Las personas que se consideran a sí mismas como de izquierda, pero son adversarios del proceso revolucionario venezolano (izquierdistas antichavistas, dicen ser) se ven con frecuencia sometidas a situaciones muy disonantes. 

 

Tengo varios amigos de esas características y han debido hacer malabares y contorsiones para explicar sus alianzas y amistades tanto internas como externas. Han pasado ya por numerosas pruebas, pero la que están enfrentando ahora con ese ser llamado Jair Bolsonaro sobrepasa todos los niveles de exigencia en materia de flexibilidad de las ideas de izquierda.

 

No es que los casos anteriores hayan sido fáciles. Nada de eso. Por ejemplo, para llamarse de izquierda y haber hinchado a favor de Macri hay que ser bien boludo, como dirían en Argentina. Estos amigos lo hicieron y aún hoy siguen respaldando al Gobierno del magnate y celebrando las jugadas judiciales de la oligarquía argentina para impedir que vuelva Cristina Fernández de Kirchner.

 

Pero esa actitud respecto al país sureño no es tan disonante si se le compara con la conducta de estos personajes en las recientes elecciones de Colombia. Porque decirse de izquierda y haber estado a favor del ventrílocuo Álvaro Uribe y su muñeco “Duquecito” es algo que requiere de una hipocresía bien verraca, venga y le cuento, vea.

 

Así han ido reaccionando estos “izquierdistas antichavistas” en diferentes situaciones de otros países: apoyaron la voltereta de Temer en contra la verdadera presidenta, Dilma, y todas las triquiñuelas para evitar el retorno del verdadero líder, Lula; celebraron la traición de Moreno, el que ganó con los votos de Correa para de inmediato montarle cacho; lamentaron la defenestración del perrito de alfombra Kuczynski (tan simpático que era); deploraron la suerte corrida por Rajoy en España; apoyan las acciones del senador Marco Rubio y de la ahora exembajadora de Estados Unidos en la ONU, Nikki Haley… En fin, que están alineados con la peor derecha del mundo, pero reivindican su condición de ñángaras.

 

Bueno, lo cierto es que en estos últimos días están batiendo todos sus récords de disonancia cognitiva, al verse en la obligación de apoyar a Bolsonaro, el pitecántropo de la ultraderecha brasileña que ganó la primera vuelta de esas presidenciales.

 

El autoproclamado izquierdismo antichavista queda atrapado por su aversión al proceso revolucionario de Venezuela y termina respaldando a uno de los políticos más retrógrados que nadie hubiera podido imaginarse, ni siquiera para montar una comedia o hacer una caricatura.

 

Hasta ahora estos especímenes de la izquierda light han podido conciliar sus ideas con el neoliberalismo más desmelenado; con el pitiyanquismo más vergonzoso y hasta con la terrible reputación de los paracos. Pero con Bolsonaro tienen que racionalizar la elección de un sujeto que está en las antípodas del pensamiento de izquierda, especialmente de esa izquierda a la que le gusta llevar el apellido «moderna»: es supremacista racial, misógino, homofóbico, militarista del subgénero gorila y apologista de las torturas y los asesinatos políticos. 

 

¿Qué argumentos puede tener alguien que sea de izquierda o que pose como tal para no rechazar de manera inequívoca a semejante esperpento? Bueno, nuestros izquierdistas exquisitos tienen uno, el mismo que han esgrimido para apoyar a Macri, a Temer, a Duque, a Kuczynski, a Rajoy, a Trump…: el odio al chavismo.

 

Y para no quedar tan feo, algunos recurren a argumentos contorsionistas como el de uno de esos amigos míos (quien se define como “de izquierda liberal”, pero simpatiza con María Corina Machado). Él dice que Bolsonaro es el infierno por el que deben pasar los pueblos a expiar sus culpas por haber caído antes en el embrujo de tipos como Lula, como los Kirchner… y (a qué adivinan…) ¡como Chávez! 

 

Con gente de izquierda como esa, ¿para qué se necesita derecha?

 

(Por Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)