Mi politóloga favorita, Prodigio Pérez, dice que está de moda afirmar que Donald Trump y su pandilla le están aplicando al mundo la teoría del loco.
“Es algo que saca mucho de apuros, lo mismo si estás en un panel de expertos, en un almuerzo ejecutivo o en una conversación familiar —explica—. Si te hacen esa pregunta psiquiátrica de por qué el tipo hace lo que hace, dice lo que dice, y deshace y se desdice, tú apelas a la teoría del loco”.
En mi negligente ignorancia, entendí que eso consistía en “hacerse el loco”, es decir, poner los ojos en blanco, cambiar de tema, practicar ciertas muecas, de modo que quien haya formulado la pregunta piense que uno padece algún tipo de discapacidad intelectual (algo que, por demás, se vuelve cada vez más creíble después de cierta edad) y desista del interrogatorio.
Luego supuse que el corrector del teléfono nos había jugado una de sus travesuras y que ella había escrito “teoría del todo”, pero ese tirano (el corrector, digo) lo había cambiado por “teoría del loco”. Si ese era el caso, entonces la receta era más o menos parecida: consistía en asumir una pose de científico incomprendido y decir que Trump es un agujero negro del devenir histórico, aunque, claro, bajo tal hipótesis, sería más preciso decir que es un agujero anaranjado.
Pero no. Nada de física cuántica. Aquí se trata de pura ciencia política. Por eso es que admiro tanto a Prodigio: ella se ha estudiado a fondo esa cosa de la teoría del loco y me ha dado las claves para un intento de análisis de los dichos y hechos del sujeto en cuestión.
Para comenzar, como suele hacerlo, ella se fue hasta los orígenes filosóficos, y dijo que tal vez haya sido Maquiavelo el primero en recomendar a los gobernantes fingir demencia para aterrorizar o, al menos, confundir, tanto a los adversarios como a los aliados y cortesanos.
“Maqui”, como ella le dice (es de lo más confianzúa), en Discursos sobre la primera década de Tito Livio, afirmaba que un jefe político podía simular no estar muy bien de la azotea, como táctica tanto para lo interno como para lo externo. Si se mostraba impredecible, hostil, amenazante, sin control de sus emociones, generaba respeto por la clásica vía del miedo.
Claro que ya antes del pensador florentino, muchos reyes, emperadores, caciques y tiranuelos habían apelado al recurso de la enajenación mental ficticia para conquistar el poder, conservarlo o frenar una caída en desgracia. Algunos no necesitaron fingir, pues estaban fritos de remate, entre ellos varios emperadores romanos. Prodigio, aunque desconfía mucho de las historias muy repetidas y hechas película, menciona a Calígula, que hizo nombrar cónsul a su caballo; a Nerón, que mató a su mamá y quemó Roma; a Tiberio y Heliogábalo, que eran pervertidos sexuales; y a Domiciano, que fue empecinadamente cruel y paranoico.
En tiempos más recientes, son muchos los gobernantes que han usado el recurso de la locura teatral para hacerse temer. Muchos de ellos no necesitaron leer a Maquiavelo para lograrlo porque sus comportamientos previos y su apariencia los ayudó a vender la idea de estaban de atar y, por tanto, lo más prudente era no buscarse problemas con ellos.
Siguiendo la clase magistral de Prodigio, en este tema ocurrió lo que siempre pasa: que un gringo se apoderó de una idea viejísima y se atribuyó (o le atribuyeron) su autoría. Fue Richard Nixon, un señor que no gozaba de fama de loco, sino más bien de mentecato, no porque lo fuera, sino porque le tocó rivalizar con alguien que tenía carisma en exceso, John F. Kennedy, y, tras el primer debate presidencial televisado de EEUU, quedó marcado por una inmerecida imagen de idiota.
En todo caso, Nixon, en cierto momento de su gobierno decidió apelar a lo que, a partir de entonces, se ha llamado teoría del loco. Dijo a sus colaboradores más cercanos que la idea era dejar colar, en altos círculos militares, diplomáticos y de inteligencia versiones según las cuales él tenía problemas para contenerse, que era capaz de todo, que a veces tenían que esconderle el maletín estratégico, no fuera a ser que se pusiera fúrico y le diera por apretar los botones. Y, en el contexto de la Guerra Fría y del conflicto de Vietnam, eso significaba que estaba dispuesto, incluso, a usar armas nucleares.
