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Celebro que al presidente Nicolás Maduro no le haya ocurrido algo peor de lo que le pasó en San Félix, pues creo que, a estas alturas, a nadie le debe quedar dudas de que el episodio pudo tener un desenlace trágico.

 

Pero celebro también que le haya ocurrido. Es una manera de poner al jefe del Estado y a sus principales colaboradores en sintonía con lo que padecen a diario los dirigentes de menor rango e incluso los militantes y simpatizantes de la Revolución, es decir, aquellos que carecen de anillos de seguridad y de círculos de adulación, sobre todo en entornos donde el antichavismo rabioso ha tenido siempre el control o se las ingenia para aparentar que lo tiene.

 

Cualquier revolucionario común ha vivido situaciones parecidas en su trabajo, en su centro de estudio, en su vecindad, en algún medio de transporte público, en locales comerciales, en restaurantes y hasta en templos, funerarias y cementerios. La lista de personas agredidas verbal y físicamente por ser chavistas es tan larga, y esto ha ocurrido de una manera tan reiterada, que a veces uno se pregunta si de verdad hemos estado en el gobierno todos estos años o ha sido una especie de espejismo.

 

El acoso contra los bolivarianos se produce incluso en muchos organismos del Estado, donde los antiguos empleados públicos adecopeyanos y los exchavistas convertidos en escuálidos imponen su ley, en ciertas oportunidades al estilo de los pranes.

 

No es un asunto meramente anecdótico. Los más infortunados han pagado con sus vidas. Así le pasó a Elizabeth Aguilera, quien era jefa de la Unidad de Batalla Bolívar-Chávez en la Cota 905 y fue asesinada y su cadáver quemado por delincuentes de la zona. El crimen se cometió luego de que algunos medios de comunicación opositores difundieran versiones según las cuales, la primera OLP realizada en esa zona había sido producto de las confidencias de patriotas cooperantes, es decir, de chavistas. Las bandas criminales fueron de inmediato a buscarla a ella, pues era la coordinadora del chavismo por esos lados. Esa muerte, dicho sea de paso, debería estar en la conciencia de los periodistas que incurrieron en tan grave “pajazo”. La ventaja para algunos de ellos es que no tienen (conciencia, digo).

 

No en pocas ocasiones, la persecución del dirigente, militante o simpatizante revolucionario se expresa de manera indirecta -y  muy desleal- en contra de sus hijos, por la vía del llamado bullying. Un buen amigo lo experimentó cuando era chavista (ya se dejó de eso). Su muchacho tomó turno al bate en un juego de pequeñas ligas, y los padres y madres  de los otros peloteritos, todos ellos y ellas gente “decente y pensante de la sociedad civil”, quienes estaban en la tribuna, comenzaron a corear la palabra “¡Asesino!” contra el jovencito, quien obviamente no había matado a nadie, como tampoco lo habñía hecho su padre. Con ese botón de muestra podría calcularse el astronómico average de disociación psicótica de estas personas…

 

A la generalidad de los chavistas les ocurren, desde los primeros tiempos de la Revolución, cosas menos graves, pero no por ello desestimables. Cacerolazos en restaurantes o aviones; insultos de doñitas fashion que se amparan en su condición femenina para ofender con impunidad; amenazas de muerte, prisión, golpizas y despidos a través de internet y redes sociales; pequeños sabotajes vecinales… ese tipo de acciones tan propias de las mentes de quienes dicen estar luchando por restablecer la democracia en este país dictatorial.

 

Lo que le pasó al presidente puede servir para que él y sus principales colaboradores sepan que este tipo de atropellos son cotidianos, pero que se ponen especialmente intensos en épocas como la actual, cuando se abre la caja de Pandora y todos los demonios salen al ruedo enfurecidos, cual toros cuando empieza la corrida. En etapas aciagas como la que está en desarrollo, el chavista silvestre tiene que cuidarse hasta de algunos de sus vecinos, especialmente  si reside en zonas guarimberas en las que –muy democráticamente- se pretende instaurar la obligatoriedad de sumarse a la locura del ala pirómana opositora.

 

Ojalá los hechos de San Félix traigan consigo una revisión de las normas de seguridad presidencial y una reflexión acerca de lo mal que se la pasan quienes tienen también adversarios muy violentos y cobardes, pero con el agravante de no disponer de guardaespaldas.

 

(Clodovaldo Hernández / [email protected])