El doble estándar del lenguaje que está instalado en Argentina es promovido por la clase política y amparado por la prensa que respalda, difunde y construye relatos para proteger a los gobiernos y líderes que apoya, y afectar a los que no. El sesgo mediático para informar a la sociedad quedó otra vez en evidencia a raíz de los nuevos capítulos de la larga y cada vez más profunda crisis económica que padece el país.

 

Durante la presidencia de Mauricio Macri, el diario La Nación y el Grupo Clarín, que es el multimedios más importante de Argentina, ejercieron una línea editorial macrista, a diferencia de la férrea oposición que mostraron al gobierno de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Esa adherencia les permite minimizar o evitar noticias que, en el caso del kirchnerismo, solían magnificar para azuzar la indignación ciudadana. Su papel es central porque todavía tienen altos niveles de penetración para imponer la agenda del debate público, algo que no pueden hacer con tanta facilidad los diarios opositores Página 12 o Tiempo Argentino; el diario Perfil, que suele mostrar un mayor esfuerzo de equilibrio, o el portal Infobae, líder en noticias digitales que mezcla notas de periodistas militantes macristas con otras voces críticas.

 

En las últimas semanas, la prensa oficialista comenzó a alejarse ante la dura derrota que Macri sufrió en las elecciones primarias frente al candidato peronista a la presidencia, Alberto Fernández. De pronto aparecieron inusuales reproches al gobierno por parte de periodistas y analistas que hasta ahora lo habían defendido con fervor.

 

Pero la ruptura todavía no es total.

 

Los mismos medios que demonizaron la palabra «cepo» porque formaba parte de la política económica kirchnerista, hoy se resisten a utilizarla aunque el macrismo haya impuesto una medida similar, en un esfuerzo de evitar más fuga de capitales a menos de dos meses de las elecciones. Periodistas oficialistas prefieren repetir la definición oficial y llamarla «control de cambios».

 

Hasta dieron largas explicaciones técnicas para descartar que fuera un «cepo». Por eso, en las redes sociales se multiplicaron burlas al estilo: «no es cepo, es un control de cambios sobre un fino colchón de hojas verdes». Los pretenciosos eufemismos gourmet, siempre al rescate.

 

Lo mismo ocurrió hace cinco días, cuando el ministro de Hacienda, Hernán Lacunza, se puso creativo y anunció que se iba a «reperfilar» la deuda. La ingeniosa palabra, que trataba de esconder que el gobierno quería proponerle una reestructuración al Fondo Monetario Internacional, se convirtió en tendencia en Twitter. El candidato a vicepresidente de Macri, Miguel Ángel Pichetto, descartó por su parte la posibilidad de un «default», es decir, una cesación de pagos de la deuda. «Es una ampliación de plazos», dijo en uno de los tantos esfuerzos del oficialismo para evitar denominaciones que siempre adjudicaron al odiado kirchnerismo.

 

El operativo se les complicó porque diversas, importantes e influyentes consultoras internacionales colocaron a Argentina en «default selectivo» y «default restringido». Con esas firmas, el gobierno no se enojó tanto como con Alberto Fernández, quien advirtió que Argentina ya estaba en un «default virtual». Como viene ocurriendo, culparon al candidato peronista de todos los males económicos que aquejan al país.

 

La doble vara de la prensa más influyente para cuidar al macrismo ha sido evidente en múltiples temas. Por ejemplo, con respecto a las represiones de movilizaciones callejeras que fueron cada vez más frecuentes, numerosas y violentas. Las llamaron desalojos, peleas, enfrentamientos, disturbios o incidentes. Nunca denunciaron la represión ni los abusos de las fuerzas de Seguridad que, en varios casos, terminaron con muertos.

 

Otro ejemplo ocurrió hace un mes. En el cierre de campaña rumbo a las elecciones primarias, Macri gritó y casi lloró durante su discurso. Las notas de la prensa aliada lo describieron como efusivo, eufórico, visiblemente emocionado, emotivo, discurso enérgico, exaltado, «emocionado hasta las lágrimas». Esa misma prensa, en situaciones similares, describía a Fernández de Kirchner como alterada, irritada, descompuesta, delirante, grosera y crispada. Enferma. Incluso loca o bipolar.

