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La mayoría de la gente que es parte de mi vida no lo sabe. Mis amigos, mis conocidos, los padres de los compañeros del equipo de fútbol de mi hijo: ninguno lo sabe.

 

He preparado un discurso para cuando surge la pregunta. Digo que estoy pensando en cambiar de trabajo, o que me he dedicado a organizar la casa desde que nos mudamos, o que soy un «consultor».

 
Lo que realmente sucede es que tengo 47 años y estoy desempleado.

 

Hace ya siete años que oscilo entre tener y no tener trabajo. Esta última temporada sin ocupación estable ha durado casi dos años. Luego de enviar toneladas de solicitudes y pasar por entrevistas de cinco horas que terminan en rechazo, cada día me asalta el miedo de que nunca voy a volver a un empleo de tiempo completo.

 

Hay muchos hombres como yo por ahí. En los Estados Unidos hay nueve millones de trabajadores en edad productiva que no encuentran empleo. De ellos, siete millones han abandonado ya la búsqueda.

 

Según algunos economistas, la recesión y la recuperación lenta son la fuente del problema. Fue mi caso, por cierto. Nací y me crié en Silicon Valley y he atravesado las olas de crecimiento tecnológico en el área. Dado que varias de las empresas para las que trabajé cerraron durante la recesión, no he podido reingresar al mercado de trabajo, y los conocimientos profesionales que he perfeccionado no son ya relevantes.

 

Cada día que paso sin trabajo amplía la brecha acechante del desempleo en mi curriculum vitae. El estrés de la incertidumbre me afecta. También el sentimiento de vergüenza, ya que no le brindo a mi familia lo que debería.

 

A veces siento que quisiera rendirme, y ya. Y durante algunos períodos –a veces, meses– lo he hecho.

 

Las cosas no eran tan malas cuando comencé a trabajar, luego de graduarme, en la década de 1990. El dinero fluía en Silicon Valley. Nunca pensé que un día, pasados mis 40 años, iba a tener que luchar para mantenerme a flote.

 

La primera vez que me despidieron, en 2002, mi esposa estaba embarazada de nuestro primer hijo. Además de la lista interminable de solicitudes de trabajo, me estresaba pasar horas revisando las cuentas, discutiendo la logística de las finanzas para recibir a nuestro hijo en una casa que sólo contaba con el ingreso de mi mujer. Luego de un tiempo, conseguí un empleo en una empresa local de tecnología informática, pero me encontré nuevamente en la calle cuando la compañía cerró, en lo peor de la recesión, en 2009. Ya teníamos a nuestro segundo hijo y pagábamos una hipoteca.

 

Durante los siguientes siete años conseguí cinco empleos y los perdí cuando las empresas cerraron. Los únicos trabajos que encontré eran por contrato, temporales o de medio tiempo, siempre con promesas vagas de estabilidad que nunca se concretaban.

 

Un ciclo de desempleo interrumpido por empleos intermitentes.

 

La tecnología informática, además, se basa en dominar el software que la compañía tenga, cualquiera sea; con cada despido acumulé experiencia que se volvió obsoleta al instante. La combinación de empresas que cerraban y mi atraso en la capacitación me hacía más vulnerable. El patrón de desempleo y solicitudes de trabajo ganó una familiaridad escalofriante. Desde que perdí mi último trabajo, a comienzos de 2015, el ciclo parece haberse congelado.

 

No he podido conseguir un empleo de tiempo completo.

 

Aunque mi esposa tiene un empleo estable, vivimos con el dinero más que justo, a veces con USD 30 para mantener una familia de cuatro durante una semana. Bajamos el costo del cable, de los celulares y de internet; dejamos de ir al gimnasio y de salir comer con nuestros amigos más prósperos, para evitar cuentas caras, conversaciones incómodas y de vez en cuando un poco de celos. Volvimos a usar dinero en efectivo para evitar costos bancarios; no llevo a mis hijos a hacer las compras para evitar negarles el cereal o el snack que puedan querer y pedirme.

 

Muchas veces pensé en emplearme en servicios o tareas manuales. Pero siento temor de quedarme atrapado en una situación sin perspectivas de crecimiento.

 

Y también me sentiría humillado: me resultaría muy difícil trabajar ocho horas por día cruzando los dedos para que ningún vecino o amigo me vea en una caja registradora o en una gasolinera. Ya me siento desmoralizado, no necesito más ira contra el mundo.

 

Gastamos todos nuestros ahorros y no hemos podido reponerlos. A veces me pregunto cómo haríamos si tuviéramos un gasto inesperado, como una emergencia médica.

Hace poco comencé con una horas de consultoría de software en una empresa local. No es algo fijo pero me permite salir de la casa y puede convertirse en algo más permanente. Pero sobre todo es mejor que nada.

