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La cobertura de la llamada Masacre de Orlando es otra de las tantas demostraciones que se producen a diario del carácter imperial de la maquinaria mediática.

 

La visión que se transmite es que en Estados Unidos (y en sus países aliados, especialmente los de Europa) puede ocurrir cualquier barbaridad, pero esos acontecimientos no menoscaban su autoridad moral ni su condición de democracias avanzadas. En cambio, sucesos parecidos (incluso, mucho menos graves) cuando se producen en naciones adversarias del poder hegemónico son inmediatamente conectados con la legitimidad de sus gobiernos y de sus sistemas políticos.

 

Hay varios automatismos que suelen operar en los casos de tiroteos indiscriminados como el que costó la vida de 50 personas en el estado de Florida. Uno de ellos es el de la Constitución de EEUU como dogma de fe. Cada vez que se plantea una regulación en la tenencia de armas de fuego, el aparataje mediático mundial defiende la tesis impulsada por los factores más reaccionarios de ese país: no se puede hacer nada porque el derecho a portar armas está en la segunda enmienda de la Constitución estadounidense, una disposición que fue aprobada hace ya 225 años.

 

A la actitud complaciente de la prensa mundial se suma la de los organismos internacionales, siempre prestos a exigir investigaciones y reformas legales urgentes en naciones no hegemónicas, pero que en estos casos se limitan a repudiar los hechos y guardar minutos de silencio.

 

Es asunto de los nacionales de aquel país, desde luego, pero podemos inmiscuirnos por reciprocidad, dado el insoportable metichismo de la clase política gringa en asuntos nuestroamericanos. Y podemos meternos porque esa sacralización de la Constitución imperial contrasta notablemente con el constante irrespeto de la derecha global y su aparato mediático hacia las legislaciones nacionales de los países rivales o de los más pequeños. El metamensaje es claro: EEUU es un país cuya Constitución merece respeto, aunque legitime una situación muy negativa para la colectividad nacional de ese país; mientras las de las de otras naciones pueden ser objeto de cuestionamientos, cuando no directamente pisoteadas con invasiones o bloqueos.

 

El país que da clases de democracia al mundo entero permite que los intereses de la industria armamentística dominen sobre los de la mayoría y utiliza como justificativo una disposición constitucional que data de la época en la que los cowboys reivindicaban su derecho a asesinar a los habitantes originarios de Norteamérica. Y la otra maquinaria, la mediática, le da soporte a ese injusto orden mediante benevolentes coberturas, en las que los hechos son tratados con pinzas, y a través de la poderosa industria del cine y la televisión.

 

Es curioso que quienes consideran inamovible una decisión tomada hace más de dos siglos sean los mismos que rechazan hablar de las infaustas acciones imperiales de un pasado mucho más reciente, argumentando que no debemos vivir anclados en la historia.

 

La sociedad estadounidense tendrá que seguir viendo cómo, cada dos por tres, un ciudadano enloquecido acribilla a sus compañeros de trabajo o de clase, y estará obligada a aceptar que esa realidad no puede modificarse porque así lo decidieron unos señores que usaban peluca de rulos, en 1791. Mientras tanto, cuando nuestras sociedades reivindican a sus libertadores, los líderes de EEUU, los representantes de las derechas domésticas y la maquinaria mediática, las señalan como anacrónicas.

 

(Clodovaldo Hernández / [email protected])