Cuando se convirtió en sacerdote hace 40 años el padre Mario Carminati sabía que tendría que convivir con la muerte, pero no a una escala industrial.

 

El coche fúnebre que transporta el ataúd de algún feligrés fallecido ha dejado de circular una vez por semana.

 

Ahora, debido al brote de coronavirus, todos los días llegan grupos de varios ataúdes para ser depositados en el frío suelo de mármol de la iglesia de San José.

 

“Las autoridades no sabían dónde poner los ataúdes”, dijo Carminati, de 64 años, el sacerdote principal de Seriate, una tranquila ciudad de 25.000 habitantes en su mayoría de clase media en el norte de Italia.

 

Cuando se acumula un número suficiente de ataúdes, Carminati y otros sacerdotes los bendicen rápidamente y posteriormente un montacargas los lleva en camiones del Ejército para su traslado a cementerios y crematorios.

 

Las reuniones han sido prohibidas en toda Italia debido a una cuarentena a escala nacional, de modo que no se pueden celebrar funerales en la iglesia.

 

Seriate está en la provincia de Bérgamo, la más afectada de las de la región de Lombardía, el epicentro del brote en el norte de Italia.

 

Con el número de muertos a nivel nacional superando el viernes los 9.000, Italia ha sufrido casi el doble de muertes que cualquier otro país.

 

El sacerdote dijo que para él lo más triste es que muchos de sus feligreses han muerto en soledad, sin la cercanía de sus seres queridos, ya que las restricciones establecidas para contener la propagación del virus no permiten que los miembros de las familias entren en los hospitales.

 

“A menudo hablamos de los más necesitados y ahora realmente lo son estos”, dijo frente a la iglesia después de haber bendecido unos 40 ataúdes junto con un sacerdote más joven, el padre Marcello Crotti.

 

“Son los más necesitados aunque ya no estén vivos. Nadie tiene ya el tiempo o la oportunidad de cuidarlos, así que decidí abrirles la casa del Señor”, dijo Carminati.

 

Se trata de una estancia de corta duración. Después de que Carminati y Crotti bendijeran la última tanda de ataúdes el sábado, las tropas del ejército, pertrechadas con equipos de protección, los cargaron en cinco camiones cubiertos por lonas de camuflaje.

Las campanas repicaban cuando los camiones abandonaron la iglesia, mientras que los residentes que observaban la escena desde sus ventanas y balcones hacían la señal de la cruz.

 

Al atravesar una intersección, un policía local protegido con una mascarilla facial y guantes blancos se cuadró y saludó al paso del convoy.

 

(Reuters)