fuerzas opositoras no tuvieron otra opción que recurrir de nuevo al expediente de denunciar que los detenidos son “presos políticos”, esta vez aderezado con un ingrediente adicional: la acusación de que el gobierno detuvo a “niñas y niños” por razones políticas. Para hacer más contundente el señalamiento, los medios globales han asegurado que los menores de edad han sido torturados y sometidos a tratos crueles. El Ejecutivo Nacional y el Ministerio Público han rechazado esas especies, asegurando que en Venezuela sólo es posible procesar judicialmente a los mayores de 14 años. También han explicado que los detenidos que tienen entre esa edad y 18 años han sido encauzados por los órganos de justicia especiales, contemplados en la Ley Orgánica de Protección a Niños, Niñas y Adolescentes y otros instrumentos jurídicos. Varios de ellos están señalados de participar en delitos graves, como el asesinato con sevicia de dirigentes comunales, intimidación, lesiones y daños a la propiedad pública y privada.
En su mayoría, los manifestantes fueron inducidos a la violencia por dirigentes políticos, a cambio de pagos en dólares. Otros se vieron arrastrados por la exaltación que produce la violencia callejera, mientras un número no especificado forma parte de bandas delictivas y células paramilitares que han actuado en complicidad con la ultraderecha en los últimos años.
Hasta los días finales de diciembre, algo más de 300 detenidos han sido liberados. Algunos quedaron en libertad plena y otros, bajo régimen de presentación periódica ante los tribunales. El presidente Maduro se ha mostrado partidario de que se revisen cuidadosamente los casos y se libere a los inocentes o participantes de infracciones de menor monta. Sin embargo, ha asegurado que no habrá amnistía general. “Lo que habrá será justicia general”, aseguró recientemente.
El liderazgo de la ultraderecha, responsable de las acciones violentas, poco se ha ocupado de estos detenidos, salvo para utilizarlos como elementos de propaganda. La defensa ha corrido por cuenta de los familiares y de organizaciones de derechos humanos ubicadas en el espectro del chavismo disidente.
El abandono de los imputados por los disturbios y crímenes del 29 y 30 de julio ha repercutido en una pérdida de fuerza en las protestas pacíficas posteriores a esos días. En las semanas finales del año, ni siquiera se ha convocado a marchas, pues las experiencias previas son decepcionantes. El más reciente llamado, el 1 de diciembre, fue a una protesta del tipo Manual de Sharp, en la que los manifestantes debían pintarse la boca, la cara y las manos con lápiz labial. Fue un fracaso absoluto.
Por otra parte, la mayor parte de la gente parece concentrada en sus actividades de fin de año, generando un frenesí navideño que no se veía en el país desde principios de la década pasada.
Ese clima de indiferencia política no es el mejor para los planes del sector extremista para el 10 de enero, que consisten en juramentar a González Urrutia de manera paralela a la toma de posesión del presidente reelecto, Nicolás Maduro. Para que esa jugada tenga real impacto los líderes extremistas necesitan que se realicen grandes manifestaciones pacíficas en todo el país y que luego deriven en nuevos brotes de violencia.
El contexto internacional
La oposición radical termina el año atizando las expectativas de sus seguidores acerca del 10 de enero. Aseguran que González Urrutia se juramentará ese día y que de esa manera concluirá el tiempo del chavismo. Lo ocurrido recientemente en Siria les ha dado alas a quienes patrocinan un asalto al poder, bajo el amparo de fuerzas foráneas.
Incluso el propio excandidato ha dicho que vendrá al país y hasta ha difundido mensajes en tono de confrontación, que se contradicen abiertamente con sus acciones luego de las elecciones.
El abanderado se refugió en la embajada de Países Bajos la misma madrugada del 29 de julio; luego solicitó protección en la de España y terminó negociando con el gobierno un salvoconducto para su salida hacia ese país europeo en un avión militar español. Ahora, sin ningún recato, ha afirmado que “con miedo no se va a la guerra”. Tal es el tono general de quienes intentan llevar de nuevo a Venezuela a un conflicto violento.
