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Aunque por sus venas corriera sangre mexicana (nació en Ciudad de México, el 29 de marzo de 1945), Mauricio Walerstein fue un apasionado venezolano que a través del cine –sobre todo el que hizo en este país– exploró el aspecto más íntimo de los impulsos humanos tamizados por el compromiso político y el deseo sexual.

 

Así, cualquier propósito historicista que se tenga con respecto a la cinematografía nacional debe incluir en muchas ocasiones su nombre, pues además de ser irreductible al momento de tratar los temas que lo obsesionaban, Walerstein fue también protagonista de un fenómeno que dividió en dos el devenir del cine venezolano: el llamado “boom” de los años setenta y ochenta, esa época en la que las producciones locales devolvían a los espectadores la más nítida imagen de la realidad nacional.

 

Mauricio Walerstein falleció este domingo en México debido a un cáncer, cuyo inexorable avance vivió y padeció al lado de su esposa, la actriz venezolana Marisela Berti. Tenía 71 años, pero más allá de ese dato preciso, es imposible no recordar la valentía con la que asumió su oficio, su pulso firme para contar historias, su interés por la literatura venezolana y, en especial, la entrega absoluta que lograba de los actores que trabajaron bajo sus directrices.

 

La emoción que le produjo la posibilidad, asomada por el director de fotografía Abigaíl Rojas, de adaptar para la pantalla grande la novela de Miguel Otero Silva, Cuando quiero llorar no lloro, lo trajo a estas tierras a sabiendas de que la historia de los tres Victorinos a los que les tocó vivir el derrocamiento de Rómulo Gallegos y la instauración de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, no podría sortear la censura mexicana de entonces.

 

Y como a todos los inmigrantes, en Venezuela se le recibió en 1971 con los brazos abiertos. Y aquí hizo realidad su sueño: Cuando quiero llorar no lloro se convirtió en un hito del cine nacional al ubicarse entre las diez películas más vistas de 1973. Además de vincular ese éxito al hecho de que la película está basada en una novela muy conocida por los lectores venezolanos, el fenómeno cultural que representó la obra de Walerstein fue explicado así por el crítico Alfonso Molina en su artículo “Cine nacional 1973-1993: Memoria muy personal del largometraje venezolano” (1997): “(…) El filme de Walerstein estableció una relación de identidad entre el espectador y lo que sucedía en la pantalla. Una forma de hablar, de actuar y, en definitiva, una forma de ser venezolana. Por primera vez los ojos nacionales veían una historia, un proceso dramático y unos personajes que les pertenecían”.

 

Si algo deja como legado Mauricio Walerstein es su coherencia artística. Nunca se vendió al poder. Nunca hizo películas para complacer. Nunca traicionó su visión. Y nunca le importó que la crítica lo encumbrara o lo aplastara. Cuando lo segundo pasaba, su reacción no pasaba de cierta indiferencia que lo hacía ver desde afuera como un creador más allá del bien y del mal.

 

Basten sus palabras para entender cuál era su filosofía como cineasta: “A mí no me interesan los grandes temas. Nunca realizaría Gandhi o Miranda. Soy un hombre de mi tiempo y del mundo occidental que es el que vivo y el que me importa. Tampoco me ocupo del cine panfletario y nunca lo haría. No creo que las revoluciones tengan nada que ver con el cine, ni los revolucionarios con los cineastas. Soy un ácrata y considero que esa es la posición ideal del creador. Prefiero las películas de John Ford a cualquiera de Eisenstein, aunque suene a pedantería”.

 

Títulos como Crónica de un subversivo latinoamericano (1975), La empresa perdona un momento de locura (1978), Eva, Julia,  Perla (1978), La máxima felicidad (1983), Macho y hembra (1985), De mujer a mujer (1986), El móvil pasional (1994) y Juegos bajo la luna (2000) dan cuenta de un cineasta que, a pesar de la aceptación pública que tuvieron sus filmes, tuvo sus altas y sus bajas, sus buenas y no tan buenas películas. Claro, jamás renegó de las peor percibidas.

 

En cualquier caso, su exploración creativa siempre apuntó al mismo norte: desentrañar las pulsiones de sus personajes, comenzando por los guerrilleros adoctrinados desde Cuba en los incipientes años del surgimiento de la democracia en Venezuela; pasando por el triángulo amoroso que interpretaron en Macho y hembra, Orlando Urdaneta, Elba Escobar e Irene Arcila, y arribando al drama de muchos trabajadores venezolanos explotados hasta la enajenación, tal como le ocurre a ese hombre desesperado que encarnó Simón Díaz en La empresa perdona un momento de locura, adaptación que Walerstein hizo de la pieza teatral homónima de Rodolfo Santana.

 

Parece un lugar común, y quizás lo sea decir que más allá de su presencia física y como en el caso de todos los artistas que han alcanzado cierta resonancia dentro de una cultura, de ahora en adelante serán sus películas las que hablen por Mauricio Walerstein. En lo personal, hay un montón de secuencias grabadas en la memoria; imborrables: la de Pedro Laya como Victorino Perdomo deambulando por las calles de Caracas; la de la conversación que protagonizan en un restaurante Rafael Briceño y Miguelángel Landa, como dos subversivos que planifican el secuestro de un funcionario de la embajada de Estados Unidos; la de Virginia Urdaneta, Marcelo Romo y Luis Colmenares remendando una colcha; la del obrero Orlando Núñez (Simón Díaz) fuera de sí; la de Alicia (Irene Arcila) erotizada por un toque de tambor… en fin.

 

(EU)

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