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A sus 40 años, y luego de más de 2 décadas de silencio, Érika Olivera, maratonista chilena participante de 5 Juegos Olímpicos  y poseedora de numerosos récords nacionales, finalmente saca la verdad a relucir. Ricardo Olivera, su padrastro, un pastor evangélico argentino, la violó durante más de 10 años consecutivos, desde los 5 hasta los 17. La historia es tan cruda como cierta.

 

Todo se destapó hace pocos días, cuando la deportista tomó la decisión de ir a la policía a denunciar los hechos. No muchas horas antes había sido elegida como abanderada de Chile en los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro 2016, pero ni si quiera eso impidió que el secreto continuara. Ya se había vuelto insostenible y tenía que hablar. En una entrevista con la Revista Sábado de El Mercurio, Olivera relata el desgarrador testimonio. 

 

La familia de Érika, compuesta por el padrastro, su madre y sus hermanos, vivía en Puente Alto y siempre fue muy cercana a la religión, pero ella lo recuerda con rechazo.

 

“Era un régimen bien autoritario”, dice.  “Teníamos que pedir permiso para comer un pedazo de pan o para ir al baño. Con 5 años hacíamos aseo, lavábamos ropa. Si hacíamos algo mal teníamos que rezar de rodillas toda una tarde contra la pared. El pastor, a mi hermano lo tomaba del cuello, lo lavaba con agua fría. A mí me tocaba lo otro».

 

Y lo “otro” era terrible, pues significaba someterse a los horrendos abusos de su padrastro junto al que vivía en la misma mediagua, en la comuna de Puente Alto.

 

“Debo haber tenido 5 años la primera vez que me abusó en el campamento. El dormitorio estaba empapelado con un papel mural rojo tipo kraft, él mismo lo había forrado. Él empezó mostrándomelo como un juego, con caricias y después fue avanzando. Esa primera vez no entendí lo que pasó, era una niña, no cachaba nada. Él siempre decía que eso nadie lo tenía que saber. Pasó varias veces más y después nos fuimos a Puente Alto. Yo estaba feliz. Creía que al irnos a una casa sólida, con más vecinos, eso se iba a acabar. Pero ahí siguió peor”.

 

Los días lunes su madre participaba de un grupo de mujeres evangélicas y por lo tanto no estaba en la casa. Entonces el pastor, que trabajaba pocas horas como inspector de micros, pasaba prácticamente todo el día en el hogar. 

 

“Era el día más horrible. Me acuerdo caminando hacia la puerta. Estaba sonada, nomás; tenía que llegar y aceptar. Tenía que pasarlo con él. Apenas tenía la oportunidad, era llegar y llevar para él. Mientras yo no me pude defender, él hacía lo que quería conmigo. A veces, en la noche, él iba al dormitorio nuestro y ahí molestaba un poco, me tocaba cuando estaban mis hermanos. Pero generalmente las cosas se daban en el día, cuando mi mamá no estaba, porque él no trabajaba o lo hacía en turnos como inspector de micros. Después, mi mamá llegaba en la noche y yo había estado llorando todo el día. Me demoré en contarle”.

 

Su hermano, Felipe, también cuenta acerca de los hechos:

 

“Fue difícil crecer así, viendo eso, porque todos nos dábamos cuenta. Él es mi papá, pero lo que hizo es lo que hizo: él se encerraba con la Érika y sabíamos lo que pasaba ahí, lo vimos. Éramos chicos, pero debimos hacer algo. Mi mamá fue siempre muy sumisa a él”, dice el hombre respecto a su infancia y la de su hermana.

 

En este ambiente tóxico, Érika decidió contarle a su madre acerca de lo que estaba pasando:

 

“Al otro día, este señor me dice: le contaste a tu mamá, tienes que decir que es mentira lo que dijiste. Si no lo haces no vas a ver más a tus hermanos, ni a tu mamá, te vas a ir a un internado. Yo me asusté, creía que si lo seguía acusando me iba a pasar todo eso y le dije a mi mamá que había dicho una mentira. Pero yo tenía 12 y me seguía haciendo pipí en la cama y siempre que mi mamá salía de la casa yo le rogaba para acompañarla. No entiendo cómo no le entró al menos la duda. Era tan fácil, cosa que me llevaran a un doctor y se hubiera confirmado todo”.

 

La respuesta que dio su madre ante la acusación de abusos que le hizo Erika fue indiferente. Cuando Érika cumplió 12 años, comenzó a practicar atletismo. Entonces los problemas continuaron. 

 

“Más grande, cuando ya no podía forzarme físicamente tan fácil, comenzó a funcionar como un chantaje. Viví chantajeada mucho tiempo. Esto fue por 11 años, no había una semana que no pasara nada. Para ir a una carrera o salir a un entrenamiento, tenía que aceptar lo que él me decía: ¿quieres esto?: sabes lo que tienes que hacer. El hacía una señal con el dedo, indicándome lo que iba a pasar, lo que íbamos a tener que hacer. Si alguna vez ponía resistencia, no había plata para nada en la casa, no le pasaba plata a mi mamá. Vivía obligada”.

 

Transcurrió el tiempo y cuando ya Érika había crecido lo suficiente, decidió encarar a su padrastro:

 

“Fue muy duro, pero nunca me quebré. Le tuve que preguntar cuatro veces que reconociera frente a sus hijos que me había violado. A la última dijo: Sí. A esa altura, era lo que necesitaba. Me fui. Afuera, mi hermano me preguntó: ¿Flaca, te hace bien esto? Yo le dije que sí. No he vuelto a ver a mi mamá desde entonces. He tenido que dar muchas entrevistas este año y en todas seguir mintiendo, repitiendo una historia que no es cierta, poniendo la cara. Dan ganas de decirle: hueón, no me pregunten más por mi familia No puedo hacer justicia con mis manos, tampoco judicialmente. La única manera de hacer justicia que me queda es contar la verdad. Los secretos pesan mucho”.

 

A pesar de que ya los delitos podrían estar prescritos, la deportista chilena decidió hacer la denuncia. Tuvo que hablar con sus hijas mayores para transmitirles lo que ella había experimentado a su edad. 

 

Hoy, Érika tiene 5 hijos y está casada por tercera vez. Su madre y padrastro viven en Pudahuel y ambos rechazaron hacer comentarios sobre la denuncia que ha puesto la atleta.

 

(Upsocl)

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