Viven su peor momento nacional e internacional y los resultados de la guerra económica y de las medidas coercitivas unilaterales tampoco son los esperados. Por ello, la élite que dirige a la oposición asume una vez más una postura abstencionista. Sus principales voceros (en ejercicio y aspiracionales) han dicho que ni siquiera con un nuevo Consejo Nacional Electoral concurrirán a las elecciones parlamentarias de 2020.

La razón de fondo es que para ir a elecciones necesitan primero el famoso gobierno de transición, una etapa con «normas de excepción», especie de dictadura con visto bueno de la llamada «comunidad internacional», durante la cual puedan borrar al chavismo del mapa, dicho esto sin metáforas, en un sentido recto.

Cuando más parecen contradecirse, los integrantes de la camarilla dominante de la oposición dejan más clara su visión del mundo y del país. Esa élite que dirige a la oposición (manejada, a su vez, por líneas imperiales) no quiere, en realidad, ir a elecciones, aunque en los últimos días hayan hecho una parodia de avance hacia la designación de nuevos directivos del Consejo Nacional Electoral.

Analicemos las razones de esta -solo aparente- contradicción.

Debacle interna

La dirigencia opositora sabe que están en su peor momento interno, a pesar de que los gravísimos problemas económicos y sociales que sufre la gente, especialmente la mayoría pobre, deberían significar un auge de cualquier alternativa política al actual gobierno.

Los problemas de la oposición son muy profundos y atacan a todos sus elementos estructurales. El primero de ellos es el liderazgo, que está desprestigiado a más no poder, luego de años oscilando entre la violencia más depravada, fallidas tentativas de diálogo, abstencionismo, intentos de magnicidio y golpes de Estado, todo ello envuelto en una innata tendencia a no asumir nunca las responsabilidades.

Este año, mediante el Proyecto Guaidó, la crisis del liderazgo se ha hecho todavía más severa. El grotesco manejo del «gobierno paralelo» y, sobre todo, de los recursos públicos de los que la camarilla ha logrado apropiarse, le han granjeado el repudio de amplios sectores de la base opositora. La gente que está en Venezuela o en otras naciones pasando trabajo ve con mucha indignación el estilo de vida de ricos y famosos  que llevan los «exiliados políticos», así como el mismo Guaidó y otros dirigentes opositores (el caso de Stalin González en la zona VIP del estadio de Washington es emblemático).

Las ejecutorias erráticas de estos personajes han generado divisiones (algunas visibles, otras todavía no) en la dirigencia. Ya muchos han hecho tienda aparte en lo que respecta al diálogo con el gobierno, mientras otros pugnan por la ya muy solicitada sucesión de Guaidó como «favorito del imperio».

La ristra de errores e inconsecuencias que la dirigencia ha cometido desde el comienzo del período legislativo (enero de 2016) rompió hace ya tiempo la coalición que había logrado la más contundente victoria opositora, en diciembre de 2015. La Mesa de la Unidad Democrática quedó fundida luego del muy violento 2017 y de la ruptura unilateral del diálogo y el llamado a abstención en las presidenciales,  a principios de 2018.

La organización que, en teoría, debió sustituir a la siniestrada MUD, el Frente Amplio Venezuela Libre, ni siquiera puede decirse que tuvo un momento de despegue. Fracasó sin haber nacido formalmente. La falta de esa estructura organizativa no es un factor menor de cara a unas elecciones, en especial porque se trata de las parlamentarias, que requieren de una compleja ingeniería de acuerdos políticos (tal como la que forjaron en 2015) para obtener resultados concretos.

Un tercer elemento de la debacle interna opositora son sus masas desmovilizadas. Luego de un aparente resurgimiento de las manifestaciones pacíficas, en los días de la autoproclamación de Guaidó, las huestes opositoras se aplacaron de nuevo debido a los fracasos en las expectativas de «horas definitivas» creadas por este líder inventado en laboratorios de imagen política. La movilización recibió un puntillazo el 30 de abril, cuando se convocó a las masas para un acto torpe y caricaturesco que rápidamente devino en una nueva derrota.

Un punto más que juega en contra del movimiento opositor en el plano interno es la crisis de credibilidad de sus principales medios de comunicación. Los convencionales están desgastados y con muy escaso público. Los nuevos medios digitales han quedado en evidencia, en la presentación del intento de «cambio de régimen», pues han encubierto hechos delictivos como el Cucutazo, el golpe del 30 de abril, la relación de Guaidó con  los Rastrojos, y el robo de Citgo y otras propiedades públicas.

