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“Es digno de un estudio antropológico”, suele decir mi politóloga de cabecera, Prodigio Pérez, ante ciertas situaciones que se presentan en nuestra trepidante cotidianidad. Por ejemplo, Prodigio anda ahora asombrada con las reacciones de cierto sector social, nada subestimable, en apoyo a panaderos a los que hasta unas horas antes calificaban de muérganos chupasangre.

 

Mi amiga es de la vieja escuela, esa que dice que el politólogo debe sumergirse profundo en los aspectos más corrientes de la realidad, si es que quiere de verdad conocer lo que ocurre en un país, una ciudad o una localidad. Así que ella se ha dedicado a comprar pan (o a tratar de comprarlo) en los más diversos sectores de Caracas, desde el lejano oeste hasta el muy célebre “este del este”. En ese recorrido por el espectro sociopolítico capitalino había encontrado un gran punto de consenso: “¡Esos panaderos son unos grandes carajos!”, resume ella.

 

Entre la gama de arbitrariedades y sinvergüenzuras cometidas por los empresarios del ramo en cualquier lugar de la urbe se cuentan: limitar la producción de pan simple y utilizar la harina para cachitos y otros rubros que producen más ganancias; revender la harina a pizzerías y otros negocios, para luego decir que no hacen pan por falta del insumo básico; formar una red de revendedores a quienes les entregan el pan guilladamente para que vayan a venderlo a lugares alejados de su establecimiento; poner a la gente a hacer cola en la calle, para que su molestia sea insoportable; vender el pan a precios descaradamente por encima del regulado, salvo cuando aparece por ahí la Sundde…

 

Prodigio asegura que desde Petare hasta La Pastora y desde Caricuao hasta El Hatillo se oía la misma cantaleta: “¡Esto es falta ‘e gobierno!”. Pero bastó que el gobierno se dejara de multas y otros castigos leves, e impusiera sanciones duras a dos panaderías para que los mismos ciudadanos que pronunciaban las quejas se convirtieran, sin necesidad de transiciones, en los más aguerridos defensores de los panaderos.

 

De un día para otro, el asunto del pan dejó de ser una cuestión de comerciantes abusivos pisoteando a sus clientes, para convertirse en un acto de xenofobia del gobierno de Maduro contra los pobrecitos portugueses que tanto han ayudado a construir este país.

 

Hasta el día en que la Sundde aplicó el ácido, los compradores de pan acusaban a ese organismo de ineficiencia, complicidad o simple apendejamiento. Cuando tomó las medidas de intervención, el superintendente William Contreras pasó a ser considerado un criminal de lesa humanidad que la tiene agarrada con unos señores por el hecho de ser extranjeros.

 

De acuerdo con los testimonios que Prodigio ha visto en la televisión y en Youtube, muchas de las personas que hacían cola a las puertas de una de las panaderías intervenidas están indignadas porque los nuevos encargados del establecimiento son feos y pertenecen a colectivos, lo que es sinónimo de malandros y malvivientes. “Yo quisiera saber si antes de la medida de la Sundde allí trabajaban únicamente panaderos sifrinos, como los que cocinan en el canal Gourmet, y si los que despachaban eran empleados rubios de ojos azules”, dice Prodigio con una amarga sonrisa.

 

La experta, que nunca desaprovecha una oportunidad para investigar, se puso a hablar con el cafetero de una panadería en el noreste de la ciudad. Le dijo que tiene casi 30 años trabajando para sus jefes lusitanos y que gana “un poquito más del salario mínimo”. El hombre es muy comprensivo con sus patronos porque “el comunismo los ha perjudicado mucho”, y su principal temor es que de un momento a otro lleguen unos chavistas y se apoderen del negocio. “Ya te lo dije: estos son casos dignos de un análisis antropológico… y, a veces, de uno psiquiátrico”, redondea Prodigio.

 

(Clodovaldo Hernández / [email protected])