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Las operaciones de intoxicación de un país tienen que ser sostenidas y, preferiblemente, ir in crescendo, porque cuando comienzan a perder intensidad, la gente recuperable toma conciencia de las locuras en las que ha participado y mete los frenos.

 

Al momento de escribir este intento de análisis, eso parece ser lo que está ocurriendo en algunos sectores opositores: la campaña de enloquecimiento generalizado empieza a perder potencia y muchas personas razonables y decentes despiertan y se asustan de lo que hicieron o estuvieron a punto de hacer en medio del trance. Es algo parecido al día siguiente de una fea borrachera. Un dolor de cabeza tipo taladro, tremendas ganas de vomitar, malestar general y un profundo ratón moral.  Las preguntas sobre lo ocurrido y sus consecuencias comienzan a atormentar a una mente con dificultades para rebobinar los acontecimientos.

 

Por supuesto que la comparación puede resultar impropia. Dirán los borrachos veteranos que no es justo equiparar esto con los efectos del alcohol, sino que es necesario mirar hacia drogas más duras. Un amigo me dice que lo peor que uno puede hacer bajo los efectos de una gran curda es pasarse de sincero con el jefe, exponerse indecentemente, bailar flamenco sobre la mesa de una tasca, piropear a la esposa de un amigo (o al esposo de una amiga); tener sexo con dicha persona… En fin, cosas más o menos inofensivas… aunque ni tanto. Se sabe de innumerables casos en los que la ingesta alcohólica ha traído consigo crímenes o accidentes de los que sus protagonistas se han tenido que arrepentir toda la vida, o decisiones que significaron su final, como la del conductor borracho del tema de Rubén Blades.

 

Como sea, el opositor silvestre abre los ojos y se encuentra con que sus flamantes dirigentes han llevado al país a una ola de violencia terrible, que incluye más de ochenta fallecidos, miles de lesionados y detenidos, pérdidas materiales difíciles de cuantificar y, sobre todo, un daño muy serio a la psiquis colectiva.

 

En momentos de introspección, muchas de estas personas se están preguntando cómo es que yo, una persona profundamente religiosa, he aplaudido la muerte del prójimo bajo los puñetazos y las patadas de una turba. Cómo es que yo, que he pagado tantos cursos de yoga y de meditación zen, me he visto a mí mismo justificando que se haya apaleado, apuñalado y convertido en antorcha humana a un joven compatriota. O como es que yo, una doñita tan fashion, he catalogado de heroína a otra doña decente y pensante por haber cagado en público.

 

Y esas preguntas que las personas se hacen a sí mismas tienen un efecto poderoso, son, quizá, el mejor antídoto contra la gran operación de guerra psicológica que se ha desarrollado en estas semanas patéticas.

 

Vienen nuevas fases

 

Claro que esto también lo saben los promotores de esa estrategia. Entienden que están corriendo el riesgo de perder todos sus “avances” y, por eso, estas campañas siempre se diseñan a la manera de un cohete multietapa,  de esos que van quemando el combustible y desechando las partes ya usadas como peso muerto. Una vez que se ha alcanzado un determinado nivel, debe encenderse la siguiente etapa. O, para decirlo de nuevo con la metáfora de los beodos, cuando a la gente se le está pasando la borrachera, hay que embriagarla de nuevo, hay que pedirle otra ronda.

 

Esta idea de la sucesión de fases es la que explica por qué cuando las furiosas llamas del odio comienzan a apagarse, siempre surge un nuevo actor que se encarga de volver a atizarlas. En estos dos meses ya lo hemos visto varia veces y no es demasiado arriesgarse el pronosticar que volverá a ocurrir, y con un mayor componente de virulencia, pues los estrategas de la guerra en desarrollo saben que corren el peligro de una pacificación que, para ellos, comportaría un retroceso tremendo.

 

Para este inminente intento de escalar el conflicto, lo curioso es que no hay secretos. Casi todo el mundo imagina por dónde viene el ataque y quién es el actor (más bien, la actora o la actriz, porque hay mucho de histriónico en todo esto) encargado del próximo número. Es cuestión de días, tal vez de horas, que la gran adquisición del bando opositor en este momento de la guerra, la fiscal general Luisa Ortega Díaz, arroje su propia molotov (¿o será del otro tipo de bomba usada por el antichavismo en estos días?) con la finalidad de reavivar el candelero menguante. Es algo que, como quien dice, está cantado porque lo que va a pasar, pasa.

 

Como en aquellas radionovelas que oía mi mamá en los años 60 y 70, podemos finalizar el capítulo con algunas preguntas:

 

¿Se atreverá Luisa Ortega Díaz a solicitar el antejuicio de mérito contra el presidente Nicolás Maduro, el ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López, el ministro del Poder Popular para Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Néstor Reverol y otros altos funcionarios por graves violaciones a los derechos humanos?

 

¿Bastarán estos gestos para que el nombre de la señora Ortega Díaz o de cualquiera de sus familiares sea retirado de las listas negras de Estados Unidos?

 

¿Una vez que la fiscal  haga su parte, volverá Almagro a intentar que se le aplique la Carta Democrática a la dictadura?

 

No se pierda el próximo capítulo y, ¡mosca! porque quizá, mientras usted lee esto, ya ese candente episodio está comenzando.

 

(Por Clodovaldo Hernández / [email protected])