Si se toma en serio la alharaca de los voceros opositores y de los grandes gremios patronales en torno al aumento salarial decretado por el gobierno, habría que aterrizar en la conclusión de que en Venezuela el costo determinante de las empresas es la mano de obra.

 

Veamos. Cuando les suben exponencialmente la materia prima como consecuencia de un demencial sistema de cambio paralelo y de otras expresiones de las artes del canibalismo, las compañías tienen la capacidad de adaptarse. Lo han demostrado.

 

Lo mismo hacen con los costos de distribución, mercadeo, cobranza, etc. Incluso, si les suben los impuestos, las corporaciones, a regañadientes, se adaptan.

 

Pero cuando se decreta un alza de los salarios, saltan todos los empresarios y sus portavoces gritando desaforadamente «¡quiebra, bancarrota, cierre, despidos masivos!» Tal parece que ante ese tipo de incremento de costos, son incapaces de adaptarse.

 

¿Esto se deberá a razones matemáticas? ¿De verdad, los costos de personal son tan altos en Venezuela que un aumento puede hacer inviable la gestión de una empresa? Bueno, decir sí o no sería especular en un campo desconocido. Pero usted puede hacer una sencilla prueba: pregúntele a la cajera de un automercado cuánto es su salario mensual, y luego dese una pasada por los anaqueles. Verá que la cajera «cuesta» más o menos lo mismo que un frasco de salsa de tomate.

 

Me parece oír a los defensores de los infortunados dueños de automercados. Dirán que la cajera no es el único empleado del local ni el salario es el único pasivo laboral. Concedido. Pero ese no es tampoco el único frasco de salsa de tomate ni esa es la única mercancía que vende el establecimiento.

 

Amigos y conocidos que trabajan en el campo de la administración y la contabilidad aseguran que, salvo excepciones, eso de que un incremento en los costos laborales puede hacer quebrar a una empresa en Venezuela es puro cuento, entre otras razones porque los márgenes de ganancia del empresario promedio venezolano no tienen nada que ver con lo tradicional en los países emblema del capitalismo. “Mientras allá, la gente se las arregla con 20 o 30%, acá nadie quiere bajar del mil por ciento y esto no es ahora porque haya hiperinflación. Ha sido así siempre”, me comentó uno de estos profesionales, que ha trabajado en grandes y medianas empresas.

 

En fin, pareciera ser que el problema es más ideológico que de costos. El capitalismo hegemónico en el mundo no puede permitir que en ningún lugar el costo de la mano de obra rebase cierto límite porque si eso ocurre, la clase trabajadora se malacostumbraría. Tal vez sea por eso que por la vía de las maquilas y de los paraísos  de la desregulación laboral, el mundo se acerca cada vez más a un retorno de la esclavitud.

 

También en el terreno ideológico, está claro que un programa de ajuste económico que no congela los salarios sino que intenta nivelar su capacidad de compra es una herejía para los economistas ortodoxos; y para el sistema financiero mundial es un pésimo ejemplo que podría ser imitado por otros gobiernos. Por eso hay que crear todo el terror posible acerca del inminente fin del mundo.

 

El chantaje del cierre

 

Amenazar con bajar las santamarías y dejar en el desempleo a decenas, cientos o miles de trabajadores es un viejo truco que en Venezuela siempre ha funcionado como mecanismo de chantaje a las autoridades y a los mismos asalariados, que terminan defendiendo a sus explotadores.

 

Es una escena clásica que los directivos de Fedecámaras, Consecomercio o Conindustria aparezcan muy compungidos (“empresarios llorones”, los llamó el presidente socialcristiano Luis Herrera Campíns en los años 80) anunciando calamidades gigantescas. Estos gremios reúnen a las grandes corporaciones del país, pero en estos casos, sus líderes no hablan en nombre de ellas, sino –cosa extraña- en el de las compañías pequeñas y medianas y, sobre todo, de los trabajadores. Una impostura que logran con el apoyo de la maquinaria mediática que los respalda.

 

Esas preocupaciones por los más pequeños o excluidos jamás se expresan para tratar a los trabajadores en su faceta de consumidores, pues los precios de sus productos y servicios se incrementan sin clemencia alguna. Tampoco se hacen presentes esas angustias cuando las grandes empresas, en su rol de fabricantes, proveedores o mayoristas, deben tratar con las pequeñas y medianas. Allí impera la ley de la selva capitalista. “Este es el precio, ¿lo quieres o no?”, es el látigo con el que las tratan.

 

Las preocupaciones de los medios

 

La otra gran hipocresía en este tema es la de los medios de comunicación del capitalismo hegemónico, tanto los locales como los globales. Todos se muestran preocupadísimos por el cierre de empresas, y tratan el asunto como si fuese una deformidad exclusiva del sistema socialista que se intenta implantar en Venezuela (algunos van más lejos y hablan, con sobreactuación maricorinesca, de las perversiones del «comunismo»). Ocultan el hecho de que la desaparición de pequeñas y medianas empresas es una tendencia en alza en todo el mundo capitalista, especialmente desde que este ingresó a la fase del neoliberalismo.

 

A los redactores y editores de estos medios les parece normal que en las naciones abiertamente capitalistas, siete de cada diez emprendimientos fracasen antes de cumplir cinco años (alrededor de cinco en el primer año). También les resulta un signo de salud económica que las megacorporaciones engullan a las compañías pequeñas, algunas con muchos años de trabajo y establezcan modelos de negocio depredadores (el caso del sector farmacéutico es un ejemplo global).

 

Las notas que publican estos medios sobre el eventual apocalipsis empresarial de Venezuela se enfocan en el desempleo que ocasionarán los cierres. En cambio, los trabajos periodísticos que difunden esos mismos medios sobre colapsos de gigantescas compañías en Estados Unidos, casi no hablan del factor humano. Tampoco escarban mucho en los casos en los que dos grandes se fusionan y prescinden de la mitad de sus respectivas nóminas. “Eficiencia gerencial”, le dicen.

 

Por ejemplo, en el transcurso del último año, se han ido a la bancarrota o han quedado reducidas a operaciones mínimas empresas tan icónicas del american way of life como Sears, Macys y J.C. Penney. Incluso acaba de cerrar la firma de armamento Remington, que tenía más de 200 años. En las informaciones publicadas al respecto se habla de las pérdidas recurrentes de los accionistas y de la grave crisis que están sufriendo los malls o súpercentros  comerciales debido a la competencia de las ventas vía internet, pero apenas si se mencionan los daños causados al empleo. Solo en uno de los casos, el de Macys, se indica que la quiebra implica el despido de diez mil personas.

 

Claro, lo dicen sin que nadie haga una alharaca porque no hay manera de echarle la culpa al socialismo.

 

(Clodovaldo Hernández / La Iguana.TV)