Como estamos cerca de Navidad, es pertinente ponerse en modo de abuelito cuentacuentos y relatar historias que no conocieron las nuevas generaciones (los millennials, los centennials y como sea que se llamen los que vienen después) y que muchos de las viejas (generaciones, digo) prefieren pensar que no ocurrieron.

 

Uno de esos relatos nos habla de la rancia historia de la parlamatraca. Seguramente comenzó mucho antes, pero los tiempos de los que puedo dar testimonio son los años 80 y 90, en plena vigencia del bipartidismo adecopeyano que ahora tanta gente recuerda como un tiempo impoluto y armonioso a más no poder. 

 

En la Comisión de Contraloría de la Cámara de Diputados (recuerden que en aquellos tiempos, queridos nietecitos, el Poder Legislativo era bicameral) los dos grandes partidos se disparaban durísimo… pero con balas de salva, abriendo investigaciones y haciendo escándalos mediáticos sobre ciertos y determinados casos de presunta corrupción y dejando de abrirlas sobre otros ciertos y determinados casos. Algunos representantes de la izquierda y otros de la derecha no bipartidista trataban de averiguar y castigar en serio, pero, como ya quedó dicho, las balas eran de salva y a veces de paintball.

 

Como en todo chanchullo, en aquellos había dos protagonistas: el funcionario público corrompido y el empresario corruptor (¿o es al revés?). Entonces, los congresistas vivarachos (otra modalidad de funcionario público corrompido) encontraron un modelo de negocios muy jugoso: ir con el funcionario y con el empresario implicados y decirles: «O partes la cochina conmigo o sigo investigando y te friego». 

 

Como los escándalos tenían su componente mediático, y en el Congreso había senadores y diputados dueños de medios de comunicación o sirvientes de estos, no pocas veces, esa cochina había que compartirla también con tales personajes, a cambio de silencio y discreción. Esto no me lo contaron, lo viví en carne propia como muchos otros periodistas de mi ya vetusta camada, que fuimos censurados no una, sino muchas veces.

 

En fin, el negocio de los contralores corruptores y corrompidos, y de sus aliados, los editores extorsionadores, funcionaba sobre ruedas porque tanto los funcionarios corruptos como los empresarios corruptores (o viceversa) apartaban una tajada para los parlamentarios y otra para los dueños de medios. Se entiende por qué todos eran felices y democráticos.

 

Pero, como siempre, un día alguien se hartó y decidió gritar aquello de que «¡El rey está en pelota!» y generó una fea perturbación en la industria del guiso.

 

Los periodistas que entonces cubríamos el Congreso, bautizamos el caso como «la Parlamatraca».

 

El empresario que formó la sampablera fue Camilo Lamaletto, dueño de Cerámicas Balgres, quien grabó en video la propuesta indecente del abogado Braulio Jattar, funcionario administrativo (no era diputado) de la Comisión de Contraloría, entonces presidida por el copeyano Douglas Dager. Jattar, que al igual que Dáger es  de ascendencia árabe, quedó en evidencia tratando de negociar el engavetamiento de un caso de presuntas irregularidades que involucraba al señor Lamaletto, de obvias raíces italianas. Los «baisanos» no pudieron con la astucia de la camorra.

 

La Parlamatraca, como casi todos los casos de corrupción de la IV República, estuvo un tiempo en los titulares de primera plana y luego se olvidó. Jattar tuvo que huir del país (en ese tiempo los que salían pitando por esas causas no se autodenominaban exiliados ni refugiados porque los gobiernos eran de derecha) y fue indultado años después, en la Administración del socialcristiano reconvertido Rafael Caldera. [Ya en tiempos de la Revolución apareció en Margarita como dirigente de la Mesa de la Unidad Democrática y editor de un medio digital. Cuando se le abrió una investigación por la presunta instigación a agredir al presidente Maduro durante una visita de este a la isla, mágicamente dejó de ser el protagonista de la Parlamatraca, apeló a sus otras raíces (no a las árabes) y pasó a ser un «periodista chileno» perseguido por pensar distinto. Pero este es otro tema. ]

 

La Parlamatraca fue apenas un botón de muestra. Aquella era la manera de operar de toda una clase política y, tristemente, ha continuado así, aunque con modalidades propias de los nuevos tiempos. 

 

En las etapas en las que la Asamblea Nacional ha estado bajo control mayoritario del partido de gobierno, la Comisión de Contraloría casi se ha hecho invisible, no ha disparado ni siquiera balas de salva. Habrá que reflexionar sobre eso, pero no debe quedar duda de que esa inacción favoreció la explosión de irregularidades de estos años y les dio impunidad a los desaforados hampones que ahora viven en palacetes y pretenden -colmo de cinismo- ofrecerse como salvadores de la Patria.

 

Algunos ingenuos pensaron que eso podía cambiar a partir de 2016, cuando la oposición de derecha logró la mayoría legislativa. Pero resulta que no fue así, que los que volvieron fueron los tiempos de la Parlamatraca, ahora recargada, con sistemas 2.0 y, además, internacionalizada.

 

La implosión cloacal que ha sufrido la oposición en estas últimas semanas ha puesto al descubierto que buena parte de los diputados que llegaron a la AN a raíz de la debacle electoral del chavismo en 2015 han trabajado mucho… Sí, en el perfeccionamiento de los métodos de extorsión y expolio a involucrados en irregularidades. 

 

En estos grandes «avances» han participado por igual los viejos políticos procedentes de la IV República, los exchavistas de diversa laya y las nuevas generaciones de los partidos derivados de AD y Copei, especialmente aquellos que -más irónico, imposible- aparecieron en el escenario político con las manos pintadas de blanco inocencia.

 

La Parlamatraca Reloaded será muy 2.0 y tal, pero tiene sus aspectos entrañables parecidos a la Parlamatraca analógica. Por ejemplo, el sello de la Comisión de Contraloría, que es un objeto real (no virtual) ha sido clave para los guisos perpetrados por diputados de diversas edades, tanto en Venezuela como fuera de ella.

 

Según denuncias hechas por los mismos opositores, cada presidente (y tal parece que algunos simples miembros) de la Comisión de Contraloría, llevaba su sello en el maletín y así podía elaborar cartas de exoneración de culpas o de cierre de averiguaciones a cambio de ciertas sumas de dinero o bienes transables. 

 

El gran salto (o, con más propiedad, el gran asalto) de esta nueva etapa es la globalización. Como el «gobierno paralelo» actúa bajo la protección y en complicidad con la camarilla de Estados Unidos y sus satélites, el guiso más suculento es emitir cartas de buena conducta para que las empresas no sean sancionadas por el Departamento del Tesoro bajo la acusación de que hacen negocios con el rrrrégimen. De acuerdo con las mutuas acusaciones, por esos certificados (debidamente sellados) cobraban entre 500 mil y un millón de dólares. 

 

Tan pronto surgieron los señalamientos contra el diputado Freddy Superlano, presidente de la comisión en ejercicio, comenzaron a aparecer cartas similares firmadas por sus antecesores, incluyendo a Freddy Guevara, quien pasó de «manos blancas» a «manos de seda», como apodaban a aquel personaje también llamado Raffles, el ladrón.

 

En otras palabras, las operaciones de los diputados y sus asesores vivarachos en los años 80 y 90 eran apenas el «mi-mamá-me-mima», las primeras letras, los pinitos en el arte de bajar de la mula a los corruptos a nombre de la lucha contra la corrupción. Y, por lo que se ve, ahora es cuando faltan capítulos por conocer en esta rancia (por lo maloliente) historia de la parlamatraca.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)