Sin medios creíbles que los cohesionen, los sectores opositores lucen dispersos y desprovistos de rumbo, en manos de la anarquía de los influencers que aúpan, desde la comodidad de sus zonas de confort, las opciones más radicales.

Debacle externa

La megacrisis interna sería más que suficiente para que la oposición estuviese tratando de evitar una medición electoral que puede empeorar su situación al hacerle ceder parte de su cuota de poder actual, que es la mayoría de la Asamblea Nacional. Pero, adicionalmente, se le ha volteado el panorama en el frente internacional, un ámbito en el que ejercía un aparente dominio.

El giro en contra se ha producido con las protestas masivas en Ecuador ante un paquete económico fondomonetarista, y en Chile, frente al sistema neoliberal en términos más estructurales. A ello deben sumarse las derrotas electorales de los aliados de la oposición venezolana en Argentina, Bolivia y Colombia. Para colmo, el propio Donald Trump y el ultraconservador brasileño Jair Bolsonaro han entrado en crisis internas, igual que la clase política toda de Perú, el país que presta el nombre de su capital al antivenezolano Grupo de Lima.

El fracaso de Macri, la ruptura de la ilusión chilena y la incapacidad de la derecha boliviana para vencer a Evo Morales son hechos que convencen a los estrategas del capitalismo hegemónico global de que su modelo de enriquecimiento desmesurado de las corporaciones y oligarquías no concilia bien con la democracia, a menos que se tomen medidas para excluir del juego político a los movimientos populares de masas. De allí el empeño en forzar una segunda vuelta en Bolivia y el requisito del «gobierno de transición» en Venezuela.

En el escenario internacional, los acontecimientos de Ecuador, Chile, Colombia, Haití e, incluso, los de Catalunya, han dejado al desnudo también a tres factores auxiliares del poder hegemónico global: los entes diplomáticos, las ONG y los medios de comunicación. Quedó claro que no actúan en favor de los pueblos, sino de los intereses del capitalismo.

Resultados inesperados en lo económico

Un tercer grupo de razones por las cuales la camarilla dominante de la oposición pretende negarse a ir a elecciones es de naturaleza económica. Contra todos los pronósticos, los resultados de la guerra económica interna y de las medidas coercitivas unilaterales no han provocado el estallido social que se planteó como inescapable.

Han surgido nuevos grupos de poder empresarial que ya no responden mecánicamente a las líneas de la oposición, lo que genera burbujas de prosperidad que, unidas a las políticas públicas (CLAP y bonos, básicamente) y a la voluntad de la gente de salir adelante, han conducido a un fin de 2019 en el que parece haber una percepción menos negativa de la que hubo en los dos años anteriores y bastante mejor que la que podía presagiarse durante el primer semestre de este mismo año.

En lo que respecta a las medidas coercitivas unilaterales, el panorama para el bando opositor es pernicioso, pues en la opinión pública se impone la convicción de que perjudican a la población en general. Lo ocurrido a lo largo del año ha sido un permanente desmentido a la prédica de que son sanciones dirigidas selectivamente contra el presidente Maduro, sus colaboradores inmediatos y personas acusadas de hechos de corrupción o violación de derechos humanos.

Esos resultados no esperados tanto de la guerra económica interna como del bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales de EEUU y otros países afectan los planes políticos del antichavismo. Ir a elecciones en un escenario que no sea de ruina absoluta sería una apuesta demasiado arriesgada, sobre todo si se toma en cuenta el deplorable cuadro interno del sector opositor.

La clave es la «transición»

Los eventos ocurridos en Ecuador, Chile, Argentina, Bolivia, Colombia y lo que podría ocurrir en breve en Brasil han convencido a los estrategas del sistema hegemónico de que sus gobiernos plutocráticos no son viables a mediano plazo a menos que los mantengan en el poder mediante alguna fórmula autoritaria, maniobras de lawfare u otras operaciones de astucia.

En el caso venezolano,  los estrategas saben que un eventual retorno al gobierno por parte de la derecha solo valdrá la pena si implica la erradicación definitiva del chavismo. De lo contrario, podría ser una ilusión efímera. Esa es quizá la principal razón por la que la designación de un nuevo CNE no es suficiente para la élite dominante de la oposición. Necesitan el período de transición para -con la manga ancha del sistema mundial- borrar al movimiento bolivariano. Así se llegarían a las llamadas «elecciones libres», entendidas como «libres de chavismo».

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)