 

Cada día paso horas recorriendo listas de trabajos en internet y llenando las solicitudes con la convicción de que el 99% de las veces no habrá respuesta. Muchas veces, antes de hacer click en «Enviar» y mandar mis datos al vacío de la red, me he preguntado si hay alguien del otro lado. Cuando he llegado a la instancia de las entrevistas me he preguntado si no será mi edad: creo que la discriminación por la edad es algo real y pernicioso en Silicon Valley.

 

Luego de cada rechazo caigo en una espiral de negatividad. ¿Qué hice mal? ¿Qué fue lo que no les gustó de mí? Dudo de mí mismo al punto de pasar semanas sin siquiera insistir con la búsqueda, convencido de que nunca voy a volver a trabajar.

 

Extraño tener algún lugar al que ir todos los días. Extraño la interacción con adultos, además de mi mujer. Extraño la perspectiva de tener por delante un día productivo.

 

A veces ni siquiera salgo de la casa. Paso el tiempo leyendo listas de trabajo en internet y distrayéndome. Últimamente mis pensamientos parecen reflejar una especie de crisis existencial. ¿Qué sentido tiene que esté en este mundo? Si consiguiera un empleo y pudiera mantener un mejor nivel de vida y mi familia me respetara más, ¿sería suficiente para justificar mi existencia? ¿O en el fondo nada cambiaría?

 

Existe la idea de que estar desempleado permite que uno tenga tiempo libre para explorar sus intereses o para ponerse en forma. La realidad es que resulta muy difícil encontrar el espacio mental para hacer algo así. Un hobby me parecería una distracción: ¿voy a aprender a manejar un drone cuando en realidad tengo que buscar trabajo? Me comprometí conmigo mismo a no mirar televisión durante el día; me sentiría avergonzado.

 

Me levanto, abro mi laptop y me dispongo a pasar el día llenando solicitudes y enviando correos de recordatorio. Entonces comienza la distracción. Me digo: «Sólo una miradita rápida a Twitter, para ver qué pasa en el mundo». De pronto miro y se ha hecho la 1:15 de la tarde. Twitter es mi heroína.

 

Durante las elecciones me mantuve detalladamente informado y me pasé horas tuiteando con extraños sobre asuntos políticos esotéricos. Leí libros de teoría económica para comprender mejor lo que presentan las noticias. Pero es una pérdida de tiempo: nada de eso contribuirá para que sea más apto para un trabajo.

 

Y está el estigma social.

 

Es difícil no preocuparse por lo que piensan los otros sobre mí, sobre por qué llevo tanto tiempo sin encontrar empleo. Percibo el descontento de mi madre y de mi hermano. Cada vez socializo menos, y hasta he perdido contacto con ex compañeros de trabajo que pueden estar en la misma situación que yo.

 

Temo estar dándoles un mal ejemplo a mis hijos, que ya tienen 10 y 14 años. Temo que me vean como un cuento con moraleja, no como un modelo. Cuando les hablo, trato de hacer énfasis en la importancia del trabajo y de cuidar el dinero. Mantengo la esperanza de que eso les llegue como un rasgo mío, que vean que no soy sólo el hombre que llena solicitudes sin fin en su computadora y ni siquiera puede juntar el coraje para decirle la verdad a la gente.

 

Y sobre todo me preocupa mi esposa. Me preocupa cargarla con la responsabilidad de ser la única fuente de ingresos de nuestra familia. A veces cuando llega del trabajo estresada por un mal día en la oficina, me ve sentado ante la computadora en la sala y me dice que siente celos de que yo pueda quedarme todo el día en la casa. Le contesto que ella es la que tiene suerte: se levanta y va a una oficina donde la necesitan y recibe un salario a cambio de sus esfuerzos.
Ella no puede identificarse con mis frustraciones cotidianas, y yo no puedo identificarme con las de ella.

 

Asumí muchísimas más responsabilidades del hogar: limpiar, cocinar, todos los quehaceres. No me salen bien. Y me dan pena todas las amas de casa: el trabajo doméstico es categóricamente una porquería. A nadie le gusta hacerlo.

 

La cuestión principal no es que me quedé sin empleo, sino que quiero esconderme de la gente.

 

No hay nada de malo en perder un empleo. La vergüenza consiste en no poder conseguir otro, en especial en una zona floreciente como Silicon Valley. Temo que mis amigos crean que el problema soy yo.

 

En eso radica la ironía: sé que la manera de conseguir trabajo es salir y decirle a la gente que uno está en la búsqueda. La mejor manera de conseguir trabajo es recurrir a los conocidos y a la red social para fortalecer las conexiones.

 

Un día voy a generar el coraje necesario.

 

Por ahora mi desesperación es silenciosa. Por ahora es mi secreto.

 

(Carta de Andy Williams (seudónimo) en Vox.com)

 

(Infobae)