Hace menos de diez días, un Juan Guaidó en pose enérgica, declaraba que el diálogo con «el régimen usurpador» estaba cancelado, en virtud de la forma como murió, estando preso, el capitán de corbeta retirado Rafael Acosta y de las lesiones gravísimas sufridas por el adolescente Rufo Chacón, en medio de una protesta en Táchira.

 

A sus palabras -y a su pose- se las llevó el viento porque los preparativos para la reunión gobierno-oposición en la isla de Barbados continuaron su curso y el diputado que se autojuramentó presidente de la República tuvo que reconocer que los delegados de su bando estarían presentes.

 

El cambio de decisión y de tono enfureció a los sectores e individualidades más radicales de la oposición, que han mantenido la postura antidiálogo y claman por la intervención armada de Estados Unidos y sus satélites latinoamericanos. 

 

Públicamente regañaron a Guaidó no solo por haber anunciado que sus representantes sí irían a Barbados, sino también porque se refirió a su contraparte como «el gobierno», un fallo semántico inadmisible, pues la guerra simbólica exige llamarle siempre tiranía, dictadura, régimen, mafia o algo por ese estilo.

 

Para atenuar los daños que siempre causa esta conducta de fijar una posición y luego modificarla diametralmente, el diputado apeló a su libreto. Dijo que iban a la cita para acordar el cese a la usurpación, el gobierno de transición y las elecciones libres.

 

Solo sus allegados más fieles lo aplaudieron esta vez, pues una superficial revisión de la realidad política evidencia que la oposición, a estas alturas del año, está muy lejos de la situación ventajosa que le permitiría imponer condiciones previas en un proceso de diálogo. La crisis que sufre el Modelo Guaidó de cambio de régimen se evidenció en el patético fracaso de la convocatoria a protestas el día 5 de julio, una de las menos concurridas de 2019.

 

Con cada traspiés de esta naturaleza, el líder nominal de la oposición pierde un poco más de apoyo. Cada vez que se desdice, rebana su credibilidad, ya bastante mermada por todas las veces que ha anunciado fechas cruciales, días definitivos, horas de la verdad, sin que nada llegue a concretarse.

 

Guerra entre ultras

 


Algunos analistas opositores afirman que Guaidó es rehén de los grupos y personajes del ala extrema. Ese enfoque lo presenta a él (y a Leopoldo López, su jefe político en el escenario doméstico) como si fueran de tendencia moderada. Pero no hace falta ser un politólogo de amplios estudios para saber que eso no es cierto. Guaidó, López y toda la camarilla que tomó el control de la oposición notoriamente desde enero pasado son tan ultrosos como quienes ahora critican su blandura. Mal podría considerarse moderado un sector político que intentó un golpe de Estado en abril y que continuó luego avanzando en el plan de un magnicidio con masacre incluida.

 

 Es inevitable concluir que se trata de una guerra interna del ala más extrema de la derecha. Todos son enemigos del diálogo, partidarios de la ruptura violenta, solo que López y Guaidó (dicho en orden jerárquico) se ven forzados a buscar una puerta de escape, dada la precaria situación en la que ellos mismos se han puesto, luego de seis meses de intentos fallidos de tomar el poder al amparo de Estados Unidos y de las oligarquías del vecindario.

 

Observadores acuciosos han apostado por la hipótesis de que han sido los verdaderos jefes de Guaidó, en EEUU, quienes le ordenaron concurrir a Barbados, pese a sus bravatas iniciales. Los que sostienen esta conjetura se basan en el hecho de que el también autoproclamado embajador en EEUU, Carlos Vecchio, tuvo un insólito viraje en sus estridentes actitudes y apareció de pronto abogando por una salida dialogada. La conclusión luce clara: si Vecchio, que fue designando por el gobierno de Trump para hacer el papel de representante de Venezuela, dijo lo que dijo fue porque lo mandaron sus jefes en Washington.  A Guaidó no le quedaba otra opción que asumir la línea.

 

Edificado sobre el barro

 

La credibilidad de Guaidó no solo se debilita por las promesas incumplidas y por las contradicciones en las que ha incurrido durante su tiempo de protagonismo. A ese fenómeno contribuye también el hecho de que muchas de sus actuaciones ocurren sobre un piso fangoso, en el que abundan las falsedades, seudorrealidades, fake news y medias verdades.

 

Sin remontarse demasiado lejos, su tratamiento de los casos del capitán Acosta y el joven Chacón son ejemplos del poco aprecio por la verdad. 

 

Con respecto a Acosta, Guaidó quiso convertirlo en una figura de las luchas democráticas, pero la misma opinión pública que repudia su muerte, presuntamente a causa de torturas infligidas mientras estaba privado de libertad, lo había visto y oído planificando hechos sumamente violentos, que de haberse perpetrado podrían haber degenerado en una guerra civil. 

 

Por si fuera poco, Guaidó, en un ejercicio de realidad paralela en la que él es el comandante en jefe de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, le otorgó un supuesto ascenso postmortem al oficial retirado que planeaba matar al presidente y a otros altos funcionarios, un homenaje que, en caso de tener alguna efectividad real, sería como mínimo muy controversial.

 

Sobre el caso del adolescente tachirense, el dirigente de Voluntad Popular obvió por completo los hechos en los que aparecen como responsables dos policías bajo la autoridad de la gobernación del estado, que es de oposición. Sin ningún empacho culpó de lo ocurrido a «la dictadura atroz».

 

Esas actitudes ligeras hacen ver a Guaidó como un líder irresponsable, en especial cuando su conducta, como ocurre en este episodio,  contrasta con la de las autoridades nacionales que han actuado con firmeza y diligencia ante ambas tragedias, razón por la cual fueron detenidos los autores en tiempo muy breve.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)