sábado, 24 / 05 / 2025
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Una reflexión sobre los riesgos de la abominable matriz algorítmica del Tren de Aragua (+Clodovaldo)

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Se habla de los algoritmos de las redes sociales y de la inteligencia artificial aplicada a las comunicaciones masivas como si fueran fuerzas metahumanas, casi divinas, una especie de conciencia superior que nos maneja como marionetas sin voluntad. Pero cuando se analiza su comportamiento en temas específicos, es posible entender que se trata de dispositivos muy bien diseñados por sus propietarios de carne y hueso (una élite mundial de billonarios cada vez más enriquecidos), con fines muy determinados, pero alimentados —eso sí— por cientos de miles de “opiniones” que pretenden ser de cada uno de nosotros. He allí su encanto perverso.

El algoritmo es, en esencia, humano. Se trata de sesgos impuestos desde centros de poder que se hacen más fuertes en la medida en que, de manera individual, los asimilamos y potenciamos. Incluso, cuando pretendemos combatirlos, los atizamos.

Pongamos por caso el del Tren de Aragua. ¿Cómo ha sido posible que una banda delictiva dedicada a la extorsión y el secuestro en una zona muy específica del centro-norte venezolano haya pasado a ser una supuesta amenaza para la seguridad nacional de una superpotencia bélica como Estados Unidos, y una excusa para amenazar, perseguir, secuestrar, vejar y robar a cientos de miles de venezolanos? La respuesta es: en laboratorios especializados se creó una matriz, un embrión de opinión, se le hizo crecer mediante los protocolos diseñados para ello y se le alimentó (y sigue alimentando) con los puntos de vista pretendidamente propios de miles de seres humanos que están muy orgullosos de su libre albedrío.

Una parte de esas “opiniones personales” corren por cuenta de operadores conscientes de la falsedad del asunto. En ese conjunto hay elementos pagados por los creadores de la matriz o por factores de poder que se benefician con su propalación; y también hay gente que mueve esas aguas turbias por motivos políticos o por mero odio de clase.

Otra parte —la mayor, cuando la operación ha tenido éxito— lo hace porque cree o quiere creer en la mentira que se expande. Al insuflarle su propio aire, hace que crezca, como un globo inflado por miles de pulmones a la vez.

Criminalizar y estigmatizar

El Tren de Aragua fue el argumento de apertura en el propósito de criminalizar y estigmatizar políticamente a la colonia venezolana en Estados Unidos. Se ha manipulado hasta hacer ver que los migrantes venezolanos son delincuentes y chavistas, una maquinación que ha requerido pisotear la realidad en más de un sentido. Por un lado, la inmensa mayoría de los connacionales que se desplazaron a ese país no son criminales, sino trabajadores con diversos grados de calificación; por el otro, también son mayoritariamente opositores o, al menos, se fueron convencidos de que el país no tenía futuro mientras el proyecto político bolivariano siga en el poder.

Narrativas como esta no pueden estar del todo en el aire. Buscan siempre en qué afianzarse. Y uno de sus recursos es vincular a los supuestos protagonistas con ciertos referentes. En el caso del Tren de Aragua se ha apelado a la descabellada treta de equiparar a esa banda —ya desmantelada en Venezuela, por cierto— con las maras El Salvador. No es casualidad que se haya elegido a ese país centroamericano como cárcel para los venezolanos que han sido secuestrados y señalados, genéricamente y sin expediente legal alguno, como pandilleros.

Los puntos de coincidencia de los presuntos integrantes del Tren de Aragua y los salvadoreños de las maras son ridículos. Uno de ellos es tener tatuajes, algo por lo que podría ser acusado un grueso segmento de la población mundial. Si el sistema judicial estadounidense funcionara como en las películas y series, casi ninguno de nuestros connacionales habría permanecido más que unos pocos días privados de libertad. Hasta un abogado barato los hubiese podido sacar de la cárcel.  

De las redes a las mentes

El algoritmo hace crecer la narrativa, privilegiando los puntos de vista favorables a ella y ocultando, relativizando o ridiculizando los que van en contra. Incluso cuando quienes desmienten el relato central son factores de indiscutida autoridad dentro del país promotor de la matriz de opinión, se les ignora o silencia. Así ha pasado en este caso, cuando varios de los principales organismos de la llamada comunidad de inteligencia de EEUU han difundido informes según los cuales es falso que el Tren de Aragua sea una amenaza para la seguridad nacional estadounidense y más falso aún que sus presuntas células sean dirigidas en remoto por el gobierno de Venezuela.

