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Desde que tuvo memoria, Jofris se sintió embrujado por los murmullos de esa lengua extraña que brotaba salvaje de los labios de las ancianas a las que escuchaba a hurtadillas. Las finas paredes del palafito en el que creció fueron sus cómplices y las leyendas de la Laguna de Sinamaica los misterios que quería descifrar.

 

—Taü wi tachaki piya  —fueron las primeras palabras que pronunció en añú, a los 5 años. Significaban “mi abuela, te quiero”.

 

—¿Y eso? —le preguntó Ana Dolores Márquez cuando superó la sorpresa de escuchar a su nieto hablar una lengua que consideraba estancada en su generación.

 

—Quiero aprender, mamá —le respondió Jofris a quien lo crió desde bebé, luego de que su madre biológica lo dejara a su cuidado.

 

—Está bien. Yo te voy a enseñar —le dijo la mujer con su propia laguna en los ojos—. Pero deja de escuchar conversaciones ajenas.

 

Ana Dolores era una de las diez últimas ancianas añú que dominaban la lengua a finales de los años 70. Es a partir de esa década cuando investigadores extranjeros, en conjunto con lingüistas locales, comienzan a invertir esfuerzos en preservar el idioma que por entonces ya corría peligro latente. Pocos años después, algunas de esas mujeres, entre ellas Ana Dolores y su sobrina Josefa Medina, fundaron el Movimiento Cultural Paraujano, también conocido como Mocupa, cuyo fin era, y sigue siendo, revitalizar la lengua y la cultura añú.

 

A los 9 años, Jofris comenzó asistir a la escuela de la laguna. En los salones de clase, construidos con madera de mangle y palma de enea, nunca escuchó que llamaran al sol “kaikarü”, ni a las canoas “anuwa”. Él tampoco se atrevió a pronunciar esas palabras. Las guardó como un secreto que solo sabían él y su abuela.

 

En las noches, cuando Ana se mecía en su chinchorro y comenzaba a tejer, Jofris se sentaba a sus pies y le miraba fijamente los labios, repitiendo cada oración que le enseñaba.

 

—Tenéis que cortar la lengua —le decía Ana, y pegaba la punta de la suya al paladar. A veces, el añú sonaba áspero como el quebrar de las ramas secas del manglar. Otras, fluía suave como las canoas que la brisa arrastra despacio.

 

Jofris se sentaba a sus pies, miraba fijamente sus labios y lo repetía hasta lograrlo.

 

La última conversación fluida que el joven tuvo en añú fue, por su puesto, con su abuela.

 

—¿Qué te pasa, mamá? —le peguntó él una tarde al ver a su abuela tan apagada.

 

—Me duele la cabeza. Me duele la barriga. Me duelen las rodillas. Me duelen todos los huesos —le respondió la anciana de 115 años, mientras se tocaba cada parte del cuerpo que mencionaba.

 

Al día siguiente, sin pronunciar otras palabras, se marchó Ana Dolores. Unos años después, la acompañó Josefita, y con ellas también se fueron los últimos vestigios del idioma. Hasta que Jofris se quedó solo.  Solo con su particular forma de expresar el dolor y el amor. Una isla en un mundo sin nombrar.

 

Cuando tenía poco más de 20 años, los investigadores de la Unicef y la Universidad del Zulia, en medio de los esfuerzos que emprendían para rescatar el añú, dieron con él.  El descubrimiento los dejó maravillados: un hablante asombrosamente fluido, joven y sano. Sin duda, la última esperanza.

 

Jofris, quien creció en la semi aislada comunidad indígena de la laguna, como un bicho raro que aprendió una lengua que en la adultez ya no podía comunicar, al principio se sintió abrumado con la atención que estaba recibiendo. Pero luego de mucha insistencia, aprendió la grafía indígena y comenzó a compartir la visión del mundo que escondían aquellas palabras refugiadas en su memoria.

 

A los 22 años, Jofris dejó la laguna después de un violento episodio que no logró superar. Una noche, tres hombres y una mujer irrumpieron en el rancho donde vivía y lo despertaron con el frío cañón de un arma apoyado sobre su sien.  Después de pronunciar una amenaza contundente y obligarlo a guardar silencio, los malhechores fueron directo al botín: una lancha que Unicef había donado a la comunidad para el transporte de los niños de la escuela y que Jofris era el encargado de tripular.

 

Nunca pensó que alguien se podía meter con él en el lugar donde creció y donde todo el mundo lo conocía y apreciaba. Así que cuando la laguna dejó de sentirse como el hogar que siempre fue, empacó las pocas pertenencias que tenía en un par de morrales y partió rumbo a El Moján.

 

Desde entonces, ahí vive. A expensas de la caridad de otros que le proporcionan un techo que con su salario mínimo no puede pagar. Cuando preguntamos por él, lo encontramos en el sector La Loma, en una pieza de cuatro metros cuadrados, construida con bloques y cemento pero con techos de zinc por donde se cuela la lluvia que va deteriorando todo a su paso. Lo que temporalmente puede llamar “casa”, a pesar de no tener cocina ni cama (prepara la comida en un fogón y duerme sobre una sábana estropeada), es propiedad de una prima que permite que la ocupen él y su hijo de 12 años.

 

Jofris, quien a los 13 años abandonó la educación segundaria y escogió la pesca como medio de subsistencia, volvió a los 30 años a la escuela. Pero esta vez para ubicarse de espalda a la pizarra donde, cada martes y miércoles, explica las expresiones más básicas del idioma a los niños y maestras que ahora lo escuchan con atención. Cuando era un colegial, soñaba con ser maestro. En cierto modo, su sueño se cumplió.

 

—Tal vez yo nací para que mi abuela me dejara ese legado. Tal vez nací para despertar la lengua.

 

(Noticia al Día)

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