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En algún lugar de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust asegura que escribir es una suerte de exploración que el escritor realiza por su propio interior, un descenso casi dantesco que se cumple un tanto inadvertidamente conforme la escritura nos sume en ese sopor que nos conduce de forma suave, casi narcótica, en nuestro mundo interior.

 

No es casualidad que los surrealistas encontraron en la escritura automática uno de sus métodos predilectos para la creación literaria, pues en buena medida la escritura está hecha de inconsciente, esa materia prima que generalmente yace ahí, semioculta, y que surge sólo en circunstancias especiales, cuando soñamos o cuando hablamos (paradójicamente) sin pensar, pero también cuando comenzamos a escribir y nos dejamos llevar en el torrente de nuestro pensamiento, nuestras asociaciones, nuestros recuerdos, incluso nuestros equívocos.

 

En “Notas sobre poesía”, José Gorostiza caracterizó así dicha exploración:

 

Desde mi puesto de observación, así en mi propia poesía como en la ajena, he creído sentir (permitidme que me apoye otra vez en el aire) que la poesía, al penetrar en la palabra, la descompone, la abre como un capullo a todos los matices de la significación. Bajo el conjuro poético la palabra se transparenta y deja entrever, más allá de sus paredes así adelgazadas, ya no lo que dice, sino lo que calla. Notamos que tiene puertas y ventanas hacia los cuatro horizontes del entendimiento y que, entre palabra y palabra, hay corredores secretos y puentes levadizos. Transitamos entonces, dentro de nosotros mismos, hacia inmundos calabozos y elevadas aéreas galerías que no conocíamos en nuestro propio castillo. La poesía ha sacado a la luz la inmensidad de los mundos que encierra nuestro mundo.

 

Escribir de esa manera, como un ejercicio de conocimiento de sí mismo, puede considerarse una forma de cura, una terapia y quizá cabría decir que una práctica de sanación. Con cierta frecuencia, los problemas de nuestra psique son fruto de la ignorancia que tenemos con respecto a nosotros mismos. Nacemos en un mundo preexistente, arribamos cuando las cosas ya están hechas, la realidad ya tiene un aspecto definido. Nos formamos en una cultura que no elegimos, con valores ya conceptualizaos y orientados hacia determinadas posibilidades de acción, un sistema que tiene su propia lógica, sus permisos y también sus prohibiciones. Y todo eso se va hilando poco a poco en una hebra en la que eventualmente ya no es posible distinguir aquello que una vez nos enseñaron a llamar verdadero o aceptable y, por otro lado, aquello cuya veracidad o aceptabilidad quisiéramos descubrir con nuestros propios recursos. Las narrativas se cruzan, se encuentran, se superponen y se confunden. Un coro de voces nos dicta qué hacer o qué no hacer, qué desear y qué no. Pero… ¿y nuestra voz? En buena medida, ese es el beneficio medular de la escritura. Cuando se emprende como ese método de autoconocimiento, escribir puede mostrarnos la hebra de nuestra propia narrativa en medio de todas aquellas que se volvieron parte de nuestro ser a veces sin que así lo quisiéramos.

 

Escribir, por otra parte, es un ejercicio que al menos en un primer momento no requiere más que de voluntad, tiempo y algunos recursos materiales mínimos: lápiz, papel, una computadora quizá. Un motivo inicial, que puede ser cualquiera, desde un recuerdo de infancia hasta la descripción de eso que sucede en el instante mismo en que decidimos escribir. Y a partir de entonces, si tenemos disposición, continuar. La escritura no es una práctica exclusiva de unos cuantos, y mucho menos sus cualidades terapéuticas. Cualquiera puede escribir, en el sentido más amplio del verbo.

 

“Ser feliz significa poder percibirse a sí mismo sin temor”. Eso escribió Walter Benjamin en Dirección única. La felicidad, con cierta frecuencia, surge cuando podemos reconocer quiénes somos con suficiencia y tranquilidad, cuando conocemos nuestra identidad en los componentes que la integran, cuando abrazamos nuestras limitaciones y nos miramos cara a cara con el deseo más profundo, más personal, que da movimiento a nuestra vidas. Entonces, como observó Benjamin, no hay ningún temor de percibirnos a nosotros mismos, porque nos conocemos. Entonces, quizá, ser felices es posible, acaso inmediato, una consecuencia inevitable y ni siquiera buscada, sino que únicamente ocurre, naturalmente.

 

(faena.com)