El disparo se escucha con claridad en la grabación con las últimas palabras de monseñor Óscar Arnulfo Romero, pronunciadas en una pequeña capilla de San Salvador el 24 de marzo de 1980.

 

Es un estruendo ronco y prolongado, en cierto sentido impropio de un disparo calibre .22, pero no de la enormidad del asesinato que acababa de consumarse.

 

«El disparo sonó como una bomba», escribiría luego en sus memorias Jorge Pinto, el hijo de la mujer en cuya memoria Romero celebró su última misa, en la capilla del hospital Divina Providencia de la capital salvadoreña.

 

Y las ondas expansivas de la muerte del entonces arzobispo de El Salvador -quien justo un día antes les había pedido a los integrantes de las fuerzas armadas que desobedecieran las órdenes de matar a «sus mismos hermanos campesinos»- se hicieron sentir con fuerza durante años, incluso más allá del pequeño país centroamericano.

 

Para el periodista salvadoreño Carlos Dada, quien lleva más de una década investigando la muerte de monseñor Romero, esa fue la tarde en la que inició «nuestra larga guerra civil que duraría doce años y nos dejaría casi cien mil muertos».

 

Y el martirio de Romero también puso en un predicamento al Vaticano, donde durante mucho tiempo un poderoso sector se opuso a la canonización del hombre que, sin embargo, no necesitó de una bendición papal para pasar a ser conocido como «el Santo de América».

 

Eventualmente, la canonización del religioso salvadoreño, que había iniciado en 1994, se desbloqueó en 2013, por lo que 38 años después de su muerte monseñor Romero ya es oficialmente santo de la Iglesia católica.

 

El asesinato de San Óscar Arnulfo Romero, sin embargo, sigue en la impunidad.

 

Y detalles importantes, como la identidad del autor material de aquel disparo calibre .22, continúan siendo un misterio.

 

«Ese es el gran secreto de la derecha salvadoreña», le dijo a BBC Mundo Dada, quien se apresta a publicar un libro sobre el asesinato del santo centroamericano, el resultado de la investigación más exhaustiva hasta la fecha.

 

A 31 metros de distancia

 

Por lo pronto, de lo que no hay ninguna duda es que el hombre que le disparó a Romero lo hizo desde un Volkswagen Passat de color rojo, el que se detuvo frente a la puerta de la capilla poco antes de las 6:30 de la tarde de aquel 24 de marzo de 1980.

 

«Solo Romero pudo haberlo notado, porque los escasos asistentes a la misa estaban de espaldas a la puerta. Pero afuera algunas personas vieron el carro. Parecía tener un desperfecto mecánico porque el conductor forcejeaba la palanca de velocidades», cuenta Dada en el primer capítulo de su libro, adelantado esta semana por el periódico digital salvadoreño El Faro.

 

«En el asiento de atrás otro hombre esperaba. A exactamente treinta y un metros con diez centímetros de distancia, Romero pontificaba desde el altar», continúa el relato.

 

El prelado, de hecho, se aprestaba a concluir la eucaristía.

 

«Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor; como Cristo. No para sí, sino para dar conceptos de justicia y paz a nuestro pueblo», alcanzó a decir todavía.

 

«Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza, a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros», pidió también monseñor Romero, antes de que su plegaria fuera interrumpida definitivamente.

 

Según el dictamen forense, el disparo que silenció al arzobispo lo impactó muy cerca del corazón, «a 20 cm de la línea clavicular anterior y a 6 cm del esternón», dejando «un agujero circular con un diámetro de 5 milímetros».

 

Y, en su trayectoria por el tórax del sacerdote de 62 años, el proyectil lesionó varios vasos del mediastino, incluyendo la aorta ascendente, provocando así la hemorragia incontenible que le costó la vida.

 

Un verdadero trabajo profesional que, según el excapitán Álvaro Saravia -el único hombre que ha sido condenado por el asesinato-, fue ejecutado por un ex guardia nacional, miembro del equipo de seguridad del hijo de un exmilitar (y expresidente) salvadoreño.

 

Siete sospechosos

 

Las acusaciones de Saravia -quien fue condenado en un juicio civil celebrado en EE.UU., pero logró darse a la fuga- están recogidas en otro trabajo de Dada, el reportaje «Así matamos a monseñor Romero», publicado por El Faro en marzo de 2010.

 

Pero esta semana el actual arzobispo de El Salvador, cardenal Gregorio Rosa Chávez, resucitó la tesis de que el tirador -descrito en el momento de los hechos como un hombre barbado- podía ser argentino.

 

«Es posible, pero no es lo más probable», le dijo sin embargo Dada a BBC Mundo.

 

Y, por lo pronto, la lista de sospechosos del periodista salvadoreño, quien se encontró varias veces con Saravia en la clandestinidad, contiene todavía siete nombres diferentes.

 

De lo que no quedan dudas, en cualquier caso, es que el hombre que apretó el gatillo fue nada más una pieza más de una conspiración organizada desde los sectores más radicales de la extrema derecha salvadoreña.

 

Y ni siquiera la familia del mayor Roberto d’Aubuisson -el ya fallecido fundador de Arena, el partido que gobernó a El Salvador por 20 años, de 1989 a 2009- disputa su participación en el complot para matar al arzobispo, a quien la derecha salvadoreña acusaba de comunista por sus continuas denuncias de violaciones de derechos humanos.

 

Según Saravia, fue el propio D’Aubuisson quien le ordenó conseguir el auto empleado para el asesinato de monseñor Romero y lo mandó luego a pagarle al tirador «mil colones» (poco más de US$110), cuando todo ya estaba consumado.

 

Una versión que coincide con las conclusiones de la Comisión de la Verdad para El Salvador, establecida luego de los acuerdos de paz de 1992, que en su informe final afirma que D’Aubuisson «dio la orden de asesinar al arzobispo e instrucciones a su entorno de seguridad de organizar y supervisar el asesinato».

 

«El padre Jesús Delgado, biógrafo de monseñor Romero y quien desde hace años promete que algún día, en un libro, revelará quiénes ordenaron el asesinato del arzobispo, asegura que el mayor Roberto d’Aubuisson fue solo una pieza operativa, no el autor intelectual del asesinato», advierte Dada hacia el final de «Así matamos a monseñor Romero».

 

Y, por lo pronto, muchos de los supuestos participantes en el complot mencionados por Saravia en el reportaje de Dada siguen libres en un El Salvador que desde este domingo tiene oficialmente santo propio.

 

Un santo que, para muchos salvadoreños, ya merecía ese título incluso antes de aquella bala calibre .22 acabara con su vida a las 6:30 de la tarde del 24 de marzo de 1980, cuando no dudó en volver a usar su púlpito para defender los derechos humanos.

 

(BBC)