El presidente Nicolás Maduro ha dicho varias veces que es capaz de dialogar hasta con Trump. 

 

Esa frase tiene el poder de una hipérbole, es como decir que está dispuesto incluso a entrar en una alcantarilla sin guantes ni máscara. Perfecto. Eso demuestra, una vez más, su gran capacidad de sacrificio por la patria. Pero, ¿por qué será que no parece (subrayo: no parece, es algo subjetivo mío) dispuesto ni siquiera a escuchar -que es apenas una parte de dialogar- a gente del campo revolucionario que ha acentuado últimamente sus críticas ante problemas que son palmarios, inocultables para cualquiera que viva en el país?

 

Para esas personas, la respuesta del presidente ha sido, en mi concepto, injustificadamente descalificadora.

 

En primer lugar por lo ya dicho: esos críticos endógenos no están haciendo otra cosa que servir de megáfono a los desesperados, a esa gente a la que ya no le queda casi ningún área de su vida que no haya sido arrasada o malograda por  la guerra económica; una guerra que sí, sabemos quién la inventó y quiénes siguen impulsándola, pero también estamos conscientes de que a ella se han incorporado, como agentes del enemigo, muchos de los que deberían estar combatiéndola. 

 

Entonces, si lo que dicen los críticos internos es el reflejo de una realidad, ¿por qué tratarlos como si fueran peligrosos adversarios? Y, vamos más lejos: en caso de que lo fueran, ¿no sería mejor convocarlos a dialogar, de la misma manera como el presidente lo haría hasta con Trump o como lo ha hecho ya con banqueros de falsa sonrisa, industriales y comerciantes que son en realidad bachaqueros grandeliga, políticos solicitantes de sanciones contra su propio país, guarimberos quemagente y demás especímenes del pozo séptico de la antipatria?

 

Es pertinente precisar que esos compatriotas no han asumido recientemente la actitud de señalar las fallas. Quien diga eso es porque antes no los había leído o no les había prestado atención. Solamente han intensificado esa postura, y es lógico porque -insisto- la situación colectiva que la genera es cada día más grave y abarca más terrenos de la vida cotidiana. No son neocríticos que se han sumado a una tendencia, sino individualidades que, tal vez por su condición de “no-altos-funcionarios”, andan por la calle, en condiciones parecidas a las de cualquier ciudadano. Es posible que no les haya tocado la «suerte» de viajar apiñados con otras cincuenta personas a bordo de un camión de estacas, pero al menos sí en el metro de Caracas, que últimamente es como una «perrera» subterránea.

 

Cuando desde la jefatura del Estado se responde airada o irónicamente a estos personajes notables del movimiento revolucionario que han acentuado sus cuestionamientos, se les está enviando a las bases, a los militantes rasos, un mensaje claro contra la crítica. Esto funciona así por más que en el mismo discurso se proclame lo contrario, se diga que somos profundamente críticos y autocríticos por naturaleza. La percepción es inequívoca: si a este señor, que es un ícono de la izquierda desde hace medio siglo o un intelectual de peso completo,  lo regañan públicamente, en cadena nacional de radio y televisión, ¿qué queda para los hijos de vecina?

 

Pero lo peor de esa respuesta es, en mi concepto, que envalentona a los funcionarios y a los particulares responsables del colapso generalizado que los críticos están denunciando. Estoy seguro de que no es esa la intención del presidente, pero a los culpables del caos (y a los que se benefician de este) les debe tranquilizar mucho que sean los denunciantes -y no ellos- los lacerados.

 

Y también se envalentonan los que suponen que ayudan al presidente manteniéndolo subinformado y edulcorando situaciones que ya se pasaron de amargas, esos que creen que si las alcantarillas huelen mal, es cuestión de rociarles perfume.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)