Las bravatas de este sector político han puesto en alerta a las autoridades nacionales, al PSUV y a la FANB, no porque la oposición interna tenga la capacidad para desestabilizar al país, sino porque simultáneamente se vienen adelantando movimientos militares y paramilitares externos que bien podrían estar conectados con los planes insurreccionales.
Las melosas relaciones del gobierno de Guyana con el Comando Sur de Estados Unidos y los convenios militares de Washington con Trinidad y Tobago se suman a la larga ristra de bases militares que operan desde hace muchos años en Colombia, Aruba, Curazao y Panamá. Todo ello configura un vecindario donde EEUU está armado hasta los dientes y puede actuar como una tenaza contra Venezuela.
El funcionario estadounidense encargado hasta ahora de los asuntos de Venezuela, Francisco Palmieri, ha dicho que si Maduro no entrega el poder el 10 de enero, “vendrán cosas peores” para el país. Este ha sido el aporte del autodenominado embajador de Estados Unidos (quien opera desde Bogotá porque las relaciones están rotas) al caldo de amenazas y terror que se quiere cocinar.
Hasta personajes caricaturescos, como Patricia Bullrich, ministra de Seguridad de Argentina, lanzan extravagantes declaraciones como que su país intenta evitar que la detención del gendarme Nahuel Gallo pueda convertirse en un casus belli contra Venezuela. El funcionario fue privado de libertad bajo la acusación de que pretendía infiltrarse en Venezuela para participar en acciones insurreccionales.
El gobernador del andino estado Táchira, fronterizo con Colombia, Freddy Bernal, ha alertado sobre planes de grupos paramilitares entrenados en al país vecino, que estarían prestos a participar en las acciones de enero. Numerosos voceros del gobierno nacional, encabezados por el ministro de Interior, Justicia y Paz, Diosdado Cabello, han respaldado estas denuncias.
Cabello, que también es vicepresidente del PSUV, ha dado varias ruedas de prensa para mostrar armamento y municiones decomisadas por los organismos de inteligencia en varias regiones. Con esos pertrechos estarían contando los grupos que esperan la señal para alzarse en armas en enero. Uno de los decomisos más recientes y significativos se realizó en el estado Zulia, también limítrofe con Colombia.
El ciclo de expectativa y frustración
Finaliza el 2024 y comienza el 2025 con lo que parece ser una nueva vuelta de tuerca en el perenne ciclo de la oposición venezolana, que ha vivido más de un cuarto de siglo entre las expectativas de derrotar o derrocar al gobierno chavista y la frustración de no lograrlo.
Varios personajes de la oposición partidista y mediática han advertido sobre esto, indicando que luego del 10 de enero, cuando Maduro se juramente en medio de una gran movilización de las fuerzas civiles y militares que lo respaldan, la dirigencia radical dirá que el desenlace vendrá el 20 de enero, cuando se juramente Trump y reanude su estrategia de máxima presión. Luego irán corriendo la arruga a lo largo del año, alimentando la decepción del grueso sector poblacional que está en contra del gobierno revolucionario.
Cuando levanten sus copas para el brindis de año nuevo, muchos venezolanos estarán pensando en el 10 de enero. Unos pedirán que se dé el milagro y González Urrutia sea juramentado; otros manifestarán su deseo de que Maduro renueve su mandato y todo se desenvuelva en paz. Mientras ese día llega, los centros comerciales, los restaurantes, las playas y los estadios de beisbol seguirán repletos y la gente, de uno y otro bando, festejará con las comidas tradicionales, abundante bebida y mucha música. Así ha sido Venezuela hasta en sus peores momentos… ¿Por qué no habría de serlo en estos días?
[Este trabajo fue publicado originalmente, traducido al inglés, por el portal VenezuelaAnalysis]
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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