lunes, 18 / 08 / 2025
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¿Nos hace más brutos la inteligencia artificial? (+William Castillo)

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Hace unos días, tuve el privilegio de asistir a un interesante simposio sobre el tema de moda: la llamada inteligencia artificial (IA) y —en este caso—  sus potenciales aplicaciones en la industria petrolera y el sector energético del país. La actividad se llevó a cabo en las instalaciones de la Universidad Venezolana de los Hidrocarburos, institución poco conocida, pero que de la mano de su recién designado rector, Wilmar Castro Soteldo, se perfila como un espacio abierto al pueblo venezolano y al país, en una coyuntura en la que tan necesitados estamos de talento humano para encarar los desafíos del sector energético en los próximos años.

Entre las ponencias destacó una que nada tenía ver con si la inteligencia artificial puede ayudarnos a encontrar petróleo y minerales —detectando nuevas fuentes a mayores profundidades, con mayor eficiencia y a costos menores, por ejemplo—, o si puede también ayudar a mitigar los impactos ambientales y contribuir a una transición ecológica hacia un modelo que supere el extractivismo. Temas medulares, sin duda alguna.

Me refiero a preguntas que nos hacía al auditorio el doctor Víctor Theoktisto, especialista en Ciencias de la Computación y Tecnologías de la Información, y vicerrector de la Universidad Simón Bolívar: ¿realmente piensa la IA? ¿Deberíamos denominar a lo que hacen las portentosas  máquinas “pensantes” de hoy con un concepto diferente al de “inteligencia”? ¿Ha llegado la máquina a alcanzar lo que siempre consideramos como un fenómeno intrínseca y exclusivamente humano: el pensamiento inteligente?

El debate excede los círculos académicos y científicos. El enfoque del Dr. Theoktisto conduce directamente a la filosofía, a la epistemología y a la ética, y prueba que la trascendencia de lo que está en ocurriendo atañe directamente al ser humano. ¿A qué clase de mundo nos conducen los portentosos cambios tecnológicos actuales?

Si las máquinas ya piensan (o están a punto de hacerlo) en términos humanos —como lo vaticinan entusiastas científicos, escritores y propagandistas—, ¿cuál es, entonces, el rol que le corresponde y le corresponderá al homo sapiens en el mundo.

Para algunos, no hay ninguna duda, ni siquiera consideran útil hacerse la pregunta. “La inteligencia artificial alcanzará los niveles humanos alrededor de 2029 (…) en 2045 habremos multiplicado la inteligencia humana de la máquina biológica de nuestra civilización mil millones de veces. La inteligencia no biológica creada en ese año será mil millones de veces más poderosa que toda la inteligencia humana actual”, pronostica Ray Kurzweil, destacado empleado de Google. No es difícil conseguir afirmaciones de este tipo todos los días.

Por su parte, las plataformas digitales (esos mecanismos simbólicos y tecnológicos engañosamente llamados redes sociales) viralizan y esparcen a diario una pavorosa profecía: dentro de poco, todos perderemos nuestros trabajos y seremos sustituidos por maquinas mejores que nosotros.

Algunos van más allá en su predicciones sobre el fin de la humanidad a manos de los cyborgs. El Dr. Theoktisto contaba sobre un reciente experimento en el que se le ordenó a un chatbot de IA que ideara un mecanismo para que siguiera funcionando “en caso de que fuera apagado”. En otras palabras, se le pidió que pensara cómo sobrevivir a su propia muerte, desactivación, causada por los humanos.

Tras “pensar” un rato, el chatbot llegó a una solución que sin duda puede ser calificada de  perspicaz: creó una copia de sí mismo y, de manera autónoma, la instaló en un servidor diferente del que alojaba al original, con la instrucción de que se activara en caso de que el primero dejara de funcionar. La rebelión de las máquinas (“Terminator”) —apuntaba alguien en la charla— está en camino.

El relato, que parece sacado de un cuento de Isaac Asimov, recuerda el origen mismo de internet, cuando en la era de la posguerra —en el siglo pasado— se les pidió a científicos de varias partes del mundo construir una red “inteligente”, una red que pudiera seguir funcionando, es decir, sobrevivir, en el caso de un ataque nuclear a una parte de esta. De ahí nacieron los protocolos TCP/IP, que son una suerte de etiqueta para que los “paquetes de información” escojan vías alternas para llegar a su destino, si la ruta inicial no está disponible.

Pero ¿qué significa alcanzar los niveles humanos? ¿Que las máquinas podrán sentir? ¿Que los robots podrán tener experiencias, que acumularán no solo datos sino saberes, sabiduría? ¿Que podrán, además de calcular, anticipar, deducir patrones analizando una infinita cantidad de datos —como ya lo hacen— soñar, imaginar? ¿Podrán los dispositivos digitales querer ser felices o entristecerse, compadecerse o decepcionarse de “su vida”?

¿Llegarán un día a desear, a enloquecer de amor, a querer no solo ser eficientes y resolver problemas, sino a perder el tiempo, como muchas veces queremos y hacemos los humanos? ¿Llegarán los artefactos digitales y algorítmicos a pretender ser trascendentes?

Hay quienes apuestan a que sí. La buena noticia, dice el Dr. Theoktisto, es que aún —por más alucinantes que parezcan sus logros— el cálculo programado o programable  (que no inteligencia) de las máquinas todavía no ha alcanzado ese nivel de existencia, por razones tanto genéticas como por la neurología del funcionamiento del cerebro humano. Y cabe la posibilidad de que nunca lleguen a hacerlo.

Como dice Miguel Bernasayag, un investigador en neurociencia argentino, la inteligencia artificial “no piensa”. El pensamiento humano está unido al carácter indivisible y peculiar de la vida, a la singularidad de lo vivo. Y ese es un hecho hasta ahora irrepetible en la historia humana. No hay en la IA nada parecido a los sentimientos, a la experiencia, a la consciencia. No hay huellas, ni cicatrices en las máquinas ”inteligentes”, ni sentido del bien y el mal. No pueden perdonar, ni ser empáticas, ni sentir misericordia.Y tampoco hay espiritualidad. Así que, mientras mantengamos a salvo la singularidad de la vida y su carácter caótico, errático e inasible, estaremos a salvo.

No creamos ingenuamente que las máquinas son mejores porque hacen tareas o calculan mejor que los humanos y no fallan. Esa idea falsa de eficiencia plena, de infalibilidad, es algo muy diferente y alejado de la vida. Es un mantra que la propaganda  detrás de la IA nos quiere vender. Y eso, precisamente, es lo que nos deshumaniza. Lo que nos aleja de la maravilla de la vida.

Porque para vivir plenamente no basta con ser inteligentes: hay que ser también un poco ingenuos, un poco brutos, y un poco tontos.

(Laiguana.tv / William Castillo Bollé)


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