La infamia llega a tales niveles que las autoridades de EEUU utilizan el argumento de la alegada pertenencia del Tren de Aragua para separar a niñas y niños de sus padres y madres, como ocurrió con Maikelys Antonella Espinoza Bernal. En su caso, debido a la presión ejercida, se devolvió a la niña a Venezuela, pero el padre de ella, Maiker Espinoza, sigue secuestrado en El Salvador, acusado de ser pandillero, con el “muy sólido” argumento de tener tatuajes.

Lo realmente peligroso de las narrativas potenciadas por las redes sociales y sus algoritmos aparentemente metahumanos es que, en su irrefrenable expansión viral, se convierten en verdades para gente del común, muy ajena a las retorcidas maniobras de los dueños de las corporaciones tecnológicas y sus socios políticos. Así podemos escuchar a una señora adulta mayor de Caracas, en una sala de espera médica, diciendo una barbaridad como que “tanto la mamá como la niña tienen caras de delincuentes y por eso debieron dejarlas allá (en EEUU)”. Son los efectos devastadores que la matriz desplegada por el modelo computacional tiene en la mente de las buenas personas.

Nada nuevo, pero sí peor

Tampoco puede decirse que la dictadura algorítmica sea un terrible invento del siglo XXI, una especie de Leviatán derivado del mundo digitalizado en extremo. En la etapa analógica de las comunicaciones masivas hay ejemplos a granel de operaciones psicológicas a gran escala destinadas a crear opinión pública.

Es célebre la anécdota (que ha sido también calificada como inventada) de William Randolph Hearst, magnate del periodismo estadounidense que floreció a finales del siglo XIX, cuando su enviado especial a Cuba, el ilustrador Frederic Remington, le informó que allí no se estaba desarrollando guerra alguna. El editor le habría dicho al artista: “Ponga usted las imágenes, que yo pongo la guerra”.

Y la puso, porque los diarios amarillistas de Hearst lograron que estallara el conflicto, basado en lo que ahora sería llamado una fake news, la explosión del buque Maine en la bahía de La Habana. Forzada por la competencia feroz que se desarrollaba con la venta de periódicos en las calles, hasta la prensa más “seria” de EEUU se sumó a la histeria guerrerista.

El episodio, referido al conflicto entre España y EEUU por la posesión de Cuba, marcó la pauta para todo lo que ocurriría luego, en el siglo XX. Antes de la masificación de la radio y la televisión, la prensa escrita era la que dirigía estas grandes conjuras para hacer estallar guerras y crear climas de opinión favorables a ellas.

En la Primera Guerra Mundial, la prensa estadounidense había mantenido una actitud de neutralidad, pero fue factor clave para lograr un cambio en la opinión general a favor el ingreso del país a un conflicto fundamentalmente europeo. Uno de los puntos de inflexión fue la difusión del telegrama enviado por Arthur Zimmerman, secretario alemán de Relaciones Exteriores, quien le ofrecía a México la recuperación de todos los territorios que le había arrebatado EEUU, si se aliaba con Alemania.

Algo parecido ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, luego del Ataque a Pearl Harbor, pues la prensa (ya con la radio en rol destacado) impulsó la propaganda bélica que llevó a EEUU a participar en las hostilidades a partir de 1941.

Todas las guerras, invasiones y agresiones emprendidas por EEUU y sus aliados después de aquella conflagración general, han estado signadas por los medios de comunicación convencionales, con la TV como epicentro. En Corea comenzó el reinado de la televisión, que se hizo fuerte en Vietnam, Laos y Camboya y alcanzó el paroxismo en Irak, Yugoslavia, Afganistán y, de nuevo Irak. La operación mediática de las armas de destrucción masiva que supuestamente se disponía a utilizar Sadam Hussein es el ícono de ese tiempo.

Ya en la era 2.0, las operaciones militares, paramilitares y mercenarias se han convertido en hechos virales. El supremo ejemplo es el genocidio que perpetra el sionismo en Palestina, transmitido en directo por las redes sociales y, de ese modo, normalizado y banalizado.

No se trata, pues, de nada nuevo, pero sí hay que convenir en que cada vez se pone peor. Aumenta la velocidad a la que pueden imponerse las matrices de opinión; y se optimiza la capacidad de los dueños de las grandes corporaciones del capitalismo de plataformas para filtrar la información y las opiniones, de modo que se permiten las mayores atrocidades a favor del exterminio mientras se censura cualquier postura discrepante.

Allí se encuentra el meollo de este peligroso asunto del Tren de Aragua, que se ha enarbolado contra el gentilicio venezolano prácticamente desde la nada, a partir de unos muchachos con apariencia de pobres y unos cuantos tatuajes, haciendo motopiruetas en Miami o Nueva York. Con la enorme experiencia histórica de EEUU en materia de justificaciones para sus tropelías, sumada ahora al poder comunicacional de la era digital, no se sabe hasta dónde pueda llegar esta abominable matriz de opinión. En ese nivel de riesgo estamos.

(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)


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