Es posible que no exista ninguna otra acción humana tan universalmente repudiada como la tortura. Estudiosos del tema dicen que tal vez solo la esclavitud se le equipare. Sin embargo, también es muy posible que sea ese tema el que genere mayor cantidad de hipocresía, doble discurso y relativismo moral en una humanidad muy dada a esas tres actitudes en esta y en todas las épocas.

 

Estos fenómenos se presentan tanto en el escenario global como en las luchas internas de los países, y también en el plano individual.

 

Hipocresía de campeonato mundial

Observamos primero cómo opera esto a escala internacional. Son realmente muy pocos los países que pueden decir que están libres de tortura. De lo que sí están libres algunos es de la atención de la maquinaria mediática global al respecto, lo que les permite actuar impunemente.

 

Es difícil encontrar un país de los que se presentan como ejemplo de democracia y respeto a los derechos humanos que no tenga esqueletos ocultos en los armarios.

 

Por ejemplo, en perspectiva histórica, Francia, el país que se jacta de haber fundado las luchas por los derechos humanos, dejó un expediente tan nefasto en materia de torturas contra los luchadores por la independencia de Argelia, que el gran filósofo Jean Paul Sartre se refirió a las terribles prácticas como «la viruela que devasta nuestra época».

 

Países como Estados Unidos obtienen todos los campeonatos mundiales. Han dictado cátedra de tortura avanzada, han inventado modalidades particularmente perversas de tormento a prisioneros, han adiestrado a la mayoría de los dictadores del planeta, pero se erigen en jueces de otras naciones. Y lo hacen selectivamente porque si el país es amigo, hasta pueden decapitar gente y transmitirlo en tiempo real, sin que Washington emita una de sus proclamas de preocupación.

 

El cinismo estadounidense en este sentido no tiene límites. La élite política dominante ha ascendido hasta uno de los principales cargos de sus organismos de inteligencia, la dirección de la CIA, a Gina Haspel, una experta torturadora a la que han apodado «la Sanguinaria» por sus ejecutorias en cárceles clandestinas (especialmente con la técnica de «el submarino») y al mismo tiempo pretenden que tienen autoridad moral para «sancionar» a los funcionarios equivalentes de otros países.

 

El relativismo moral no se queda allí, porque las sanciones que impone EE.UU. no se basan en principios éticos, sino que son de poner y quitar a conveniencia. Así, un individuo al que han castigado por delitos de lesa humanidad (no comprobados, dicho sea de paso), calificado por la prensa mundial como un implacable esbirro, candidato a ser juzgado por un tribunal penal internacional, puede convertirse, de un día para otro, en un refugiado, libre de sanciones, amparado por el mismo gobierno que lo había sancionado y celebrado como un héroe por la misma prensa global que lo había comparado con Tomás de Torquemada.

 

La hipocresía deja desconsolados -o en ridículo- a los que supuestamente fueron víctimas del esbirro convertido en héroe. A lo mejor, hasta se encontrarán en alguna tienda en Miami, cuando vayan se shopping.

 

Esa visión acomodaticia ante algo tan grave puede funcionar como un reproductor de la conducta criminal. Otros esbirros se sentirán envalentonados, pues saben que luego de cometer cualquier exceso, pueden llegar a ser niños consentidos del imperio, tan solo diciendo lo que les ordenen decir.

 

Plano nacional

Observamos el fenómeno de la hipocresía, la doble moral y el relativismo en el plano nacional.

 

En el lado revolucionario vemos gente envuelta en contradicciones sustantivas, al justificar (aunque sea secretamente) conductas que siempre habían cuestionado y que, en algunos casos, llegaron a sufrir en carne propia.

 

Se escucha decir que la ultraderecha violenta, con sus planes magnicidas y genocidas, es merecedora de tales métodos, sobre todo si el objetivo es obtener información que sirva para evitar masacres y atentados. Al asumir esos argumentos ocurre algo patético: terminamos pareciéndonos a los personajes más deplorables del bando contrario, como George W. Bush y sus secuaces, luego de los sucesos del 11 de septiembre.

 

Otro punto que impide a una parte sector revolucionario asumir la condena sin atenuantes de los actos de tortura es la convicción de que con ello afectarán negativamente al proceso político. En verdad, todo indica que es al contrario, pues amparar de cualquier forma ese tipo de acciones solo contribuye a darles la razón a quienes dicen que no hay diferencias entre el actual sistema político y el que fue depuesto hace veinte años.

 

En el lado antirrevolucionario, en tanto, aflora la hipocresía con múltiples expresiones. Se rasgan las vestiduras los viejos políticos, especies resistentes a la extinción de una democracia que torturaba sistemáticamente, tanto en tiempos de guerra (de guerrillas), como en tiempos de paz. Y se las rasgan también los políticos de las generaciones más recientes, los que postulan la violencia como única vía, los que planifican asesinatos masivos, los que han perpetrado los linchamientos más bárbaros que pueda uno imaginar, los que han solicitado las medidas coercitivas unilaterales, que deben contarse entre las peores torturas, con el agravante de que son sufridas por la población en masa.

Por otra parte, los grupos opositores nunca pueden superar el automatismo según el cual todo hecho ocurrido en el país (desde un apagón hasta una riña callejera) debe tener como conclusión el derrocamiento del gobierno y el consecuente ascenso de ellos al poder. Esa obcecada visión hace que den la impresión de que en realidad les importa poco las víctimas de los hechos, siempre y cuando abonen al objetivo final.

 

Plano personal

Así llegamos al plano de lo individual, el de cada uno de nosotros con la sola compañía de su conciencia (para quien la tenga). El tema nos pone a prueba, nos reta. Estar en contra de la tortura en abstracto es fácil y más fácil todavía cuando la víctima hemos sido nosotros mismos, nuestros familiares, amigos o compañeros de bandería política. Se pone difícil cuando el torturado es un contrincante, un adversario o un enemigo (son grados diversos de antagonismo), especialmente si esa persona ha demostrado ser un monstruo. Pero, así son las cosas de la ética: la condena al despreciable crimen solo es realmente válida en este segundo caso.

 

Frente a situaciones como la que pone de relieve el asesinato del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo no hay pero que valga. No importa que el oficial retirado estuviera planificando, con suma frialdad, una masacre. El rechazo tiene que ser inequívoco, y muy clara la exigencia de que se castigue a los autores materiales y a quien pueda haberles dado órdenes o pueda haber instigado esa conducta delictiva (tal como están las infiltraciones en los cuerpos de seguridad, en este punto podría esperarnos una sorpresa).

 

Si no se hace de esa manera, la condena será pura retórica, una dosis más de doble moral para uno de los temas más hipócritamente tratados por la humanidad en todo tiempo y en todo lugar.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)