La deserción del magistrado Christian Zerpa a Estados Unidos es una prueba de que el Tribunal Supremo de Justicia sigue siendo uno de los “objetivos militares”, una plaza estratégica en la guerra de cuarta generación para cambiar el gobierno de Nicolás Maduro y arrasar luego con todo vestigio del movimiento chavista.

 

Aunque no se ha perfilado hasta ahora como un personaje brillante, Zerpa es la cristalización de un sueño que ha acariciado el sector antirrevolucionario desde hace muchos años, pero especialmente desde 2015, cuando la oposición política, actuando por vía electoral, logró una amplia mayoría en la Asamblea Nacional: tomar por asalto el Poder Judicial.

 

El proyecto en ese entonces lucía sencillo, casi hecho: la nueva AN renovaría el Tribunal Supremo de Justicia con magistrados de su tendencia política, y con el control del Poder Legislativo más el Judicial, sería cuestión de unas pocas jugadas el darle jaque mate a Maduro e iniciar una especie de caída y mesa limpia para cerrar cualquier posibilidad de retorno al poder del bolivarianismo.

 

El gobierno, sin embargo, también movió sus piezas, y utilizó los últimos días de la AN anterior (2011-2016) para adelantar la renovación de los altos jueces. El TSJ así conformado ha sido clave para preservar la estabilidad del gobierno, especialmente a través de los fallos de su Sala Constitucional, último intérprete del texto de la Carta Magna.

 

La AN opositora intentó, de todos modos, nombrar nuevos magistrados y declarar sin efecto la designación de los anteriores, a quienes los medios aliados de la oposición comenzaron a estigmatizar como “magistrado exprés”.

 

En 2017 se produjo una nueva ofensiva sobre el TSJ, esta vez apuntalada desde el Ministerio Público, luego de que su titular, Luisa Ortega Díaz, rompiera con el gobierno y se pusiera al servicio de la insurrección callejera que en ese tiempo estaba en desarrollo.

 

En ese contexto tomó fuerza mediática la figura del “TSJ en el exilio”, integrado por las personas que la AN opositora designó como tales. En 2018, este órgano tuvo diversas actuaciones, ahora con Ortega Díaz actuando como fiscal en el exilio, incluyendo un juicio bastante sui géneris contra el presidente Maduro, efectuado en Bogotá, tras el cual lo sentenciaron a 18 años de cárcel por presuntos delitos de corrupción. Esa “sentencia” es uno de los argumentos actuales para alegar la ilegitimidad de Maduro.

 

De cara a la toma de posesión presidencial, el punto focal de la estrategia ha estado en la Asamblea Nacional. Se basa en que esta niegue el derecho de Maduro a prestar el juramento constitucional (lo que ya hizo) y en que eventualmente designe a un gobierno paralelo (lo que está por verse si hará o no).

 

Pero la AN no es el único punto de ataque. A sabiendas de que Maduro jurará ante el Tribunal Supremo, y de que los integrantes de un eventual “gobierno paralelo” pueden ser objeto de acción penal por parte del TSJ, el plan contempló también un intenso fuego contra la máxima instancia del Poder Judicial. Luego de un trabajo corrosivo muy intenso, consiguieron al menos un personaje capaz de alborotar el cotarro en víspera de la toma de posesión.

 

Buscando a los “blandos”

 

El trabajo interno en el TSJ se apoya en dos de los instrumentos de presión más efectivos con los que cuenta la antirrevolución: las llamadas sanciones de Estados Unidos y otros países contra funcionarios venezolanos, y la amenaza de juicios bajo leyes internacionales o de los países promotores.  

 

A algunos de los castigados con estas represalias, en particular a los que tienen menos proyección pública, se les extorsiona con las tales sanciones. Se les amenaza con procesos judiciales en EEUU o en cortes ad hoc internacionales y se les ofrece la salida de quitarse de encima la rémora si aceptan actuar como delatores o testigos estrella. Incluso, se les da la posibilidad de “resolver su problema” obteniendo estatus de refugiados políticos o beneficios como la green card para ellos y sus familiares.

 

Los encargados de detectar a los elementos susceptibles de sucumbir ante la presión se concentran en los más vulnerables. Toman en cuenta conflictos interpersonales y denuncias que pueden estar procesándose internamente. Este fue, aparentemente, el caso de Zerpa, envuelto en un proceso disciplinario que, de acuerdo a la letra constitucional, iba a ser dirimido por el Consejo Moral Republicano. Con semejante perspectiva, y cargando con el peso de una sanción por el gobierno de Canadá, el magistrado se convirtió en un “elegible” para la estrategia de cooptación.

 

En sus declaraciones públicas, Zerpa ha dicho que tenía conflictos con el presidente del TSJ, Maikel Moreno, quien, además de plagiarle un trabajo académico, habría llegado al extremo de amenazarlo con la violencia física por discrepar en un caso.

 

Aunque dijo no tener elementos probatorios –algo bastante cuestionable en un juez de cualquier nivel- el magistrado acusó a Moreno de “ser un delincuente” por tener un enorme archivo de denuncias acumuladas, y también de ser el testaferro judicial del presidente Maduro, de la primera combatiente, Cilia Flores, y de “su socio”, el empresario Raúl Gorrín, investigado en EEUU.

 

Debilidades inocultables

 

La operación contra el TSJ incluye toda clase de infamias y de medias verdades, pero se apoya en debilidades estructurales del Poder Judicial que están a la vista de todo el país, especialmente de las personas que han tenido algún contacto con los tribunales de cualquier instancia.

 

La corrupción y la ineficiencia existentes en este ámbito son terreno fértil para que germine cualquier acusación real o falsa.

 

Por ejemplo, Zerpa asegura que algunos jueces regionales han sido removidos de sus cargos por no tomar las decisiones recomendadas desde Caracas respecto a casos de narcotráfico. Obviamente se trata de un caso gravísimo, que ameritaría la presentación de pruebas concretas. El funcionario no las ha presentado, pero el clima de desconfianza en el Poder Judicial las hace innecesarias para quienes procuran otorgarle credibilidad, especialmente para la maquinaria mediática y de redes sociales enemiga de la Revolución venezolana.

 

El mismo personaje denunciante se convierte en un ejemplo viviente de las falencias del sistema judicial. Su declaración de que “no tengo pruebas físicas pero sí elementos testimoniales para concatenar en las investigaciones de corrupción en el país” podría haber ameritado un reprobado en alguna materia de los comienzos de la carrera de Derecho.

 

Siendo magistrado del Tribunal Supremo cabría esperar de él no solo que sustentara debidamente sus acusaciones, sino que utilizara argumentos jurídicos, no meras ristras de lugares comunes del discurso opositor como que “el gobierno de Maduro es el peor de la historia”.

 

Su propio reconocimiento de que “cuando fue electo cumplía con todos los requisitos constitucionales, excepto el de ser políticamente imparcial” es una prueba de la profunda reestructuración que necesitan los mecanismos de selección del Poder Judicial.

 

(LaIguana.TV)