Para darle credibilidad a su presunta locura, el gobierno de Nixon realizó, en 1969, la Operación Lanza Gigante, que consistió en enviar, durante varios días, 18 bombarderos B-52, supuestamente cargados con bombas atómicas, a volar por el Círculo Polar Ártico, amenazando directamente a la Unión Soviética. Las versiones discrepan sobre si, de verdad, los aviones llevaban las bombas o aquello era pura finta. Pero, sea como haya sido, el propósito fue generar un momento de alta tensión en la permanente confrontación entre superpotencias.
Sin embargo, ni los altos mandos soviéticos ni los de Vietnam mordieron el anzuelo, de modo que, según el recuento de mi politóloga, esa alegada primera aplicación de la teoría del loco no sirvió de mucho, fue una loquetera inútil. Y eso, de acuerdo a su análisis, nos deja una conclusión: las amenazas locas, si no se concretan en algún momento, terminan revirtiéndose en contra del supuesto orate.
El escaso éxito de la Operación Lanza Gigante tal vez tuvo que ver con que ya la URSS estaba curada de espanto con respecto a los sobrevuelos estadounidenses. En 1960, las fuerzas de defensa soviéticas lograron derribar un U-2, tope de gama de los aviones-espía, y capturar a su piloto, Francis Gary Powers. Esos vuelos, a cargo de la CIA, se realizaban por encima de los 21 kilómetros (70 mil pies) y tomaban fotografías mediante cámaras adelantadas a su época. El avión fue alcanzado por un misil tierra-aire S-75 Dvna.
Loco que se hace el loco
En fin, Prodigio dio esta vuelta filosófico-histórica para llegar al momento actual en el cual se da la curiosa situación de un lunático, con largo expediente en el campo de los trastornos mentales y las depravaciones morales, que se ha propuesto la meta de convencer al mundo, y a su propio país, de que él es un loco altamente peligroso.
“Parece sencillo, porque sólo tiene que ser él mismo, pero surge una insólita complicación: el mensaje de ‘yo soy el loco más loco de la historia’ se hace tan redundante, tan empalagoso, que satura y se vuelve poco creíble”, analiza la experta, demostrando su profunda sapiencia.
Esto está llevando a Trump a una espiral peligrosa: cada día tiene que ir más lejos en sus “locuras” para demostrar que es en serio, que en realidad es un chiflado peligroso, capaz de todo. Está obligado a aumentar la apuesta en el plano verbal y, cuando las expectativas creadas ya no aguantan más, debe acometer acciones, cada vez más desquiciadas.
El discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas fue una demostración de cuán insondable puede ser el agujero anaranjado. Su megalomanía y mitomanía personales se suman a la necesidad de fanfarronear y mentir del poder imperial venido a menos, como un todo. La ristra de falsedades, exageraciones y grandilocuencias fue tal que hubiera podido servir, sin cambio alguno, para el guion de una tanda de stand up comedy. Solo que no es gracioso que un pedófilo que se ufana de matar gente en alta mar y apoya el genocidio de Palestina esté hablando, muy orondo, en la tribuna de oradores de la ONU y diciendo que es el artificie del fin de siete guerras, pero que nadie se lo quiere reconocer.
Mi prominente asesora añade que, como si ese discurso no hubiese sido suficiente, Trump también se ha afanado en los últimos días en aplicar la doctrina demencial hacia dentro de su país, reuniendo a la flor y nata de las fuerzas armadas de EEUU y anunciándoles que piensa usarlos para matar gente con motivos inventados, pero ya no sólo en el exterior, como lo han hecho todos los presidentes por casi dos siglos, sino en la propia casa. Calcule usted.
¿Qué hacer?
¿Entonces, cómo debemos reaccionar ante las hipérbolicas chaladuras de Trump, respecto a Venezuela?, le pregunto a Prodigio y ella responde que frente a esa clase de personajes —un loco-que-se-hace-el-loco— no queda más sino tomarse en serio la amenaza, pues son numerosos los ejemplos de individuos dotados de extremo poder que, hasta por sadismo y pasión narcisista, han sido capaces de cualquier barbaridad. De hecho, ya Trump lo ha demostrado.
A su juicio —y yo coincido con ella— el gobierno venezolano, junto al resto del Estado y la mayoría contundente de la sociedad, han dado la respuesta apropiada: prepararse para lo peor, sin caer en el miedo que los ejecutores de la teoría del loco intentan generar.
“Es una lástima que Venezuela, y el mundo en general, deba dedicar tanto tiempo y recursos valiosos a prevenir los ataques de estos psicópatas de la geopolítica, pero así ha sido esto desde que el mundo es mundo y hoy, el desarrollo tecnológico y científico que debería ayudarnos a cambiar, nos pone peor”, remata la politóloga.
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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