¿Planificar un magnicidio y el asesinato en masa de dirigentes políticos y oficiales militares es algo normal, justo y democrático? Claro que no, pero los gobiernos enemigos, los entes diplomáticos adversos y la maquinaria mediática se esfuerzan en hacer ver  que es «una de las opciones sobre la mesa».

 

Son varias las estrategias destinadas a lograr la legitimación de estas violentas intenciones. Una de ellas es negar que sean reales. Esto sería bastante más sencillo si no hubiese un camión cargado de evidencias. Pero aún con esa desventaja, ese complejo político-diplomático-mediático logra hacerlo. Tiene a su favor una audiencia dispuesta a no creer nada que venga del lado revolucionario. 

 

Así vimos cómo, a pesar de que la denuncia oficial fue acompañada de videos y audios a granel, periodistas e influencers de diverso rango salieron a decir que Jorge Rodríguez estaba intentando meterle cuentos al país.

 

Para negar los hechos, algunos optaron por ignorarlos, no hablar del asunto, borrarlos. Algunos medios de comunicación globales, siempre muy pendientes de Venezuela, se mostraron poco interesados en este caso.

 

La segunda modalidad para lavarles la cara a los aspirantes a magnicidas-genocidas es banalizar el tema. Afirmar que es una denuncia repetida, lo cual –en todo caso- es natural porque también son repetidos los intentos de estos grupos extremistas. 

 

La forma cómo los protagonistas de estos planes develados hablaron de matar a altos funcionarios y de cometer atentados es escalofriante. Pero tanto o más lo es que los medios y los comentaristas de redes sociales lo tomen como algo que cabe dentro de la lucha política.

 

Por supuesto que para decir que la denuncia es reiterativa e infundada es necesario seguir negando que haya ocurrido un intento concreto el 4 de agosto del año pasado. Y, en efecto, lo siguen negando incluso después de que uno de los componentes de la maquinaria mediática (la televisora CNN) confirmara el magnicidio frustrado, seis meses después de ocurrido.

 

La banalización de la muerte, la destrucción y la guerra son, además, parte de una línea estratégica general. Después de tantos años viendo películas y series y jugando juegos de video en los que son asesinadas brutalmente miles de personas (especialmente de los grupos sociales, raciales o políticos caracterizados como enemigos de EEUU), el imperio cultural confía en que ver a unos señores hablando de matar a diestra y siniestra sea perfectamente potable.

 

No se debe obviar el hecho de que el gran complejo gubernamental-diplomático-mediático ha hecho un prolongado e intenso trabajo previo. Tantos años repitiendo que el de Venezuela es un Estado forajido, un gobierno dirigido por un tirano implacable es el sustrato necesario para luego lanzar una acción violenta que pueda considerarse justa y hasta ser celebrada por los pueblos democráticos. De casos similares está plagada la historia pasada y reciente del mundo.

 

De inmediato, bajo ese mismo enfoque, se activa otra de las acciones típicas de estos casos: victimizar a los implicados y satanizar la acción de las instituciones que les abran procesos de investigación o procesamiento judicial. En el fondo se encuentra la misma deslegitimación del Estado y del Gobierno, al que se le niega el derecho a actuar contra quienes cometen estos delitos. Por ello no se dice que fueron detenidos, sino secuestrados y se les llama presos por pensar diferente, aunque se les haya escuchado planificando homicidios, atentados y acciones a realizar en complicidad con fuerzas extranjeras. 

 

Los gobiernos que forman parte de esta poderosa maquinaria antivenezolana entran a escena a abogar por los detenidos y solicitados. Habría que preguntarse cuál es la suerte de quienes hacen algo parecido a esto en esos países cuyos gobernantes hacen airados reclamos a favor de los “presos políticos”. 

 

Por supuesto que el socorrido mecanismo de la maniobra distractiva tampoco deja de ser útil. Cuando el Gobierno formula una grave denuncia, el aparato adversario responde con algún seudoacontecimiento.  A veces se trata de algo tan chapucero que hasta provoca sonrisas, como fue el valiente episodio de Juan Guaidó salvando a sus escoltas de un ataque artero de colectivos vestidos de ropa colorada.

 

Todo apunta en el mismo sentido. La idea de la maquinaria belicista es justificar y legitimar la vía violenta mientras, en paralelo, boicotean las opciones del diálogo y la negociación. En muchos otros aspectos fracasan de manera recurrente, pero en este siempre logran algún macabro “éxito”.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)