Están en todas partes. Según cifras de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) se estima que son centenares los venezolanos que abandonaron su patria debido a la crisis política y económica que azota a ese país caribeño.

 

Bolivia no hace la excepción a la regla. Los venezolanos empezaron saliendo hacia los países vecinos a sus fronteras, pero los rebalsaron, en algunos sitios se detonó la xenofobia, así que ahora de rebote y huyendo de ella, deambulan por los mercados, micros e intersecciones (semáforos y rotondas) de las ciudades del eje troncal boliviano, sobre todo. 

 

Sin embargo, la época de cuarentena ha movido el tablero en la rutina de los inmigrantes caribeños. Lograron sobrevivir al paro cívico de 21 días, pasando de la venta de golosinas a la de refrescos, pero esta emergencia sanitaria ocasionada por el coronavirus los superó. 

 

Actualmente están siendo desalojados de los cuartos y de los hostales en los que dormían, debido a que no reúnen el monto económico habitual para afrontar los gastos de comida y casa. Si antes reunían Bs 150 al día, en promedio, hoy con suerte llegan a Bs 30.

 

Son varios los casos de desalojos realizados y otros que están en camino. EL DEBER contactó a varias familias que se encuentran en el limbo, tanto en la Villa Primero de Mayo, como en los alrededores del mercado Mutualista y en el centro de la ciudad, específicamente por el parque El Arenal.

 

Una de esas familias es la de Edlimar Vera (26), que llegó a Santa Cruz hace dos meses procedente de La Paz, donde, sin éxito, solicitó refugio. De favor, desde que empezó la cuarentena, le están prestando un cuarto en la Villa Primero de Mayo para ella, su esposo y su niña, Valentina, de dos años, pero tienen que alzar vuelo, no ‘pilchas’ porque poco o nada tienen, en cuanto le digan, no importa si es mañana mismo.

 

Si antes hacían negocios en los micros, hoy no tienen esa posibilidad, así que se han amoldado a los requerimientos de la cuarentena, como la mayoría de ellos, se paran afuera de los supermercados y farmacias para ganar algo de plata.

 

El menú de rutina de la familia ha cambiado desde que empezó la medida contra el coronavirus. «Hoy comí dos panes con salsa rosada (salsa golf) y queso, no desayunamos, ese fue nuestro almuerzo. Tratamos de levantarnos un poco más tarde para que no nos pegue el desayuno. Cuando se levanta la niña le doy, aunque sea, un guineo o una manzana, tratamos de compensarla. No hemos cenado, comeremos pan porque es lo que tenemos. De tener hambre tenemos, es duro pasar dos días comiendo pan», cuenta.

 

«Tenemos que dar gracias a Dios que nos sustenta, así sea con un pan que nos llevemos a la boca, hay personas que pueden estar peor que nosotros», se autoconsuela Edlimar.

 

Evita hablar de sus miserias, está cansada de recordarlas, ríe mucho, pero ante las preguntas reconoce que su fe en salir del hoyo a veces colapsa. «No me gusta decir estas cosas porque la gente se inclina a denigrarnos, dicen que salimos pidiendo ayuda a un país donde no somos nadie ni tenemos derechos, pero solo Dios sabe por qué hace las cosas y es el único que puede juzgarnos», se quiebra.

 

A su lado, y cuando las lágrimas empiezan a rodar por las mejillas de Edlimar, empieza a gritar Valentina, la menor de sus tres hijos. La trajo, y tuvo que dejar en Venezuela a los otros, con su padre y una tía.

 

«La verdad es que no quiero estar aquí, me quiero ir a mi país, así sea a pasar hambre con mi familia porque acá igual estamos pasando necesidad, somos invisibles ante el mundo. Nadie nos apoya, nadie trata de ser amable, sin saber que para Dios todos somos iguales. Nadie quiere ser llamado muerto de hambre, sí quiero un día que mi tierra se acomode y poder irme, yo venía de otra vida y no de tanta discriminación o insulto», dice quien en su natal Venezuela trabajaba como auxiliar contable. 

 

Sobre ellos ninguna autoridad se ha manifestado con respecto a conseguir un avión que los regrese a su país, como ha ocurrido con los europeos. Eso sí, hay los que, aunque no tengan para comer, no quieren retornar. Es el caso de Alvialis Martínez (34): «Venezuela no da para irse. No estamos acostumbrados al hambre, aquí al menos nos arreglamos con arroz y huevos, más todavía si hay niños», dice la habitante de los alrededores del mercado Mutualista, que aunque duerme en un colchón de paja y tiene como armario unos clavos,  cree que puede irle mejor aquí.
 
 
Aunque hace un tiempo que vive en el mismo lugar, a Alvialis y a su compañero de cuarto, la dueña de casa los tiene en ‘jaque’ ante el retraso en el pago del alquiler. «Nos empezaron a controlar el agua para bañarnos, y la luz, el uso del ventilador», cuenta.
 

No quiere usar el término ‘mendigar’, pero el castellano es más simple que la vergüenza. Desde que no pueden trabajar como antes en los micros, dejaron de vender golosinas y empezaron a pedir eso que llaman con eufemismo, ‘una colaboración’.

 

Edlimar se niega a pedir dinero, sigue intentando que le compren sus dulces. «No siento que estoy mendigando porque vendo mis caramelos para que la gente no diga cosas, pero aun así aguantamos cualquier cosa que nos quieran decir; con o sin caramelos igual nos discriminan», acusa.

«El problema ahora es con el alquiler y la comida, hay mujeres embarazadas y encima con niños, y se les puso difícil pagar sus cuentas. Nos ha tocado salir a pedir comida, la gente nos ayuda, no todos, pero la mayoría sí. De plata hacemos Bs 30, antes Bs 130 o 120, al menos compramos pan y Bs 10 de queso», sostiene Alvialis.

 

Vecino de Edlimar es Carlos Javier Morales (35), que cuando vivía en Venezuela trabajaba como bombero, y que cuando llegó a Perú terminó de albañil. Ahora está enyesado, cuando se encontraba en el país vecino se cayó del andamio en una planta alta.

 

En su país quedaron sus dos hijos, una niña de 4 y un niño de 10 años, y su esposa, que trabaja en el ámbito educativo por un salario de tres dólares. «Me tocó salir porque no había efectivo, alimento sí, pero no podíamos pagarlo».

 

Enyesado se daba modos para ‘trepar’ a los micros y vender sus dulces, cosa que ahora no ocurre. Como los demás, está con el alquiler de Bs 600 atrasado. «No he podido juntar mi alquiler y para comer lo que hago es pararme en el Hipermaxi, es el único lugar donde me dejan llegar, me ha tocado pedir, a veces la gente no compra nada, se conmueven más con los niños que con un hombre solo. Ahora hago Bs 20 a 30, por suerte comí una comida salada, me la pasaba comiendo frutas y pan», confiesa.

 

Hace mes y medio que no manda un centavo a su familia.  «Allá no tienen nada. Quiero volver, pero con algo para ellos, asegurar comida, no con las manos vacías madrecita. Esto me cansa, he llorado bastante, me ha dado depresión, pero escondido porque soy hombre y dicen que el hombre no debe llorar. Esto me ha pegado muy duro porque mi familia está afuera», se entristece.

 

(eldeber.com.bo)

Venezolanos en Bolivia. Fotos: Jorge Gutiérrez

 

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