 

Y ni hablar de los escraches, las protestas de ciudadanos que acosan e insultan a funcionarios en lugares públicos. Cada vez que eso le ocurrió al presidente o a sus funcionarios, hubo escándalo mediático, indignación, enojo, pero qué barbaridad, qué falta de respeto. En cambio, si eran contra kirchneristas, estaban más que justificados, más que merecidos.

 

O de los ataques a periodistas. En múltiples ocasiones, simpatizantes macristas y kirchneristas agredieron a periodistas en público porque representaban a medios antagonistas, pero muchos colegas solo denuncian la violencia y defienden la libertad de expresión si los afecta de manera directa, según sus propias filias y fobias políticas. La reacción mediática y de parte de la ciudadanía siempre es dispar. Las agresiones a periodistas de Grupo Clarín o a otros opositores al kirchnerismo son magnificadas, repetidas una y otra vez con detalle en un indignado tono que se alarma por lo «violentos» que son los militantes kirchneristas, como si fueran todos. Nunca dicen nada de las agresiones que sufren periodistas de otros medios en movilizaciones macristas, incluso por parte de las fuerzas de Seguridad. Y viceversa. Algunos medios kirchneristas evitan mostrar ataques sufridos por periodistas de medios oficialistas. Es el cuento de nunca acabar.

 

La indignación selectiva abarcó, también, los escándalos de corrupción. La prensa macrista denunció innumerables casos de presunta corrupción por parte de funcionarios kirchneristas. En connivencia con funcionarios se armaron causas y se montaron shows televisivos para mostrar la detención del ex vicepresidente Amado Boudou. Se avalaron procesos irregulares, violatorios de derechos y garantías como la presunción de inocencia y la prisión preventiva. Se sentenció sin juicio de por medio.

 

Por el contrario, la prensa más influyente evitó al máximo la cobertura de casos graves que afectaron al macrismo y que fueron investigados por El Destape, un medio digital opositor. En enero de 2017, el periodista Ari Lijalad reveló que el gobierno le había condonado a la familia Macri una multimillonaria deuda que arrastraba por la concesión del Correo Argentino. Es decir: Macri había beneficiado a Macri.

 

La prensa oficialista despreció la información con el argumento de que provenía de un medio kirchnerista, pero los datos eran ciertos y el escándalo escaló a tal magnitud que al final tuvo que publicarlos o mencionarlos en reportes radiales y televisivos. Eso sí, nunca de manera destacada y mucho menos con el irritado tono con el que denunciaba las causas contra el pasado gobierno.

 

Lo mismo ocurrió a mediados de 2018, cuando el periodista Juan Amorín descubrió, también en El Destape, que el oficialismo falsificó los aportes financieros de la campaña de la gobernadora María Eugenia Vidal, anotando a miles de ciudadanos que ni siquiera sabían que aparecían como financistas porque nunca habían realizado donativo alguno.

 

A pesar de que Macri negó cualquier injerencia directa en la negociación del caso del Correo y de que prometió una pronta solución, hoy la familia del presidente sigue sin cubrir su deuda. El caso de los falsos aportes también continúa bajo investigación. Ninguno ameritó cobertura minuciosa ni exigencias de transparencia en los grandes medios. Quizá este doble estándar informativo se modifique ahora que el presidente está en la recta final de su gobierno y con casi nulas posibilidades de reelección.

 

De lo contrario, si la mayoría y los más importantes medios de Argentina siguen hablando solamente para sus propios y convencidos públicos, magnificando y ocultando información acorde con sus intereses, se profundizará el ya grave deterioro de su credibilidad porque, como reveló una investigación del Pew Research Center, este es uno de los países en donde los ciudadanos más desconfían de su prensa y creen que hace un mal trabajo. Es una fama bien ganada.

 

(RT)