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Aquel hombre estaba tan envalentonado que cuando se enteró de que su hermano había sido abatido en un tiroteo con los cuerpos de seguridad del Estado, de inmediato llamó a cinco decenas de sus hombres y se lanzó a la calle, violando sus propias normas de seguridad, con la firme intención de tomar por asalto la sede local del Cicpc. Hasta ese momento se creía invencible, todopoderoso. Sus contactos en algunos cuerpos de seguridad e incluso militares presuntamente le garantizaban una impunidad total. Por lo menos eso era lo que, hasta entonces, él creía.

 

Cuando fueron a decirle que su hermano había sido abatido, se volvió loco y dicen que hasta barrajó contra el piso el celular, salió al patio de la casa y realizó numerosos disparos contra las ramas secas de un mango y un apamate que lo miraban con indiferencia. Pero lo peor es que no pudo asistir ni siquiera al sepelio, pues sus fuentes le datearon que las autoridades estaban esperándolo.

 

Mucha gente en el pueblo se percató de la columna de hombres armados y se sorprendieron porque, aunque lo normal era que andaran por allí, lo hacían en caravanas y en sus camionetotas blindadas. Aquellos no eran hombres vestidos de verdioliva ni tenían espesas barbas, pero se movían y se desplazaban como si fuera un ejército regular o paramilitar, incluso con total disciplina. La diferencia era quizás la falta de uniformes, pero también la falta de escrúpulos y la edad, pues muchos de los que iban en el grupo no pasaban de 20 años. Se dice que había quienes no llegaban a los 15 años, niños de piel lisa, uno que otro barro o espinilla rondándole la nariz y bigoticos incipientes.

 

Los choques. Con lo que no contaban quizás era que, tanto en El Sombrero como en Barbacoas, había comisiones del comando nacional antisecuestro de la GN que pesquisaban varios plagios ocurridos en los últimos días, así como funcionarios de la brigada especial de la Guardia Nacional, un grupo de élite preparado especialmente para enfrentar situaciones de esa naturaleza.

 

Durante la noche tuvieron varios enfrentamientos en distintos puntos de El Sombrero. Los vecinos dormían en el piso, ya que muchas de las casas eran de tablas, incapaces de frenar las balas locas que silbaban de un lado a otro. Los patios se comunicaban entre ellos a través de alambradas o cercas metálicas desvencijadas. Las que no pudieron dormir fueron las gallinas, que a cada instante tenían que bajarse de las matas donde intentaban hacerlo y salían espantadas aleteando, como si hubieran visto un espíritu. Los perros también tuvieron una noche larga y dura, pues ante cada ruido, que fueron muchos los que se oyeron aquella noche, se disparaban a ladrar enloquecidos y los ladridos eran secundados por todos los canes del pueblo; una verdadera algarabía.

 

Cuatro bajas. Un piquete de guardias nacionales salió a patrullar bien temprano por la mañana y detectaron una decena de hombres que intentaba adentrarse en una montaña y se originó una nueva balacera. Cuatro de los delincuentes cayeron abatidos y dos guardias nacionales heridos. Ambulancias iban y venían. Los organismos de seguridad habían iniciado la Operación Madriguera.

 

Full estrés. Los funcionarios estaban cansados y sudorosos. Habían estado toda la noche sin dormir, revisando por aquí y por allá, allanando algunas viviendas. Ya se les había pasado el miedo, típico de los enfrentamientos armados recientes. “No debe ser fácil que estés en un tiroteo y de repente comiencen a lanzarte granadas, como si fueron papelillos”, me dijo en una ocasión don Celedonio, el esposo de la tía Felipa, quien fue policía en sus tiempos de mozo.

 

A cada instante llegaba una información diferente y ellos, hasta por disciplina, debían chequearla, pese al sol inclemente que los abrasaba y que los tostaba, algo les decía que ciertamente en aquella ocasión estaban muy cerca de El Picure, como le decían al criminal que durante los últimos años había vivido atemorizando a los habitantes de Aragua, Guárico, el sur de Anzoátegui y hasta del Tuy y de Caracas.

 

Don Celedonio me recordó que El Picure comenzó su carrera hamponil como pirata de carreteras (asaltante de gandoleros), luego le dio por vender drogas hasta que finalmente se dedicó a la extorsión, la vacuna y el secuestro de comerciantes, hombres de negocios, ganaderos y sus familiares.

 

Realmente, su poder aumentó notablemente durante su estadía en la cárcel. En poco tiempo se convirtió en uno de los líderes negativos de la Penitenciaría General de Venezuela, desde donde, a decir de la tía Felipa, se controla toda la actividad delictiva del país y la venta de armamento y granadas a todas las bandas criminales.

 

Pillado. Alguien anunció a través del portátil que un informante les había indicado que lo habían visto entrar en una de las casas de Concha de Mango, una zona rural al sur de El Sombrero, en Guárico, pero de allí logró escapar tras saltar por unos techos y refugiarse en casa de unos vecinos a quienes sometió.

 

Luego se procesó otra información en la urbanización Juan Ángel Bravo, cerquita de Concha de Mango, donde vive una de sus novias, y allí sí lo precisaron. Apenas asomaron las narices, les comenzaron a disparar y volvieron las granadas. Uno de los efectivos recibió tres balazos y fue llevado moribundo al hospital. Rato después, falleció.

 

Toda la zona estaba convertida en una verdadera locura. Tiros, explosiones, ambulancias, gritos, sonidos de los portátiles, aleteos desesperados, quejidos. Hubo plomo parejo por varias horas. Varios miembros de una familia fueron heridos y murieron también. Finalmente, se anunció que el peligroso antisocial estaba muerto.

 

Tensa rutina. La gente del pueblo camina con sigilo. Nadie salió a celebrar la muerte del hampón por temor a represalias, pues saben que la banda está intacta y si acaso le hicieron algunos rasguños. La mayoría celebró en silencio, sobre todo los que han llorado por causa suya.

 

Vecinos comentan en privado, entre ellos, pero tratan de que ni siquiera los vean, ni malandros ni policías.

 

Se dice que unos parientes asumirán el control del grupo, pero nada es oficial, pues la última palabra la tienen en las cárceles.

 

(ultimasnoticias.com.ve)