Aunque el diálogo gobierno-oposición tenga que dar en círculos muy cerrados («es cupular y elitesco», dicen algunos críticos), puede generar un efecto cascada que -ojalá así sea- contagie a toda la sociedad.

 

Si la gente común y corriente se apropia (o, mejor dicho, si se reapropia) de la cultura del diálogo, es posible que hasta se produzca una especie de milagro social, y que me perdonen los que están demasiado desesperanzados y consideren que estas son puras majaderías, pero tal vez sea cosa de ponerse en onda de ofrecer el corazón para demostrar que no todo está perdido, como alguna vez escribió Fito Páez.

 

Es cierto que esa cultura del diálogo está en ruinas, hecha pedazos. No tiene sentido negarlo. No en balde han pasado años y más años de bombardeos cada vez más intensos, provenientes de sectores internos y externos que atizan la confrontación porque en ese escenario salen mejor librados sus intereses y sus negocios.

 

La ruptura de la opción del entendimiento tiene varias expresiones, algunas más explícitas y otras encubiertas.

 

Una de las expresiones explícitas es la legitimación social de la violencia. Este ha sido un fenómeno en permanente crecimiento y expansión a diversos campos, como un cáncer que hace metástasis. Comenzó con la elevación a la categoría de derecho de actos como el cierre de vías de comunicación y el incendio de basura en las calles y fue derivando hasta monstruosidades como la quema de personas y otras formas de linchamiento brutal que son aceptadas como normales por buena parte de la sociedad, incluyendo acá a quienes se supone más educados y cultos.

 

La legitimación de la violencia ha ido retorciéndose cada vez más, al punto de que sus partidarios están claramente a la cabeza de la coalición opositora y -peor aún- son líderes de tendencias de opinión que suelen ser dominantes. Ya estos personajes hablan sin embozo de matar a los contrincantes políticos, a través de medios masivos de comunicación o de sus cuentas en redes sociales. 

 

Tan peligroso como la legitimación de su opuesto, la violencia, es el trabajo de disolución que los sectores extremos han hecho en contra de la mera idea del diálogo. Entre opositores se le pinta de colaboracionismo con una dictadura; entre revolucionarios se le tacha de traición. 

 

Más allá del asunto político, el contagio es evidente en cualquier plano de la realidad cotidiana. Prueba de ello es la facilidad con la que una conversación puede degenerar en enfrentamiento, insulto, violencia física y hasta crimen, y la naturalidad con la que estas conductas son recibidas. La anomia en el tráfico de vehículos y peatones es la muestra más corriente de esta enfermedad.

 

Formas encubiertas

 

No menos preocupantes son las expresiones encubiertas de la destrucción de la cultura del diálogo.

 

Una forma no explícita es la exclusión o la autoexclusión (a veces muy directa, otras veces sutil) de las personas de sus círculos sociales habituales, incluso los familiares. Al no interactuar se evita la pugna, pero también se sepulta la opción del diálogo y se pierde el «entrenamiento» en el ejercicio del respeto por el punto de vista opuesto o diferente. Cada quien se reúne con quienes piensan más o menos igual y allí el diálogo suele tener más bien las características de un coro. Cuando los encuentros son inevitables, se juega a tejer filigranas retóricas para evadir los puntos de roce. Se dialoga sobre generalidades y temas fatuos, es decir, no se dialoga en realidad.

 

El virus del antidiálogo no se conforma con mantener separados a cal y canto a los revolucionarios de los opositores. No. También abre grietas internas en uno y otro bando. 

 

En el campo opositor, además de discrepancias partidistas comprensibles, es justamente el tema de la violencia el que causa rupturas, exclusiones y autoexclusiones. El ala pirómana, los antidiálogo, han mantenido sojuzgados a los moderados mediante el chantaje de considerarlos como lo peor de lo peor: chavistas. Los moderados no se atreven a exponer sus opiniones reales y hasta aceptan repetir el monólogo de los pirómanos. Pobre gente.

 

En el campo revolucionario, infortunadamente, la visión de la democracia participativa y protagónica ha cedido terreno a un ambiente de mutuos recelos en los que se valora mucho más la aquiescencia (o, simplemente, el silencio) que el debate. Esto ha hecho que el primer espacio donde es necesario restablecer el diálogo sea justamente en el endógeno.

 

La falta de adiestramiento para la disciplina del diálogo y la negociación con el contrario dialéctico tiene que ver también con la pérdida de estas  prácticas en áreas donde son naturales, como por ejemplo la actividad sindical. Cualquiera que alguna vez en su vida haya tenido que sentarse a discutir un contrato colectivo entenderá a qué me refiero. La virtual desaparición del sindicalismo (tanto en el sector público como en el privado) ha alejado esta experiencia tan asimilable a la solución de conflictos como el que sufre Venezuela.

 

Sin embargo, no todo está perdido

 

El diagnóstico abona a la visión de los desesperanzados. Pero se trata, como dice el tema de Fito (en especial, en la versión de Mercedes Sosa), de venir a ofrecer el corazón.

 

Si cada uno en su terreno se suma al esfuerzo honesto de reconstruir la ametrallada y bombardeada cultura del diálogo, la meta se hará realizable, dejará de ser una utopía, y dejará de ser también un eventual acuerdo entre cúpulas políticas.

 

No será tan fácil ni tan simple (sigamos tarareando), pero qué tal si comenzamos por desactivar los mecanismos de legitimación de la violencia y por desoír y aislar a sus promotores. 

 

Podríamos limitarles el  espacio a los que satanizan el diálogo y también podríamos dejar de excluir a otros de nuestros grupos sociales o de autoexcluirnos nosotros por motivos políticos. 

 

Podríamos empezar a exigir el diálogo en los planos internos, renunciar a la condescendencia y a las espirales de silencio. 

 

Podríamos empezar ensayando en una escala mínima, dialogando con algún vecino, amigo, compañero de trabajo o familiar del que llevemos muchos años distanciados. Si ese microdiálogo da sus frutos, habrá razones para celebrar, incluso en el triste caso de que alguien, allá en Oslo o en Barbados, le dé una patada a la mesa, como en muy mala hora lo hizo el señor Borges en Santo Domingo.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)