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El periodista, JUAN DIEGO QUESADA, ha entrevistado para El país de España al Príncipe de la canción José José, el mexicano ganador del Festival de la Canción en 1970 con el tema El triste. Aquí el excelente trabajo:

 

La noche antes de un concierto duerme 16 horas, y hoy no es una excepción. Al despertar en la habitación de un hotel de la Ciudad de México en el que se alojan reyes y jefes de Estado, José José se miraen el espejo y todavía nota los estragos de aquella enfermedad que le paralizó la cara. “Me quedé un poco chueco”, piensa. En una mesita junto a una cama king-size hay apilados 19 frascos de medicina radiónica, un extravagante tratamiento alternativo. El cantante hace un pequeño ruido al sorber los botecitos, como un comensal con la sopa cuando nadie lo ve. José José se encuentra en ese precipicio al que llegan algunas leyendas que se niegan a retirarse, como aquel John Wayne con barriga y ojos cansados que grababa sus últimas películas en el desierto de Durango. En el armario cuelga el esmoquin blanco con el que actuará esta noche. Lo cierto es que el mito de la canción mexicana sigue en pie. Rodeado de desinflamatorios e insulina el artista quiere rebatir a quienes lo dan por acabado. Un nebulizador de aspecto futurista le ayuda a ensanchar los pulmones.

 

La mayor exhibición bronquial de José José ocurrió hace 46 años, en el festival de la OTI. Esa noche, enfundado en una americana de terciopelo verde, barbilampiño, interpreta El triste. En medio de la canción pronuncia los agudos más altos posibles, un sol natural y después un semitono más bajo con el mismo aire, sin pausa. Puro pulmón. La música de la orquesta entra a continuación para darle –ahora sí- un respiro. El público aprovecha para ponerse en pie. Le lanzan flores. El pelo del artista no se ha movido un centímetro, puede que sea el efecto de la laca. Entonces se prepara para el agudo final: respira profundo, suelta la nota con toda la potencia de la que es capaz, la sostiene, vibra unos compases y vuelve a bajar para guardar algo de aire. La orquesta sube el volumen, y José José la acompaña. Sin respirar, al borde de la hiperventilación, alarga la nota final durante 30 segundos exactos.

 

Hay algo esplendoroso y definitivo en esta actuación. No ganó el concurso, quedó en tercer lugar, pero a nadie le importó. Era el comienzo de una carrera portentosa. Durante la celebración con familiares y amigos, estirada hasta la madrugada, bebió Bacardí blanco con Coca Cola, sin hielo. Como si hasta ese momento hubiera sido un célibe de la música, un castrato, a la semana siguiente tuvo la primera relación sexual con su novia Lucero.

 

José Rómulo Sosa (Azcapotzalco, 1948), su verdadero nombre, ha vivido desde entonces a su manera. Por el camino vendió millones de discos en todo el mundo, ganó una cantidad de dinero suficiente para comprar una isla, se rodeó de lujos y frecuentó la bohemia mexicana, donde era considerado un pequeño dios con voz de barítono. Durante 30 años también fue alcohólico. La cocaína lo mantenía más o menos sobrio los días de concierto. Dice que solo tiene recuerdos borrosos de los años 90, 91 y 92, la época en la que pasó por un divorcio y vivió en un taxi con otros yonkis. ¿Le reconocían? “Salía de la cantada y nos íbamos de farra. Amanecía en el coche con el esmoquin todavía puesto. Me despertaban los comentarios de los curiosos, que se preguntaban ‘¿es ese José José?’”, cuenta durante una entrevista que tuvo lugar en octubre. Mientras, aclara su voz cavernosa y gira entre los dedos el anillo que le regaló Frank Sinatra, el espejo en el que siempre se miró como artista.

 

José José sabe que el culto romántico a las drogas y el alcohol es una idiotez. Es una travesía que solo lleva a la tristeza. La distinción entre un alcohólico o un bebedor social al que se le va mano conasiduidad no es sencillo de hacer, y durante un tiempo albergó esa duda. A su primera esposa le propuso recluirse en un hotel de playa. Quería alejarse de la noche mexicana que inevitablemente acababa en borrachera. Jugó al golf frente al Pacífico pero pronto se dio cuenta de que aquello no era lo suyo. La tregua duró una semana. Volvió a recaer. Durante los tres años subido a un taxi hacia un trayecto demencial vivió en un perpetuo zapoi, un término ruso para describir las cogorzas de varios días de las que te despiertas avergonzado y desmemoriado. Ahora lleva 23 años sobrio. “Quería morirme pero no lo logré ¡Qué bueno!”.

