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Los emperadores romanos, Miguel Ángel y hasta Mussolini sabían dónde ir cuando necesitaban el mejor mármol: Carrara, en Toscana. Pero ahora el futuro de las canteras que se han utilizado durante miles de años es causa de preocupación.

 

Estoy en una montaña mirando un río de crema que serpentea cerca de mis pies.

 

A mi alrededor hay canteros cubiertos en crema -sus botas empastadas, camiones salpicados- removiendo grandes losas de precioso mármol de la pared del acantilado con los cortadores de diamantes.

 

Una fuerte lluvia de verano convierte el polvo de carbonato de calcio en una cascada de café con leche.

 

Esta es la región de la frontera de Lunigiana, en el extremo noroccidental de Toscana, un lugar de bosques de castaños, llenos de lobos y jabalíes, donde las piscinas verdes en el río Magra invitan a nadar.

 

De los dramáticos picos de Carrara se ha extraído mármol durante más de 2.000 años.

 

Esclavos y anarquistas

 

Hubo un tiempo en el que esclavos romanos trabajaron aquí con picos y cuñas, extrayendo mármol para la construcción del Panteón y de la columna de Trajano.

 

Algunas canteras aún conservan las marcas de su ardua labor.

 

En el siglo XIX, las canteras fueron el foco del movimiento anarquista italiano (los trabajadores de la roca siempre se han sabido organizar muy bien) y algunas de las canteras ahora son administradas por cooperativas.

 

Pero hoy en día, el panorama muestra a la valiosa roca pálida siendo cortada por máquinas, a un ritmo de un millón de toneladas al año, en losas destinadas a adornar los baños de lujo en China y Dubái.

 

Ha habido manifestaciones de quienes temen que las excavaciones se han vuelto ruinosamente exhaustivas.

 

El problema de ser el mejor

 

El mármol ha sido la columna vertebral de la economía de la región y de su orgullo.

 

Pero en los últimos años, un negocio que genera anualmente más de US$900 millones, según la Guardia de Finanzas, beneficia casi exclusivamente a un puñado de familias y negocios poderosos, mientras que los demás sufren los efectos secundarios de la excavación.

 

Ese mármol que siempre ha sido parte de la identidad de Carrara, que corre por las venas de los carraresi e hila sus memorias, el que siempre cautivó al mundo, es el mismo que trajo la globalización, las fuerzas de mercado y los métodos nuevos de excavación.

 

Y, aunque eso había ocurrido ya antes, nunca a esta escala.

 

De las canteras en 1920 se sacaban menos de 100.000 toneladas al día; hoy, un millón.

 

La demanda insaciable y la competencia con productores como China, Rusia e India se traduce en una arremetida sin tregua contra las montañas de las poderosas sierras armadas con diamantes y enormes palas mecánicas de compañías que ya no son exclusivamente locales.

 

Curiosamente, el conglomerado de la familia Bin Laden fue el primer grupo extranjero en participar en la producción de mármol de Carrara.

 

El ritmo de la extracción se empezó a acelerar después de la Segunda Guerra Mundial.

 

Nuevas tecnologías empezaron a aumentar la producción y a reducir la fuerza laboral.

 

En la década de 1930 a los hombres de Mussolini les tomó seis meses derribar una losa utilizando cuerdas y poleas.

 

Todavía en los años 50, 16.000 personas trabajaban en las canteras. Hoy en día, menos de 1.000.

 

Y el mármol rara vez se trabaja aquí. La obra de mano es más barata en otras partes.

 

El polvo y el paisaje

 

Entre lo mucho que se ha ido perdiendo con el paso inevitable del tiempo y la modernización, hay algo curioso que se extraña por su ausencia: los escombros.

 

Al extraer las enormes losas de mármol, caen fragmentos de distintos tamaños que en el pasado los canteros botaban en las laderas de las montañas, pintándolas de blanco.

 

Pero en la última década del siglo pasado, las compañías se dieron cuenta de que estaban botando una fortuna, pues con sólo limpiar los escombros y molerlos se consigue un fino polvo de carbonato de calcio que se usa en una amplia gama de productos, desde cremas de dientes hasta alimentos, pintura y papel.

 

Y resulta que esos desechos se venden por un precio varias veces más alto que el del más caro de los mármoles.

 

Sin ningún incentivo comercial para cortar los bloques de mármol con cuidado, la producción puede acelerarse al máximo.

 

El costo, sin embargo, lo asumen los locales del reino animal y vegetal.

 

La mutilación de las montañas sólo parece tener un freno: un área de 40.000 hectáreas está protegida por la UNESCO, por su fauna y flora excepcional y su paisaje único.

 

No obstante, según los activistas locales, no es suficiente.

 

A la antigua

 

En los pocos lugares que mantienen la tradición, los puestos de trabajo pasan casi exclusivamente de padre a hijo.

 

El peso y el movimiento de la roca se enseña minuciosamente.

 

Y se siente. He visto canteros con sus manos contra la pared de roca, como si le estuvieran tomando la temperatura, como si estuviera viva.

 

Es un gesto que me llama la atención una y otra vez aquí, sobre todo cuando me encuentro con Franco Barratini, un italiano de 75 años de edad.

 

Barratini es el dueño de «la cueva de Miguel Ángel», la excepcional veta del más pálido de los mármoles de Carrara que era la favorita del artista, quien venía personalmente a seleccionar sus bloques.

 

En un taller al pie de la cantera se encuentra una réplica todavía incompleta del David de Miguel Ángel.

 

Dicen los rumores que está destinada para la Piazza della Signoria en Florencia, donde sustituirá a la replica dañada que ocupa el lugar.

 

El valor de estas 55 toneladas de mármol de la misma veta que Miguel Ángel usó para hacer el del David original en 1501 es inestimable.

 

La calidad de su blanco es mucho mayor que la de la nieve recién caída.

 

Me recuerda a huesos y estrellas fugaces.

 

Es como algo que le robó su color de la luz.

 

Barratini pasa sus manos nudosas sobre el cuello de David.

 

«Empecé a trabajar en una cantera cuando tenía 12 años», me dice.

 

«Cuando un niño entra en una cantera lo llaman bagascio, prostituta. Lo obligan a hacer los peores trabajos… Arrastré agua, arrastré piedra: yo era un esclavo. Era el niño más pobre en la Tierra».

 

Desde el estudio de Barratini se ven los bosques de castaños de Lunigiana envolviendo las colinas empinadas que se hunden en la costa.

 

Los espíritus del bosque

 

Tras varias batallas y guerras mundiales, decenas de personas emigraron de Lunigiana.

 

Se fueron a América en su mayoría, aunque se dice que algunos trataron de caminar hasta Inglaterra, sin saber que había un mar de por medio.

 

En el interior, hay pueblos semiabandonados, envueltos en madreselva y flor de saúco, higos insertados en arbustos espinosos, derramando su savia, secándose para el invierno, y grandes campos de salvia y botón de oro, con granjas que venden pasteles hechos de borraja y pimpinela.

 

Este es un lugar en el que la gente todavía habla de hombres lobo y de los espíritus del bosque.

 

«¿Cómo llegó a ser dueño de esta cantera?», le pregunto a Barratini, que está demasiado embelesado con su estatua como para responder.

 

Como muchos de los hombres de la cantera, Barratini tiene el aura de un sobreviviente. Parece tener una fuerza única, como si se hubiera contagiado del mármol.

 

«Un hombre puede hacer todo», dice, haciendo un gesto en dirección a la cabeza de David.

 

(BBC)

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