 

En el periodo en el que estuvo aquejado de la enfermedad de lyme, la que le provocó una parálisis muscular y le afectó el habla, escribió una autobiografía titulada Esta es mi vida. El libro, en ocasiones, tiene el candor de una película de Cantinflas. José José se ve a sí mismo como un mexicano promedio, de buen corazón, algo conservador, creyente, al que la vida le va poniendo dificultades en forma de vicio. Es imposible no sentir una empatía abrumadora por el personaje. Según su relato, desconocía que aquella muchacha con la que mantenía una relación en realidad era una prostituta o que sus productores estaban exprimiéndolo hasta dejarlo sin blanca. Otros pasajes son de una honestidad brutal, al alcance tan solo de la gente que se ha psicoanalizado tanto que no tiene miedo a decir nada. A este apartado pertenecen los relatos sobre su padre.

 

Su padre, José Sosa Esquivel, fue un tenor mexicano. A sus tres hijos los educó en la música clásica y les previno del rock and roll y el twist. Como solo trabajaba dos veces al año en la ópera tenía que ganarse la vida tocando el órgano en la Iglesia de un barrio rico. José José cree que le atormentaba ver su talento desperdiciado en una parroquia, entre sotanas y crucifijos. Sus frustraciones se mezclaron con una neurosis que fue desarrollando con el tiempo. En mitad de la noche, recuerda el cantante, era capaz de levantar a toda la familia para buscar un destornillador extraviado. Estaba borracho. Murió sumido en el alcohol. José José dice que los únicos momentos de paz con su padre tuvieron lugar en un jardín junto a la iglesia, donde jugaban al béisbol. Eran tan solo un padre y un hijo lanzándose una pelota. Aquí habría que decir que José José eligó el nombre artístico en homenaje a él: dos veces José.

 

Acerca de la relación con su progenitor, recuerda durante la entrevista una anécdota que merece la pena destacar: “Tuve la desgracia de heredar la enfermedad de mi padre. Yo también estaba muriendo de alcoholismo a los 45, que fue cuando me llevaron a la Universidad de las adicciones en Minnesota. Al relatar mi vida al instructor le conté que había visto el cadáver de mi padre. Y él me preguntó qué edad tenía él cuando murió. 45, dije yo. Me dice entonces: ¿No te das cuenta de qué haces lo mismo que tu padre?”.

 

El hombre de la voz prodigiosa llegó a ser un príncipe desahuciado pero salió del pozo con una mujer a la que ama, Sara, y con la ayuda de algunos colegas como la periodista María Antonieta Collins o Marco Antonio Solís, un divo con melena. El Buki le pagó un tratamiento médico en Boston que le ayudaría a volver a cantar. La enfermedad le dejó seca la garganta durante seis años. Las deudas se le echaron encima. José José es de esos ricos que siempre tienen problemas con el dinero. Los bancos le acosaron. Para sobrevivir vendió una mansión en Miami, de siete cuartos y cinco baños, y remató un Rolls Royce. Con eso tapó pufos y compró un bonito apartamento en Cayo Vizcaíno. El mar es lo primero que ve al despertar.

 

No piensa comprarse nunca más un esmoquin, tiene de varias tallas debido a sus subidas y bajadas de peso, y de las mejores telas. En unas bodegas guarda unos trajes de gamuza marca Brioni que compró con Rafaela Carrá. “E ‘morbido”, le dijo el diseñador cuando se los vendió. Allí también apila trofeos, premios, discos de platino, objetos de valor que tiene miedo de que se vean afectados por el moho.

 

Las semanas previas a una actuación se cuida como un boxeador antes de una pelea. Protege la laringe y el peso. Habla poco para no forzar la garganta. Esa profesionalidad es prototípica de muchas estrellas del espectáculo mexicano, como El Santo o Juan Gabriel. Sara lo ha iniciado en una dieta vegana estricta a base de vegetales, granos, frutas y agua. Y tiene una fe inquebrantable en el nebulizador: “Gracias a Dios me encuentro bien. Ventilado y desinflamado lo puedo hacer perfectamente bien».

 

Su último concierto en México se celebró a finales de octubre. Las letras del escenario con el que anunciaban su nombre eran pretendidamente antiguas, tipo Broadway. Una puerta a otra época. Con la voz quebrada, no lograba llegar a las notas. El público, que lo adora, lo ayudaba cantando a coro. Entre todos suplían el pulmón de aquel muchacho de la americana de terciopelo. Un locutor de radio dirá al acabar el concierto: «¡Mil años viva don José José!».

 

(elpais.es)